Categoría: Cuentos 2002

K viaja en el tiempo

[30/12/2002]

Era un día nublado, como hoy, pero no llovía. Caluroso, también, al estilo del viernes pasado. Lo especial podía haber sido que K cumpliera veinticinco años, pero no, eso pasó de largo. Si el día merece ser mencionado es porque fue entonces que, debido a un accidente incomprensible, K viajó hacia atrás en el tiempo. Nada doloroso, dijo, al menos en lo corporal. Las leyes de la física, tan misteriosamente asociadas a las convenciones humanas, hicieron que se trasladara a lo largo de un siglo exacto, hasta 1902.

Días nublados o no, calores o fríos, cumpleaños, domingos o feriados, la cuestión es que nunca se repitieron las condiciones iniciales del accidente temporal, de manera que K no pudo regresar. Vivió largamente, a sol y a sombra, en una época que no le correspondía. Murió en 1954, el año de mi nacimiento, como si eso tuviera algo que ver.

El diario de mañana tal vez fuera creíble, pero ¿el diario de dentro de un siglo? K encontró difícil convencer a los otros de su origen en el futuro. Apenas lo logró con unos pocos íntimos, particularmente con la familia que esforzadamente llegó a formar. Los demás, siguiendo las reglas propias de estos casos, creyeron que estaba loco o era un farsante.

Frustrado por las dificultades que esto le creaba en su relación con el prójimo, se metió en algunos talleres literarios y tras aprender la técnica indispensable escribió un libro con sus memorias. Lo mandó imprimir por su cuenta y riesgo. Era otoño, las hojas caían con vientos del pasado en una época insegura. Así, uno por uno, casi todos los ejemplares que consiguió pagar se fueron perdiendo sin dejar rastros.

Lo que K lamentó profundamente fue haber aprendido tan poco de historia. Tenía una idea general de lo que iba a ocurrir, pero los detalles se le escapaban: ¿1934 o 1943? ¿Hacia el este, o hacia el oeste? ¿La bolsa de Nueva York? A veces cometía tan gruesos errores en sus predicciones que él mismo dudaba de su cordura. Así que, ya en los años de madurez, optó por cambiar de actitud y disfrutar de la vida; tras quemar el resto de los ejemplares de su libro y divorciarse de su mujer, trepó a un tren de carga y partió con rumbo incierto. Reapareció años más tarde, en otro país, regenteando un circo. Fue su primera actividad interesante, por lo que ya podemos dejarlo en paz, a él y a sus huesos.

El tiempo siguió pasando sin ayuda de K, hasta dar la vuelta completa. En el año 2002, el mismo día y a la misma hora de su desaparición con rumbo al pasado, se encontró en una vieja biblioteca un ejemplar del libro que K escribió allá a principios del siglo veinte. Debe ser el único que se salvó. Detalla con precisión milimétrica sus recuerdos del año 2002, las nuevas tecnologías, la situación política y militar del mundo, los avances de la ciencia, la vida social. No sé si K habrá elegido mal los talleres literarios, o si el tiempo se defiende de las paradojas con armas propias, porque está casi todo equivocado.

La máquina del tiempo

[18/12/2002]

Tengo una máquina del tiempo. No sé desde cuando, porque una de sus muchas limitaciones es que resulta casi imposible recordarla. Hace unos minutos tropecé con ella por accidente, seguro de que nunca había estado ahí, y pensé con sorpresa: “Oh, una máquina del tiempo.” Pero mi conocimiento inmediato de su función y de muchas de sus características me hicieron sospechar, por lo que creo que en realidad hace mucho que la tengo, y ella se empeña en contradecirme.

A primera vista podría parecer que la peor de esas limitaciones de que hablé es que el tiempo objetivo de duración de un viaje debe ser siempre igual a cero. En otras palabras, debo volver exactamente al momento en que partí, sin destruir la continuidad de mi línea temporal. Pero el tiempo objetivo de viaje no es lo mismo que el subjetivo, que en principio no tiene limites: es decir, podría pasar una eternidad en otros momentos, mientras el regreso, como el de un yo-yo perfecto, sea al instante exacto del inicio. El verdadero problema es que el tiempo subjetivo de viaje se hace muy costoso: hay que estar preparándose durante mucho tiempo, mientras la propia máquina trata de borrarse de la memoria de uno, pensando sólo en el viaje, porque la máquina toma su energía de la tensión psíquica del viajero; cuanto más expectante uno está, cuanto más concentrado en la necesidad de viajar, más largo y exitoso será el viaje. Por una serie de cálculos que sería muy complejo explicar aquí, que toman en cuenta un crecimiento exponencial de los requerimientos de energía en función de la duración del viaje, he llegado a la conclusión de que mi límite al respecto ronda el segundo. Puede parecer poco, pero si el instante de destino está bien elegido, y la concentración es verdaderamente alta (y debe serlo, para que la propia máquina encuentre energía suficiente para funcionar), entonces ese segundo puede ser el más intenso de toda una vida.

Sin embargo, hay otra dificultad. De la misma manera en que la máquina se borra de la memoria (sin duda como un efecto secundario de su uso de energías psíquicas), también se borra el viaje en sí. En otras palabras, el recuerdo de cada viaje, de ese segundo heroico, se evapora con gran rapidez. La mayor parte del recuerdo ya se va en la misma acción de regresar, cuando la máquina consume más cantidad de energía. Y el resto se extingue poco después, como lo que queda de un sueño al despertar.

De esta manera, aunque dispongo de esta maravillosa máquina del tiempo y lo conozco todo sobre ella, todavía ignoro si ya he logrado cumplir mi principal proyecto. Hasta donde sé, tal vez haya visto cien veces, una vez o ninguna mi propio yo, a los seis años, echado en el piso una tarde de verano, jugando con los autitos en la galería de la casa de mi abuela.

La clase de gimnasia

[17/12/2002]

Mi ventana da a un patio que está en los fondos de un centro de PAMI. En ese lugar, ayer a la mañana se reunió un grupo de mujeres mayores, sin duda jubiladas y pensionadas, para hacer gimnasia. Algunas eran flacas y largas, otras tan redondeadas que desde mi sexto piso parecían escarabajos reblandecidos por el sol. Desde arriba les veía las distintas tinturas: rubias la mayoría, una con el pelo completamente negro, todas con elaboradas formaciones de pelo sobre la cabeza. Ninguna tenía ropa del todo gimnástica: zapatillas y jeans, blusas y shorts, las combinaciones eran variadas, irrepetibles, llenas de color.

Las dirigía un hombre, también mayor, de camisa azul y pantalón de vestir, con zapatos negros de punta angosta. Él no hacía los ejercicios, sólo los indicaba con una voz firme, obtenida a lo largo de muchos años de práctica:

—Levanto la cola. Bajo la cola. Levanto la cola. Bajo la cola. Levanto la cola…

Y mientras hablaba iba caminando lentamente entre las mujeres.

Al principio los ejercicios eran fáciles. De pie, giraban la cabeza a la izquierda, luego a la derecha. Hacían un círculo no muy amplio con los brazos. Inclinaban el cuerpo a un lado, uno, dos, tres, y al otro, uno, dos, tres. Acostadas, alzaban un muslo, estiraban la pierna, encogían la pierna, la bajaban. Plegaban las piernas sobre el abdomen y las abrazaban con fuerza. Cruzaban las manos bajo la nuca y levantaban un poco los hombros del suelo.

Después las cosas se fueron poniendo un poco más complicadas. Hicieron un arco con el cuerpo, apoyadas en manos y pies, curvando espaldas y disparando colas hacia el cielo, y levantaron a la vez la mano izquierda y la pierna derecha. Las volvieron a apoyar. Levantaron la mano derecha y la pierna izquierda, y contra lo que yo esperaba se mantuvieron así durante unos segundos hasta que al fin levantaron la otra pierna, para quedar apoyadas sólo en la mano izquierda.

Era evidente que el profesor quería ver cuánto duraban en esa posición, pero no tuvo que esperar demasiado. La más gorda descubrió rápidamente que su peso excedía el límite de fuerzas de un solo brazo, y acabó cayendo. Pero lo hizo con gracia, encorvándose sobre sí misma como una pelota, y de alguna manera acabando el proceso de pie. Las otras fueron rindiéndose rápidamente, hasta que el profesor le ordenó bajar a la última, la más flaca, que parecía un árbol añoso decidido a soportar los elementos por toda la eternidad.

Lo siguiente fue correr hacia una pared, la opuesta a mi ventana, tocarla con un pie y propulsarse hacia atrás para dar una vuelta en el aire. Ninguna de ellas podía correr con rapidez, pero tampoco era necesario. Todas menos una lograron pasar la prueba al primer intento, en particular la más gorda, que tenía facilidad para ese tipo de giros. Esta vez fue la flaca-árbol la que dudó: se detuvo antes de llegar a la pared, dijo algo en voz baja que no comprendí, volvió a intentarlo, se detuvo otra vez, y al final agitó los brazos en un gesto de impotencia. Siguiendo instrucciones del profesor, otras dos se colocaron a ambos lados de su camino, como para sostenerla en caso de que cayera, y entonces hizo un intento tibio, desanimado, para terminar aterrizando en los brazos de sus compañeras.

A otra cosa: barras asimétricas. Todas hacían más o menos la misma rutina, pero se veían muy diferentes de acuerdo con la forma de su cuerpo. Las redondas parecían rodar y rebotar entre una barra y la otra, e invariablemente terminaban de pie, como si esa habilidad fuera una característica más de sus respectivas gorduras. En cambio, las alargadas se plegaban, se desplegaban, se curvaban hacia atrás y hacia adelante, estiraban brazos y piernas y daban la impresión de poder volar de barra en barra, pero tenían dificultades para aterrizar, y más de una acabó en el suelo.

El profesor estaba insatisfecho, se le notaba en la voz, y sin embargo no insistió con las barras. Dijo algo sobre la falta de tiempo, dio varias palmadas en un vano intento de imprimir velocidad a las alumnas, e inició las instrucciones para el último ejercicio.

Se acostaron en un círculo amplio, con las piernas y los brazos abiertos, de manera que se tocaban entre sí con las puntas de los pies y de las manos. Parecía un cuadro de Esther Williams, pero sin agua. Se habían distribuido como si hubieran querido equilibrar los pesos: las dos más gordas en sitios opuestos, las dos más flacas también.

El profesor se paró en medio del círculo y bajó el tono de voz. Ahora no me resultaba posible entender lo que decía. Sin mover las piernas, las mujeres levantaron los brazos a la altura de los hombros, hasta unos veinte centímetros del piso. Luego elevaron la cabeza, los hombros, la espalda, muy suavemente, y se tomaron de las manos. Como tirando del aire, consiguieron levantar también las caderas, y quedaron con el cuerpo recto, en una inclinación de treinta o cuarenta grados con respecto a la vertical, tocando el piso sólo con los talones. Parecían una flor recién abierta. Desde mi distancia tuve la impresión de que mantenían los ojos cerrados.

El hombre susurró algo, y las gimnastas separaron también los talones del piso. Libre de esa atadura, el círculo empezó a girar en sentido horario y a la vez a elevarse en el aire. El profesor de camisa azul y pantalones de vestir bajó la voz todavía un poco más, hasta que dejé de oírlo.

Cuando la flor llegó a un par de metros de altura ya daba una vuelta completa cada dos o tres segundos, y seguía acelerando. Entonces las manos se separaron, y una a una, en hilera, las mujeres se fueron elevando más y más arriba, en una curva que, alejándolas de mí, las llevó por entre las torres que dan a la avenida Crámer y más allá, rumbo a Villa Urquiza. Todo muy lentamente, claro, porque sólo eran un grupo de viejas.

Zanahoria

[27/11/2002]

—Zanahoria.
—Zapallo.
—Zanahora, digo.
—Zapallo.

La humedad y el calor atraviesan las paredes. Una gota cae por el exterior del vaso de agua y otra por cada frente.

—No me escuchás.
—Sí te escucho.
—¿Qué dije?
—Sí te escucho.

La luz parpadea pero sobrevive. Afuera no hay luna, o si la hay quedó al otro lado de las nubes. Puede ser que llueva, pero hoy todavía queda techo. Mañana veremos. Todo el mundo está cansado, y más cuando las voces suben y se abren paso por el aire espeso.

—Es a las diez.
—Es a las once.
—No, es a las diez.
—No, es a las once.

Cambia un semáforo en la esquina: de rojo a verde, de verde a amarillo, de amarillo a rojo. No hay nadie en la calle para aplaudirlo. Tampoco se ve a nadie al otro lado de las ventanas encendidas, como si todos fueran fantasmas en el edificio de enfrente.

—Con azúcar.
—Sin azúcar.
—Te digo que con.
—Sin.

Tal vez no haya más que fantasmas, con la energía necesaria para encender una lamparita y mantener una discusión. Las lamparitas son difíciles, vienen de mala calidad. Las discusiones no.

—Después.
—Antes.
—Después.
—Antes.

Joanne hechizada

[24/11/2002]

Hay un cuento mío en la revista Veintitrés de esta semana. Me llamaron el viernes pasado, y me dijeron que necesitaban para el martes un cuento relacionado con Harry Potter. Soy fan de J. K. Rowling y me gustan estas ideas, así que lo escribí y ahora está en los kioscos. Todo muy divertido. Lástima esas películas…

[24/11/2012]

Acá va el cuento. En la revista salió como “El mejor de los hechizos”, pero el título original era “Joanne hechizada”. Tengo que reconocer que envejeció, porque se refería a un momento particular de la historia: cuando J. K. Rowling no terminaba el quinto libro de la serie, y todos estábamos impacientes. Así que hay que situarse en ese momento.

Joanne hechizada

El fuego de la chimenea formaba figuras de aspecto humano que se movían con rapidez. Dos parecían estar discutiendo en una habitación luminosa, hasta que una de ellas se fue dando un portazo. Después surgió un paisaje, hecho de llamas oscuras donde debía haber sombra, y llamas brillantes donde debía dar el sol. Un auto se alejó hacia el horizonte por un camino de campo.

Era lo más parecido a un televisor que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Aburrido, el anciano de barba blanca y cabello aún más blanco que contemplaba el fuego desde un sillón hizo un gesto con los dedos, para apagarlo. No valía la pena. En particular, el sonido era pésimo. No había forma de imitar bien las voces humanas con el crepitar del fuego, aunque los motores de los autos salían bastante mejor. Además, en la oficina del director había demasiados retratos parlanchines, cuyo murmullo constante impedía oír bien.

La oficina del director. El anciano de barba blanca y ojos rodeados de arrugas miró a su alrededor la sala grande, hermosa y circular, como había escrito Joanne. Desde su percha dorada, Hawkes, el ave fénix, parecía otra vez un pavo desplumado… como había escrito Joanne. Joanne, Joanne, siempre Joanne, la que todo lo sabía, la que todo lo recordaba y, peor aún, la que todo lo escribía.

El anciano de barba blanca y túnica larga, director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería, se frotó los ojos. No quería pensar en Joanne, necesitaba un descanso ahora que los estudiantes estaban de regreso para otro año de clases y los días eran largos y laboriosos, llenos de pequeños problemas, intrigas, confabulaciones, materias triviales que invariablemente requerían una decisión.

Pero no iba a tener tanta suerte.

Sobre un escritorio de madera negra había una piedra con forma de huevo, color violeta, tachonada de puntos brillantes. El anciano de barba blanca y sandalias la miró de reojo, como si supiera lo que iba a ocurrir (cosa que probablemente era cierta). Y justo cuando la miraba, la piedra empezó a rodar hacia él, y siguió rodando hasta el borde del escritorio. Varios personajes de los cuadros interrumpieron su relato de viejas proezas para ver lo que hacía. La piedra se detuvo un centímetro antes de caer, y empezó a dar saltos. Bam, bam, bam, golpeaba en la madera del mueble.

El anciano de barba blanca y anteojos redondos suspiró resignado, hizo otro gesto con los dedos, y la piedra, tan feliz como podría estarlo cualquier piedra, saltó a su mano y se abrió en dos, como una caja de sorpresas o un coco que tuviera una bisagra. El anciano acercó una mitad al oído y la otra a la boca.

Era lo más parecido a un teléfono que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

—¿Quién habla? —preguntó el anciano con una voz extrañamente juvenil para su edad.

—¿Cuánta gente tiene este número? —dijo alguien al otro lado.

—Joanne —dijo el anciano, y aspiró hondo para contener el impulso de cerrar la piedra.

Los personajes de los cuadros prestaron más atención. Algunos trataron de darle un codazo al vecino, olvidando que en medio estaban los marcos.

—Joanne, sí —dijo la voz—. Tenemos que hablar.

—Pero…

—Pero nada. La gente sigue esperando. Millones de personas están ansiosas, y tú no quieres dar el brazo a torcer.

El anciano de barba blanca y dedos nudosos alzó la vista hacia el techo, buscando paciencia.

—Es que has ido demasiado lejos, Joanne. El primer libro estuvo bastante bien, a todos nos gustó. El segundo, pasable. Hacia el tercero empezamos a sentirnos incómodos, y el cuarto…

—Tú mismo los aprobaste antes de que fueran a la imprenta.

—Es verdad, pero no esperábamos que tanta gente los leyera. Queríamos que un pequeño grupo de personas se enterara de nuestra existencia, para rescatar a los verdaderos magos que pudieran ocultarse entre ellas. No que millones de fanáticos se arrancaran los pelos para conocer la siguiente aventura.

Algunos personajes de los cuadros asentían con la cabeza. Otros sonreían con esa mezcla de picardía y condescendencia que sólo se logra desde una pintura en la pared.

—El éxito no fue mi culpa, ya lo sabes. En todo caso…

—En todo caso, nada. Si sólo fueran los libros… ¿Tenías que vender los derechos para hacer esas películas? ¿Tenías que explicar cada detalle de nuestro amado Hogwarts para que esos utileros… —buscó una palabra insultante, y decidió que no hacía falta—, para que esos muggles los reprodujeran con sus trucos baratos? ¿Tenías que…?

—No sigas —interrumpió la voz—. Ya me has dicho lo mismo cien veces. Yo no quería, pero la gente me presionaba. Tuve que hacerlo.

—¿Tuviste que hacerlo? —La cara del anciano, bajo su barba blanca, empezó a ponerse roja. —¿Tuviste que llamar la atención de incontables locos sobre el colegio, hasta obligarnos a mudarlo con paredes, sótanos, fantasmas y todo?

—Bueno, debes reconocer que gracias a mi ayuda financiera la mudanza no fue tan difícil.

—No es sólo el dinero, Joanne. Es el espíritu el que…

—¿Y la vista? ¿No me dijiste cuán bonito es el paisaje allí abajo, con el cerro Fitz Roy tan cercano?

—Eso es verdad. Aunque aún tengo problemas para tomar mate… Me quemo la lengua.

—¿Y la seguridad? ¿Cuántos seres malignos superan la pereza de viajar hasta tan lejos?

—No sólo los seres malignos tienen dificultades, Joanne. Te olvidas de los propios alumnos. ¿Sabes el tiempo que lleva viajar en el Expreso Hogwarts desde Londres hasta aquí? ¿Sabes cómo llegan de agotados los estudiantes? No pueden ni levantar sus propias escobas.

Risas ahogadas de las paredes, murmullos, ruido de burla: los habitantes de los cuadros habían visto el estado de los chicos.

—Está bien —dijo la voz del teléfono—. Reconozco que no todo ha sido bueno. Pero esto no puede seguir así. Hace más de dos años que salió el cuarto libro, y con el próximo sin terminar todos sospechan algo raro. Si no me quitas el hechizo sobre el quinto…

—¿Por qué lo voy a quitar? —interrumpió el anciano—. ¿Quién quiere más problemas?

—No eres razonable, no quieres oírme. Si me dejaras terminar de escribirlo, te darías cuenta de que no voy a poner en peligro a Hogwarts, ni a nadie relacionado con Hogwarts.

—Si te dejara terminar de escribirlo, nadie podría impedir que lo publicaras. Y entonces…

—Entonces qué.

—Un momento y te lo diré.

Sin separar el teléfono de su cabeza, el anciano de barba blanca y mirada sabia se levantó del sillón y caminó hacia una mesa baja que había entre dos ventanas. Sobre la mesa había un tablero formado por pequeñas piedras de colores. El anciano se sentó ante el tablero, sopló para activarlo y agitó los dedos a su alrededor. Las piedras fluyeron unas sobre otras para armar figuras, frases, números.

Era lo más parecido a una computadora que se podía encontrar en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.

Desde las paredes, varios pares de ojos se inclinaron hacia adelante con curiosidad. Los retratados no conocían bien la nueva tecnología, ese modo extraño que tenían los muggles de hacer algo parecido a la magia, pero sin magia. Para ellos debía haber trampa en alguna parte, aunque no pudieran detectarla.

El anciano leyó el contenido del tablero y dijo:

—Setecientos veintiocho muggles lograron encontrar el bosque encantado.

—El viejo bosque encantado —dijo la voz del teléfono—. El nuevo todavía sigue oculto.

El anciano no se dejó alterar por el comentario. Volvió a agitar los dedos, las piedras armaron otros dibujos.

—Mil doscientos cuarenta y dos muggles sufrieron heridas de diversa consideración tras echar mano de escobas mágicas.

—Hasta que ustedes tomaron la elemental precaución de ponerles candado.

El anciano resopló. Algunas piedras salieron disparadas fuera del tablero, pero una rápida combinación de giros y torsiones de la mano las devolvió a su sitio.

—Los dragones de Rumania están al borde de la extinción debido a que millares de muggles los persiguen.

—Y a que ustedes insisten en tenerlos escondidos.

El anciano apoyó la cabeza en la mano para buscar fuerza. Arrugó la nariz y obtuvo un último dato del tablero de piedras.

—Cientos de muggles han descubierto que fuiste alumna de Hogwarts, a pesar del formidable esfuerzo que hicimos para crearte una historia alternativa.

—Y todos los otros muggles están convencidos de que esos pocos son una manga de chiflados —dijo la voz del teléfono—. Si estas objeciones son lo mejor que tienes, mi querido amigo, entonces ya es hora de que levantes el hechizo de una vez.

El anciano de barba blanca y aspecto preocupado suspiró, desconectó el tablero de piedritas y se puso de pie, tomándose un tiempo para responder. Las caras de las paredes se pusieron serias.

—Joanne —dijo finalmente el anciano—, sólo quería que conocieras las noticias más recientes. Ya sabes que hay algo más importante que todo esto.

Fue el turno de la voz telefónica de suspirar.

—La época —dijo—. La bendita época.

—Lo hemos hablado tantas veces —dijo el anciano mientras se sentaba en su sillón, frente a los restos del fuego que ahora no transmitían ningún programa—. ¿Qué necesidad tenías de traer esas historias al presente? ¿Por qué no mantuviste las fechas originales?

—Ya te lo he respondido. Porque así tienen más interés para los lectores. Porque así son más próximas, más palpables. ¿Quién no se aburriría leyendo cosas que ocurrieron en tiempos de sus abuelos? ¿A quién le importarían los aprendices de hechiceros de casi un siglo atrás? ¿Quién se asustaría sabiendo que Voldemort fue derrotado hace ya setenta años?

—Joanne, nada de eso es…

—Y por encima de todo —siguió la voz del teléfono, sin hacer caso a la interrupción—, traje esas historias al presente porque así es más divertido.

Los personajes retratados, que se habían inclinado hacia adelante para oír mejor, se miraron entre sí. Algunos asintieron.

—¿Divertido? —el anciano dio el suspiro más largo de todos, y luego emitió un sonido que se parecía sospechosamente a la risa—. Ay, Joanne, siempre tienes la respuesta justa en el momento justo.

La voz del teléfono no esperó ni un instante:

—¿Vas a levantar el hechizo sobre el quinto libro, entonces?

El anciano de barba blanca dejó de reír.

—¿Sólo por una respuesta ingeniosa? No, Joanne. Estoy pensando en modificar todos los libros impresos, desde el primer ejemplar hasta el último, para que la época en que transcurren sea la real, setenta años atrás. ¡Para que nadie crea que esas cosas ocurren hoy! Recién entonces podría…

—¡Por favor! ¡Es una locura!

—Todo es una locura, Joanne, no lo olvides.

—Pero jamás permitiré que modifiques mi obra. No dejaré que…

—¿Tu obra? —el anciano se puso rojo otra vez—. Tu la habrás escrito, pero sin nosotros, sin mí, jamás habrías tenido qué contar.

La voz del teléfono hizo un silencio largo, mientras el anciano director del Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería se calmaba lentamente. Las figuras pintadas al óleo arrugaban el entrecejo, pendientes de lo que vendría a continuación.

—Tienes razón —dijo finalmente la voz del teléfono. Todos, desde el anciano hasta la última figura de la pared, se relajaron un poco—. Perdóname.

—Está bien —dijo el anciano—. Pero ahora me siento cansado, Joanne. Mejor hablemos mañana.

—De acuerdo, aunque no voy a permitir que…

Sin esperar el final de la frase, el anciano cerró las dos mitades de la piedra y la arrojó hacia el escritorio, donde tras un par de ruidosos rebotes quedó quieta y opaca. Las figuras animadas que lo rodeaban volvieron a su murmullo habitual. Allá afuera, una seguidilla de risas juveniles recordaron a todos que seguían teniendo por delante la tarea de educar a una nueva generación de magos y brujas.

El anciano de barba blanca y uñas frágiles se reclinó en el sillón, abrumado por las dudas y las responsabilidades, pero sobre todo por los recuerdos. Y sin darse cuenta, como siempre, se llevó una mano a la frente, allí donde la vieja cicatriz con forma de rayo casi había desaparecido.

Escaleras

[10/10/2002]

Se había cortado la luz y yo tenía que subir hasta el décimo piso. Las escaleras parecían poco amistosas: cada tramo un semicírculo estrecho de dieciséis escalones negros encerrados entre dos paredes, muy angostos a la derecha, un poco más anchos a la izquierda, con una lucecita de emergencia de esas que parecen lunas cilíndricas, pálidas, tuberculosas.

El primer tramo sirvió para ir tanteando el terreno, y más que nada los músculos de mis piernas, aquellos que normalmente reconozco y también los que sólo anuncian su presencia en casos como este. Adopté un ritmo lento, tranquilo, sabiendo que las cosas se iban a complicar progresivamente.

En el segundo tramo me crucé con dos embarazadas, panzas enormes en primer plano, que bajaban con muchas precauciones mientras mantenían una charla que sólo dos embarazadas podrían tener:

—Las zapatillas pesan como medio kilo.

—Sí, la ropa es liviana, no te das cuenta. Pero las zapatillas…

—Sí, como medio kilo pesan.

Las voces se perdieron en la distancia cuando encaré el tercer tramo. Hacía calor. Y estaba húmedo, con ese tipo de humedad que ablanda los pocos billetes que uno lleva en el bolsillo y los deja aún menos valiosos de lo que suelen ser.

En el piso tres había, con esas deliciosas simetrías de la realidad, exactamente tres personas. Un niño, su madre y otra mujer de mayor edad. La madre decía:

—¿Pero cómo no vas a poder subir? Si hasta la abuela Amalia subió.

—No sé, hija, no sé —respondía la mayor.

Era un ejercicio de previsión del futuro, el deporte favorito de los humanos, sobre todo de los que bajan escaleras sabiendo que el camino de regreso será mucho peor. Porque estaban bajando, aunque de momento no lo noté. El chico llevaba una linterna, y se mantenía callado mientras apuntaba hacia mí: durante un segundo mis ojos fueron el blanco, antes de que decidiera que los escalones eran más interesantes.

Entre el tercer piso y el cuarto me empecé a sentir solo. No había otras voces. No había movimiento salvo el de mis piernas que con paciencia exasperante avanzaban hacia arriba, mientras el sudor descendía.

No hice una pausa en el cuarto piso. Seguramente fue un error. Ya un poco apunado, me detuve en el quinto, al pie del tramo de escaleras que llevaba aún más alto. Ese era el momento oportuno para que apareciera alguien más en dirección contraria, alguien que me diera la excusa para esperar otro segundo, alguien que me distrajera del aliento dificultoso, las piernas en actitud de protesta, la angustia que asomaba su lengua asquerosa. Y sin embargo no aparecía nadie. Era lógico: a mayor altura, menor probabilidad de encontrar vida.

El sexto piso era un páramo. En el extremo del largo pasillo, donde no tendría que ir porque la escalera seguía enroscándose sobre sí misma, allá donde la falta de luz era más evidente, había una vela encendida, apoyada en el suelo. Parecía la última estrella en ponerse, preparando una noche negra e interminable; en el aire quieto y escaso, no titilaba.

Las luces de emergencia de las escaleras estaban más pálidas, más distantes a pesar de que las paredes parecían haberse estrechado. Sí, sin duda el próximo tramo era más angosto que los otros, mientras mis pulmones requerían espacios mayores, y se creaba la ilusión de una mayor altura. El mundo, o lo que quedaba del mundo por encima de mí, se estiraba hacia arriba para hacer las cosas más difíciles.

Entre el séptimo y el octavo el aire era decididamente tenue. Pensé en sentarme en uno de los escalones, pero me disuadió el temor a no poder levantarme otra vez. Había rumores en alguna parte, no de voces sino de cosas, entidades que se arrastraban con un lamento grave, extendido. Algo como el canto de las ballenas pero seis octavas más bajo y desesperado.

El calor iba en aumento. La única forma de conseguir un poco de brisa era moverme con más rapidez, y eso estaba fuera de cuestión. Subí un escalón y me detuve. Miré hacia arriba, más allá de la mirada sin párpados de la luz de emergencia, al agujero negro que me esperaba: había un reflejo rojizo, tal vez otra vela en el suelo más allá de la próxima curva. O tal vez un signo de que en aquella dirección, en las alturas, estaba el infierno.

No recuerdo nada del tramo entre el octavo piso y el noveno. Nada. Se borró de mi memoria. Tal vez levité sin darme cuenta, porque tampoco sentí el trabajo extra de piernas, pulmones y otros centros de dolor distribuidos por todo el cuerpo.

En el noveno casi no se podía respirar. El calor venía de más arriba, estaba seguro, pero también de mi interior. Dos infiernos, contando el mío propio. Y nadie con quien compartirlos. Apoyé una mano en la pared y conté mentalmente los dieciséis escalones que faltaban para llegar al décimo. Iba a ser tan poco el premio si los trepaba, si sufría lo necesario para avanzar uno por uno, piedra negra tras piedra negra; iba a resultar tan poco satisfactorio cumplir con la obligación de llegar al décimo piso, que tal vez fuera mejor abandonar, bajar otra vez a regiones más amistosas. Subir hasta el noveno había sido como estirar un elástico cada vez más tenso, y ahora la tensión parecía haber llegado al límite. El elástico tiraba hacia abajo, y yo me había quedado sin fuerzas. Pero rendirme en ese momento sería una derrota. No tenía derecho a hacerlo. Nadie me lo perdonaría, empezando por mí mismo, el menos perdonador de mis críticos.

De manera que ahí me quedé, aspirando hondo, con los billetes humedecidos en un bolsillo pegado al cuerpo, mirando la próxima luz de emergencia, con un pie en el primer escalón y la frente apoyada en el antebrazo, tratando de ya no pensar, sudando, tembloroso, esperando una decisión que tal vez nunca pudiera ser tomada.

Gazpacho

[17/9/2002]

La gente sudaba. El sol caía sobre la plaza apenas contenido por las palmeras y una nube solitaria que escapaba antes que se le hiciera tarde. En las camisas azules se formaban manchas húmedas, gotas de agua salada caían por frentes y barbillas. Con los brazos en alto, la multitud cubría césped, caminos, aceras, calles, sin dejar un hueco, hasta donde los edificios impedían ver. Las voces gritaban al ritmo de los tambores:

¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!
Hubo un movimiento allá arriba, en el palco. Se abrió la cortina roja. La Casa de Gobierno relucía con pintura nueva, tan brillante que era difícil mantener la vista fija en esa dirección. Pero nadie quiso perderse el momento en que el Líder atravesó la cortina entreabierta, avanzó hasta el borde mismo del palco y levantó los brazos como convocando al cielo para que se acercara al pueblo.
Los gritos crecieron, se aceleraron:

¡Gaz-pa-cho!
¡Gaz-pa-cho!
El Líder dio un par de golpecitos en el micrófono. Su dedo índice, amplificado en los parlantes, logró reducir las voces a murmullos. Los chistidos recorrieron la plaza. Cuando el silencio fue suficiente, el Líder exclamó:

—¡Cortar el tomate!
La gente estalló en aplausos y vítores. Los tambores redoblaron. La nube solitaria terminó de ocultarse tras la torre de la catedral. El Líder sonrió con tanta amplitud que sus dientes blancos opacaron las paredes del edificio. Hizo gestos de apaciguamiento.
—¡Trozar los pimientos! —prosiguió—. ¡Picar la cebolla! —Hizo una pausa de efecto, con el timing de un actor experto. —¡Desmenuzar el pepinillo!
Otra ovación, más extensa, más calurosa. El Líder aspiró hondo, tanto que parecía agigantarse a la vista de sus seguidores. Alzó el brazo derecho e hizo un gesto giratorio con la mano.
—¡Echar los ingredientes en un cuenco grande! —gritó—. ¡Mezclar con la batidora! ¡Hacer un puré suave! —Y todo casi sin respirar, con la potencia que sólo alcanzan los privilegiados.
El suelo tembló con el estruendo de los tambores y las cajas de resonancia de cien mil pechos gritando al unísono. Pero el Líder volvió a lograr silencio con apenas un movimiento de los dedos.
—¡Poner la sopa en el refrigerador! —dijo, usando un tono de voz más medido, preparando el final.
La plaza entera se aquietó. Este era el momento culminante. El propio sol esperó en lo alto. Los pocos pájaros que no habían huido también miraban hacia el palco. El Líder, ahora sí, arrancó su voz de lo más profundo de la tierra:
—¡Y servir bien frío!
Todo estalló. Minutos enteros de ovación, parches castigados, césped arrancado por los pies que bailaban. El Líder reconoció el afecto de su pueblo con suaves inclinaciones de la cabeza, a derecha y a izquierda. Finalmente, a la menor indicación de que el furor disminuía, volvió a levantar los brazos y logró, por última vez en el día, un silencio profundo.
—Mañana —dijo, y volvió a mostrar los dientes más blancos que la nieve—, ¡mañana paté de pescado!
La multitud rugió de satisfacción, mientras el Líder desaparecía al otro lado de la cortina roja. Vítores y cánticos se sucedieron durante un largo rato. Pero sin el Líder para dirigirlo todo, el sol siguió su curso, la nube reapareció al otro lado de la torre, y los pájaros decidieron volar sin rumbo fijo.
No mucho después se inició la desconcentración. Algunos, los más inquietos, ya le iban poniendo música a la consigna del día siguiente.

Novela de aventuras

[28/8/2002]

Estoy en un mundo que no es el nuestro. Puede ser la Tierra, pero en todo caso se trata de una Tierra paralela, o de otra época. Llegué aquí sin proponérmelo, arrastrado por un fenómeno natural (una grieta en el espacio-tiempo, el paso veloz de un agujero negro, algo así) o artificial (una máquina que funcionó mal), o tal vez psicológico (una alteración de la conciencia que afectó la realidad).

Este mundo es en casi todos los aspectos idéntico al que conocemos. Hay arriba y abajo, el cielo es azul, la atmósfera respirable. Hay reino mineral, reino vegetal, reino animal. Hay seres humanos. Sorprendentemente, se habla mi idioma. Es primavera, por lo menos en el sitio donde he venido a parar.

Sin embargo, algo difiere por completo de lo normal. Puede ser que los animales hablen. O que haya otra especie inteligente, coexistiendo con los humanos. O que la magia sea verdadera. O que telepatía, telequinesis, precognición sean cosa de todos los días. Esto, que debería alterar profundamente la estructura física del universo, no lo hace. Habrá sin duda alguna ley fundamental que corrija las cosas para dar cabida a semejante realidad.

Por lo demás, se trata de un mundo semi rural, anterior a la revolución industrial. Las pocas ciudades son centros de comercio donde todo el mundo está enfermo y tiene los dientes podridos. Casi toda la gente vive en pequeñas aldeas o casas escondidas en medio del bosque. Hay posadas donde por una moneda se puede comer, beber y dormir en una cama a la que de noche atacan los merodeadores nocturnos.

Al principio soy completamente ignorante. No sé nada del sitio en que estoy. Pero unos pocos encuentros afortunados me enseñan todo lo que necesito. Pronto estoy al tanto de la geografía, las costumbres, los peligros que me rodean. También obtengo ropas adecuadas, una personalidad falsa que me ayude a pasar inadvertido. Y, sobre todo, varios compañeros de aventuras.

Lo único que me interesa es volver a mi mundo. Pronto descubro que para lograrlo debo hacer un largo recorrido. Una búsqueda, tal vez, o el viaje al otro extremo del continente. La mayor parte del recorrido deberá ser hecha a pie, afrontando riesgos impensados. El objetivo es encontrar a alguien que me ayudará a regresar; o tal vez reunir ciertos ingredientes, plantas o minerales, para crear una poción mágica; o atacar y vencer a ciertos seres despreciables.

Me pongo en marcha, junto con mis compañeros. Son unas pocas personas (el término puede incluir no humanos), valientes, nobles, que desean ayudarme en mi emprendimiento pero también tienen sus propios objetivos. Lo más probable es que alguna profunda injusticia de su mundo los movilice, y que al acompañarme puedan alcanzar un modo de remediarla. O que simplemente empiecen escapando de algo terrible; pero aún en este caso, la huida se irá transformando lentamente en la búsqueda de una victoria sobre sus malvados enemigos.

De a poco, los objetivos de mis acompañantes se convierten también en los míos. Que se entienda bien: sigo deseando el regreso a mi Tierra por encima de todo, pero la ética me obliga a posponerlo hasta haber resuelto los problemas de esta otra Tierra.

Un episodio central es el encuentro con una mujer de la que me enamoro, y que también se enamora de mí. Hay idas y vueltas, malentendidos, sentimientos encontrados. Pero de una u otra forma el romance estalla como un sinfín de fuegos artificiales y se convierte en un ingrediente central del resto de la aventura.

La cantidad de obstáculos, problemas, reveses, crece en función del número de páginas que ocupa la novela. Pero el momento cumbre llega, irremediablemente. Diezmados, agotados, casi sin recursos, logramos por último nuestro objetivo, probablemente por medio de una combinación de fuerza e inteligencia, picardía y nobleza.

Hay una escena conmovedora y esencialmente insoluble. Mi enamorada y yo pertenecemos a mundos diferentes. Si queremos seguir juntos, uno de los dos deberá abandonarlo todo. La cuestión puede zanjarse de diversas maneras, pero una bastante probable es que los acontecimientos terminen forzándome a volver, abandonándola allá. Esto, desde ya, no es definitivo. En una última escena me encuentro investigando cómo abrir un camino que comunique con el mundo de mi aventura, de ida y vuelta, una y otra vez, a voluntad. Así queda abierto el campo para el segundo volumen de la saga.

Overflow

[26/8/2002]

Estaba haciendo mis tareas habituales en la computadora cuando apareció el temido anuncio: “Warning: Data Overflow!” Miré hacia la máquina y era cierto. Ahí empezaba a asomar el charquito de datos, por una esquina del gabinete.

De inmediato apagué todo, para que no se crearan más datos, y retiré la carcaza del gabinete. Por supuesto, el bidón de datos estaba repleto. Chorreaba. Fui corriendo a la cocina a buscar un jarro y una esponjita. Con la esponjita me puse a juntar los datos derramados y a echarlos cuidadosamente en el jarro. Hice el mejor trabajo que pude, dadas las circunstancias, y considerando el molesto temblor que el pánico suele producirme en las manos. Cuando terminé con la parte derramada, saqué el bidón del gabinete y eché un chorro más en el jarro, para evitar cualquier accidente posterior.

Conté la plata que me quedaba. Alcanzaba bastante justo, pero no podía hacer otra cosa, así que fui a un negocio que queda a la vuelta y compré un bidón más grande. Volví. Saqué el bidón viejo y probé el nuevo: la medida ideal. Con infinita paciencia y cuidado trasvasé dato por dato, gota por gota, todo el contenido del bidón viejo en el bidón nuevo. Después agregué lo que había metido en el jarro. La buena noticia era que todavía quedaba cosa de un cuarto de bidón libre. La mala noticia, como siempre en estos casos, eran los restos de humedad que aquí y allá indicaban pérdida irremediable de información.

Encendí la máquina. Funcionaba. Puse la carcaza en su sitio. Y así estoy ahora, trabajando con temor, esperando descubrir dónde falta algo, qué fragmentos del universo que guardo en mi computadora han desaparecido para siempre.

El viejo ciego

[20/8/2012]

Todos los días, a eso de las nueve de la mañana, el viejo ciego caminaba lentamente hasta el final de la pared, en la esquina, donde el bastón llegaba a asomarse al vacío. Nunca iba más allá. Se quedaba unos minutos parado, negando con la cabeza, y entonces daba media vuelta y desandaba sus pasos.

Yo miraba todo desde el kiosco de enfrente, esperando que otras personas, con mejores ojos que el viejo ciego, se dejaran tentar por los colores de las golosinas.

Una vez, mientras el viejo le decía que no al agujero sin forma que tenía delante, salté de mi silla sin pensarlo y me acerqué a él.

—Buenos días —le dije—. ¿Quiere cruzar la calle?

La cara se le iluminó. Giró la cabeza hasta mirar en una dirección que quedaba a treinta grados de mí, como suelen hacer los ciegos, y dijo:

—Si, hijo, sí.

Tanteando un poco logró tomarme el brazo, y ahí fuimos, primero a bajar el cordón, luego a recorrer el asfalto, por último a subir el otro cordón.

—Muchas gracias —dijo el viejo.

No respondí. Me soltó el brazo y se fue en busca de la otra pared, en ese nuevo mundo que empezó a explorar de inmediato.

Volví al kiosco, justo a tiempo para recibir el llamado telefónico. Las noticias me obligaron a cerrar el kiosco lo más rápido posible y, en pocos minutos, salir corriendo en dirección contraria a la que había seguido el viejo ciego. Unas horas más tarde estaba en un avión, viajando a otro continente.

Yo, después de varios años, sigo sin haber regresado. El viejo, no lo sé.