Mes: julio 2002

Martillos

[22/7/2002]

Pasaba un jarrón por la puerta de casa cuando el martillo, que es un atolondrado, salió sin mirar por dónde iba y lo rompió en mil pedazos.

*

Tengo un martillo que no sirve para nada. Es un clavo.

Otro martillo, en cambio, de cabeza blanda y liviana, como gomaespuma, es ideal para martillarse los dedos, porque no duele.

*

Un ejército de ingenieros y arquitectos logró dar a las paredes de mi edificio el mayor índice de permeabilidad al martillazo de todo el mundo. Cuando alguien, en cualquier departamento, pega un martillazo, el ruido alcanza simultáneamente y con igual intensidad todos los otros departamentos. El fenómeno, además, mantiene el anonimato del autor: imposible saber de dónde viene tal estruendo.

El bicho peludo

[22/7/2002]

Interrumpimos nuestra programación habitual para dar espacio a un relato de Mario Levrero, que el autor me envió por email con la autorización explícita para publicarlo aquí, y la aclaración de que todavía es un borrador.

El bicho peludo
por Mario Levrero

Abrí la puerta del apartamento para salir, y se metió rápidamente un bicho negro, peludo; demasiado grande para araña, pensé. Tenía que ser un perro chico, un cachorrito. Cerré la puerta y empecé a buscarlo; se había escondido. Durante un rato no hubo forma de encontrarlo. Al fin, al mover un sillón, salió de atrás a toda velocidad y volvió a esconderse. Me armé de paciencia y seguí buscando, pero me cansé sin haberlo encontrado. Como tenía que salir, salí. Al volver, dos horas más tarde, el bicho seguía escondido. En la cocina puse un plato en el piso y le eché un poco de leche. Me senté en un sillón del living y me quedé quieto, esperando. Desde ahí podía ver la puerta de la cocina, abierta, y el plato en el suelo. En algún momento tendría que aparecer, pensaba yo.

Y apareció, mucho más tarde, moviéndose con cautela; venía desde el corredor que da al dormitorio. Se metió en la cocina pero no le prestó atención al plato con leche. Se movía con rapidez y con gran liviandad, casi como si flotara, explorando la cocina, que sin duda no había podido explorar en mi ausencia porque la puerta había quedado cerrada. Después salió de la cocina y se quedó mirándome cerca de la puerta. Digo que me miraba, pero no sé con qué, tenía tanto pelo que no se le veían los ojos. Hasta me pareció que no tenía ojos. Tampoco llegué a verle patas; parecía que fuese sólo una masa de pelos negros.

Cuando me fui a acostar, cerré la puerta del dormitorio para que no se metiera. Nunca cierro esa puerta porque me gusta que circule bastante aire, y con la puerta cerrada me parece que me asfixio, por más que siempre se cuela alguna corriente de aire entre las junturas de las ventanas. Cuando desperté al otro día, el bicho estaba en la cama, a los pies de la cama, como enrollado sobre sí mismo sobre la frazada. Pensé que lo iba a agarrar dormido, y me pregunté que haría con él cuando lo agarrara. Pero apenas me moví, se movió, y se filtró rápidamente por abajo de la puerta. Es una puerta de madera, y no de metal como la de la cocina, y hay como un dedo de luz entre la parte inferior de la hoja y el piso. Entendí entonces que no era un perro. Era sólo pelo. Después lo pude comprobar, mirándolo al trasluz cuando se paseaba por el alféizar de alguna ventana; no había propiamente un cuerpo, ni patas, ni ojos, ni nada. Tampoco comía ni bebía nada. Y no sé si dormía, o si de noche simplemente se acomodaba a los pies de la cama buscando compañía. Ni siquiera buscaba calor, porque se ponía lejos de mi cuerpo.

Nunca me picó, ni me mordió, ni me hizo daño alguno; pero tampoco hicimos amistad. Siempre que trataba de acercarme, se movía muy rápido para ponerse fuera de mi alcance. Después de algunos intentos, no volví a insistir. Ya vendrá solo, pensé, pero nunca vino.

Mientras estuvo en mi casa, durante un par de años, nadie alcanzó a verlo; ni siquiera la empleada, que venía dos veces por semana, en alguna de sus limpiezas a fondo. No sé dónde se escondería. Mis visitas nunca sospecharon su existencia, ni siquiera las mujeres que ocasionalmente se quedaban a dormir; esas noches el bicho no aparecía en el dormitorio. Y al día siguiente no se mostraba resentido ni variaba en lo más mínimo su conducta de siempre.

Una tarde de verano estaba apoyado en el alféizar de la ventana más grande del living, su lugar favorito. Las otras ventanas estaban también abiertas, por el calor. Hubo un soplo de viento que formó una fuerte corriente de aire en el apartamento y se lo llevó; lo vi alejarse con la ráfaga y después ir descendiendo lentamente hasta que otra ráfaga lo levantaba y lo hacía cambiar de dirección. Yo lo seguí con la vista hasta que dejé de verlo.

[22/7/2012]

Estaba recién escrito. Apareció por primera vez en la Mágica Web. Después Jorge lo incluyó en el libro Los carros de fuego (Trilce, Montevideo, 2003).

Nombres en cadena

[20/7/2002]

Una cadena curiosa:

Boy George Michael Jackson Browne

¿Encontrará alguien una más larga (no necesariamente de músicos)?

Sin final

[19/7/2002]

Me puse las zapatillas de gala y ahí fui nomás, a encontrarme con mi esposa para ver el estreno de “La casa de Bernarda Alba”, dirigida por Vivi Tellas, con escenografía de Guillermo Kuitca, en el San Martín. De elite, evidentemente.

Lo mejor fue el viaje. Para empezar, cuando me metí en la estación Juramento había una especie de escándalo en cámara lenta. El boletero estaba golpeando el vidrio de su cabina con una moneda, rítmicamente, haciendo mucho ruido. Todos miraban a su alrededor. La razón de ese comportamiento no era evidente. Metí el ticket en la ranura número uno, lo saqué de la ranura número 2, pasé el molinete y empecé a bajar la escalera mecánica que lleva al andén. Entonces me di vuelta, porque el ruido seguía, y vi junto a la hilera de molinetes que acababa de dejar atrás a una mujer mayor y bajita que se metía por delante de un hombre alto y gordo, como para impedirle el paso, mientras el hombre levantaba los brazos en gesto de “yo no fui”. Una voz masculina empezó a gritar “policía, por favor”, pero no pude descubrir quién era. Abajo, en el andén, la gente se miraba interrogándose con los ojos, y nadie tenía respuestas. Enseguida vino el subte. Relato sin final.

Un par de estaciones más allá pasó una pareja frente a mí. Él, de pelo negro, vestido también de negro. Ella, rubia, bonita, con tacos altos y pulóver azul. Se sentaron en la siguiente tanda de asientos. La mano izquierda de ella asomaba por la manga del pulóver. La mano derecha no. En realidad, mirando un poco mejor, era evidente que dentro de la manga derecha no había suficiente brazo para incluir una mano. Él la abrazó. Ella tenía los ojos a media asta, la boca curvada hacia abajo. No pude evitar al menos dos miradas más hacia la amenaza de muñón. Sé que durante un par de días seguiré pensando en las puertas enrejadas de los ascensores, el espacio entre el subte y el andén, las sierras de los carpinteros y más cosas por el estilo. Incertidumbre. Otro relato inconcluso.

(Lo pensé sin querer, mientras caminaba hacia el teatro. Hay gente que se acaba de golpe, terriblemente. He visto casos próximos. Y, terriblemente, hay gente que se acaba de a pedacitos.)

No sé si decirlo, pero a la obra la sala Martín Coronado le queda un poco grande: desde la fila trece no se oye bien. La escenografía va ganando terreno a medida que pasan los actos. Pero algo no termina de cerrar en el tono de las actuaciones: demasiado alto, como para que las actrices deban reventarse cuando quieren aumentar la tensión. No hay caso: crítica sin final. Corto y fuera.

Palabras

[18/7/2002]

Siempre, desde chico, pensé que los terrones de azúcar Hileret son hilarantes. Que la marca Georgalos es un modo abreviado de “George Regalos”. Que Harrod’s es una forma complicada de escribir aros, los que se ponen en las orejas.

También, alguna vez, se me ocurrió que la “criollita santiagueña” era una galletita.

Chicos

[16/7/2002]

Dos chicos de nueve o diez años, bajitos, traían sendas botellas chicas de Quilmes Cristal y trataban desesperadamente de abrirlas usando las rejas de los departamentos de planta baja. Una de las botellas ya echaba espuma por la tapita metálica torcida. Cuando pasé, me preguntaron si podía abrírselas. Dije que no y seguí caminando. Unos metros más adelante los esperaba una chica tres o cuatro años mayor y tal vez más viva: ella tenía dos Quilmes Cristal, y además en lata. Los miraba con impaciencia. Me di vuelta y noté que de algún modo uno de los chicos había tenido éxito y ya estaba tomando del pico de la botella. A pocos pasos la gente esperaba el 151 como si no hubiera otra cosa que hacer en la vida. Me vine a escribir esto (como si no hubiera otra cosa que hacer en la vida).

Fractura

[16/7/2002]

Encuentro

[16/7/2002]

Diga aahhh

[16/7/2002]

El cofre del tesoro

[16/7/2002]