Mes: junio 2002

Ritmo de escritura

[24/6/2002]

Cuando escribía a máquina podía empezar una página de una novela cuatro, ocho, dieciséis veces. Ponía el papel en la Olivetti (una Lexicon 80 pesada, llena de metal, admirable), empezaba a tipear, y unas líneas más tarde me daba cuenta de que algo andaba mal. Sacaba el papel, ponía otro y arrancaba de nuevo. Así llegaba al agotamiento o a un éxito relativo. A veces copiaba media página de la versión anterior, para alcanzar el sitio conflictivo con un poco de velocidad y ahí avanzar otras pocas líneas. Era como moverme en un pantano, buscando un camino que tal vez no existiera metido en el barro hasta el ombligo.

Ese sistema horrible me había dado sin embargo un tempo, un ritmo de escritura que extrañé mucho cuando empecé a usar computadora. Porque mientras tipeaba por vigésima vez un párrafo, por adentro pensaba en lo que venía después, las ideas se iban acomodando, tenía tiempo para juntar aire. Con la computadora, de pronto, me encontré con que ese tiempo no existía. Para corregir algo bastaban segundos, no largos minutos. Todo el tiempo usado en escribir era útil, por decirlo de algún modo, y mi cerebro no tenía esos largos intermedios para recargarse.

Por una época lo resolví imprimiendo. Ponía la impresora de matriz de puntos a hacer su siembra ruidosa y mientras tanto pensaba. Después cortaba las hojas del formulario continuo, les sacaba los bordes agujereados, las emparejaba… Para más tarde hacer algunas correcciones que las dejaban completamente inútiles.

No sé cómo se resolvió el conflicto. Pasaron muchos años, en los que no siempre escribí (más bien lo contrario), y ahora todos los ritmos cambiaron. Escribo mucho más rápido que antes. Estoy acostumbrado a subir y bajar por el texto como una araña, tejiendo aquí y allá, modificando palabras, giros, ritmos, acomodando lo anterior a lo nuevo. Ni pienso en imprimir. Y si tengo que retipear algo, por ejemplo debido a un error del sistema, me desespero.

El mayor cambio que noto está en el nivel de sufrimiento. Ahora es nulo, o casi nulo. Escribir resulta profundamente placentero. Antes, lo placentero era haber escrito, más que el acto en sí. Pero no quiero adjudicarle todo a la computadora: creo que otra razón importante para este cambio es que no pretendo, por ahora, escribir una novela. Aunque la tentación empieza a agitarse allá en lo profundo.

Retrato

[23/6/2002]

Gabriel dibujó un retrato de su madre, inspirado por Berni.

[23/6/2002]

Es que la escuela de Gabriel llevó a los chicos de excursión a una muestra de Berni. Supongo que era lo que cuentan acá.

Montañas nuevas

[23/6/2002]

Cada día hay montañas nuevas. Uno se levanta, abre la ventana y ahí están, relucientes, con un copete de nieve recién caída en la cima, siempre distintas de las montañas del día anterior.

Muy bonito.

El problema es de noche, cuando caen las montañas viejas, cuando se mueven las rocas y la construcción avanza a gran velocidad, justo a la hora en que uno trata de dormir, con todo ese ruido.

Ladridos

[23/6/2002]

En este momento: ladridos de un perro que no recuerdo haber oído antes. ¿Cómo es posible, si estoy todos los días aquí sentado, oyendo lo poco que hay para oír?

Escalera impar

[23/6/2002]

Subiendo los escalones de a dos en esa escalera impar, pasó de largo y quedó para siempre quince centímetros por encima del piso.

[23/6/2012]

El quinto de los microcuentos que se incorporaron a El hilo, el libro que hicimos Claudia Degliuomini y yo.

Los anteriores están acá.

Estas son las páginas correspondientes al de hoy (click para ver la imagen más grande).

Teléfono

[23/6/2002]

Cada noche, cuando cierro los ojos y empiezo el trabajo de dormirme, suena el teléfono de los vecinos. No importa la hora, pueden ser las diez o la una de la madrugada. Suena siempre. Lo oigo tan fuerte como si fuera mi teléfono.

Eso es casi todo lo que sé sobre esa gente.

Oficios

[22/6/2002]

Si el periodista se dedica al periodismo, el taxista se dedica al taxismo.

Si el vigilante se dedica a la vigilancia, el cantante se dedica a la cantancia. Pero si el pintor se dedica a la pintura, el cantor se dedica a la cantura.

Nada más romántico y tierno que el mecánico dedicado a la mecánica, el veterinario a la veterinaria, el músico a la música.

Rayas oscuras

[21/6/2002]

Hay rayas oscuras en el techo pero se mueven cuando parpadeo, de modo que deben ser un efecto de la luz.

Camino por un pasillo ancho, como el de un hotel. No, no es así. Estaba soñando, y ahora me despierto. Estoy acostado boca arriba, y por eso puedo ver el techo y esas rayas que se mueven.

La luz proviene de un televisor encendido, allá lejos, a unos diez metros de mí. Debe tener el volumen bajo, porque no oigo nada. O tal vez me confunda, no parece un televisor sino una ventana. Puedo ver cortinas que se agitan, contra el fondo luminoso de un exterior que no distingo realmente.

Estoy en una habitación enorme, si la ventana queda tan lejos. No, lo que ocurre es que la ventana está en otra habitación. Ahora descubro esa puerta, un poco a la derecha de mis pies, y cuando vuelvo a ver el techo compruebo que estoy en un cuarto pequeño, con el espacio apenas necesario para la cama, mientras que al otro lado de la puerta hay un pasillo, y metros más allá otra puerta, y al otro lado aquella ventana.

Se oye ruido de aplausos, gente que vitorea. ¿De dónde viene? ¿De las paredes? Sí, tal vez, porque no son aplausos sino agua que corre, quizás llenando una bañera. Ahora el agua se corta de golpe, y por detrás se oye la lluvia, que también se interrumpe. Lluvia, o aplausos, no sé.

Alguien se mueve a mi izquierda, y giro la cabeza. Era una sombra, porque allí sólo hay una pared, a medio metro de la cama. Estiro el brazo para tocarla y no, no está tan cerca, porque las puntas de mis dedos rasguñan el aire. La pared brilla con otra luz, y ahora que miro a mi derecha descubro un velador encendido sobre una mesita, pero más que un velador parece una linterna, o tal vez dos linternas, una junto a la otra. No, una sola, cuando consigo ajustar los ojos.

Me duele la cabeza. Aunque más que la cabeza es el cuello. Tampoco el cuello, el dolor proviene de mi espalda, y seguramente me sentiría mejor si me pusiera de costado. Pero todavía me cuesta moverme, recién me acabo de despertar y es difícil moverse en este auto que conduzco a toda velocidad por un camino con muchas curvas.

No, otra vez me equivoco. Debo haberme dormido, y soñé fugazmente con ese auto y las curvas veloces. Hace dos años que no manejo, y de pronto no encuentro los pedales, o mejor dicho no sé cuál es cuál, y aprieto el acelerador cuando quiero tocar el freno. Mejor dicho, los pedales no existen, miro hacia abajo y el piso del auto está vacío. En tanto, la velocidad aumenta, y abro los ojos justo a tiempo para recordar las líneas de fantasía del techo, la linterna, la ventana al otro lado de dos puertas.

Tengo que mantenerme despierto. No sé qué hora es, y saberlo me ayudaría. Levanto la mano, giro músculos aquí y allá hasta que la linterna (¿el velador?) ilumina el reloj pulsera. Las siete. Menos mal, pienso, y enseguida: ¿por qué menos mal? ¿Qué temía?

Después de todo, que sean las siete no es una gran ayuda. Ignoro si son las siete de la mañana o las siete de la tarde. La luz de la ventana tampoco sirve demasiado, es grisácea, podría corresponder tanto al amanecer como a la caída del sol. Tengo que esperar un rato y ahí podré enterarme. ¿O no? Acaba de aparecer una cara en la ventana, ahora otra, y las cortinas ya no están ahí. Tal vez sea un televisor después de todo.

Me froto los ojos con ambas manos, fuertemente. Imágenes de un bosque se apuran a envolverme, pero lucho, no quiero soñar otra vez. La computadora no funciona, muevo el mouse y no pasa nada. Otra vez con problemas. Quisiera golpearme la cabeza en alguna parte, y me falta dónde: ahora recuerdo que no estoy frente a una computadora sino en esta cama, mirando el techo que apenas se distingue tras las líneas oscuras, mejor dicho las líneas claras sobre el fondo oscuro que se mueven cuando parpadeo.

Estoy en casa, por supuesto. A la izquierda del pasillo, donde no puedo ver, está la puerta del baño, y más allá la puerta de la cocina. Cómo pude olvidarlo. El televisor, porque sin duda es un televisor, está en el dormitorio para invitados.

Pero no, esto no es posible. Me mudé hace poco, y así era mi casa anterior. Ahora el baño queda a la derecha, y sobre todo ese pasillo no está ahí, sino al otro lado de la cama.

¿De veras? No podría asegurarlo. Cierro los ojos otra vez. Alguien se mueve a mi izquierda, ahora estoy seguro, aunque allí sigue habiendo una pared vacía. Aprieto los ojos con más fuerza, tiro de la manta hasta que los pies me quedan al descubierto y siento la mordida del frío.

Quieto. Callado. Tenso. No me van a convencer de que mire, porque ahora sé que esto es el infierno.

Miradas

[20/6/2002]

Estamos salvados. Hay nueva carpeta asfáltica en la avenida Cabildo.

*

Es normal que en mi cuadra se junten dos, tres e incluso cuatro colectivos de la línea 67, esperando que el semáforo los deje pasar. Pues bien, hace unos minutos había seis. Sí, seis: llenaban la cuadra. “El que tenga que tomar ahora el 67, mejor que se vaya caminando”, dijo Osvaldo, uno de los porteros, que es testigo del record. Y mientras hablaba con él pasaron dos más.

*

En el Coto de Amenábar y Juramento tienen cartelitos que ofrecen aceptar dólares a $3,40. La oferta es “exclusivamente para compras de alimentos y de no alimentos y cualquier otra compra”.

*

Y yo sigo sin una cámara digital para registrar estas cosas.

Sospechosos

[20/6/2002]

La mujer se detuvo a ver la escena. En una de esas descubría algo que más tarde pudiera revivir en Crónica TV. Miró el auto, miró a los sospechosos, miró a los policías. Nadie le prestó atención. Se fue protestando en voz baja.

Los policías eran tres, uno de civil y dos de uniforme con chaleco antibalas. Los sospechosos eran dos hombres y un auto. El auto, verde, bastante nuevo, bonito y probablemente inapropiado para ellos. Es que tenían aspecto de bolivianos, o al menos bien del norte, uno de ellos para colmo de alguna zona rural, y se sabe que esa gente debe ser pobre, inculta, debe vivir en lo más bajo de la pirámide social. Esa gente está obligada a ser invisible, a desaparecer detrás de sus trabajos miserables, esos que nosotros jamás haríamos porque son tan desagradables. Esa gente, se sabe, debe tener malas intenciones cuando se mezcla con los demás, porque lo natural es que estén con los suyos, allá lejos, con apenas un pase transitorio para recorrer nuestras calles, nuestros barrios, en caso de extrema necesidad como por ejemplo un caño roto en el inodoro. Esa gente debe habitar agujeros miserables, que nosotros no quisiéramos ni de letrina, porque de todos modos se dice que no sufre, no se da cuenta, no sabe apreciar lo bueno. Esa gente, de la que se dice que es tan predispuesta al robo, al alcohol, a la promiscuidad, a la violencia, debe mantener sus vicios lejos de nosotros. Esa gente no debe aparecer así, bien vestida aún para nuestros estándares, en posesión de un auto nuevo, frente a un restaurante en Belgrano R, y los policías, por supuesto, estaban verificando los detalles.

Abrieron el baúl, lo revisaron a fondo. Pidieron documentos, se los llevaron fuera de la vista. De pie junto al auto, en el lado de la calle, el más joven de los sospechosos movía la cabeza con una sonrisa forzada, como diciendo “no, no, no, no”. El mayor, en la vereda, sólo miraba, esperando. Evidentemente buscaban paciencia en rincones cada vez más chicos, donde era cada vez más difícil encontrarla. Llegaron dos más, sospechosos quiero decir: dos muchachos muy jóvenes, un chico y una chica. Deben haber preguntado qué pasaba, pero no vi que les respondieran. Los policías no prestaron atención.

En ese momento yo almorzaba con mi hijo a una ventana de distancia, en el restaurante Vivaldi, y a mi hijo la historia no le interesó en absoluto. Así que me perdí muchos momentos. Lo que vi fue el gesto de cortesía impostada con que el policía a cargo devolvió algunos papeles al sospechoso joven, lo último que ocurrió antes de que la autoridad, los encargados del mantenimiento del orden, con el paso seguro que da la fuerza, se fueran por donde habían venido.

Los sospechosos, ahora simplemente cuatro personas que volvían a la vida normal y a sus derechos, se subieron al auto con calma y dignidad. Crónica TV no vino. El auto arrancó. Cuando mi hijo terminó de contarme cosas de la escuela, pedí la cuenta.