[24/11/2002]
Tendemos a pensar que el presente se perpetúa en el tiempo, sin cambios, o en todo caso con cambios selectivos, precisos, quirúrgicos, aunque no siempre para mejor. Sin embargo es todo lo que cambia, y con un grado de profundidad que, aún sabiéndolo por experiencia, nunca podemos prever.
Pienso en esto porque me vino a la cabeza una imagen del mundo y de la vida diaria de cuando yo tenía siete años, en 1961. Una imagen que empezó a crecer, a cobrar vida, a extenderse con los conocimientos que ahora tengo de esa época. Y se me ocurrió comparar ese entonces con el presente, en que mi hijo está por cumplir siete años.
Después pensé: no, un momento, ¿por qué no comparar hacia atrás, con el año 1931, cuando mi padre cumplió siete años? La diferencia entre ambas épocas, 1931 y 1961, es inmensa, casi incomprensible. No sólo en la política internacional, no sólo en los grandes acontecimientos de la ciencia y el arte, sino en la vida de todos los días, el desarrollo de cada minuto de cada día de cada persona. Tan inmensa y tan incomprensible como la diferencia entre 1961 y 2002. Y es un golpe darse cuenta de que mi padre ha vivido dos veces esa asombrosa mutación, y dos veces no pudo preverla, del mismo modo que nadie en el mundo pudo preverla.
Entonces, ahora, la pregunta “¿cómo será el mundo, la vida, cuando el hijo de mi hijo cumpla siete años?” es una pregunta importante, válida, inevitable. Pero no tiene ningún sentido. La única forma de saber la respuesta, como en esos procesos caóticos (autómatas celulares, por ejemplo) donde la matemática pone una situación inicial y un algoritmo pero no puede prever los resultados, es vivir cada día, procesar cada segundo hasta ese momento. Sólo que cuanto más se piensa en eso más intolerable resulta, y más fuerte es la tentación de volver a pensar, a pesar de la evidencia, que el presente, este presente, de una buena vez y para bien o para mal, se perpetuará nomás en el tiempo.