[21/1/2003]
Hay nubes en franjas allá arriba, como si indicaran el camino para cosas importantes.
[21/1/2003]
Hay nubes en franjas allá arriba, como si indicaran el camino para cosas importantes.
[20/1/2003]
A veces tengo ganas de contar por escrito mi adolescencia. No sé si podré, o cuándo: todavía me da vergüenza. Eso sí, debería hacerlo antes de olvidarla por completo, o de recordarla demasiado bien.
Sigo igual.
[20/1/2003]
El inspector recorrió con la mirada los rostros de los presentes, deteniéndose en cada uno el tiempo suficiente para provocar un escalofrío. Estábamos en la inmensa biblioteca de la familia Bookends, donde se decía que la mitad de los libros del mundo habían encontrado su lugar. Quizás esto último era una exageración, porque por allá arriba, cerca del techo inalcanzable, se podía ver una serie de estantes casi vacíos. Dos policías hacían guardia junto a la única puerta, también ellos ansiosos por oír el veredicto del más grande investigador de homicidios de la región, que nos había reunido allí para dar a conocer el resultado de la pesquisa.
De pie frente a la chimenea apagada, el inspector terminó de aterrarnos a todos y alzó el brazo izquierdo para echar una mirada al reloj pulsera. Tosió aclarándose la garganta y se volvió hacia un rincón.
—Es la hora, mi estimado… —empezó a decir, pero no pudo terminar la frase.
Allí en el rincón, el coronel Downright saltó de la silla y, antes de que pudiéramos impedírselo, extrajo un arma de su voluminoso abrigo y disparó, con tan buena puntería que destruyó por completo un jarrón chino que estaba justo a la derecha y atrás de la cabeza del inspector. Nos echamos sobre el coronel de inmediato, así que el segundo disparo, desviado, dio en la araña gigantesca que pendía de las alturas, desprendiendo más fragmentos de cristal que monedas hay en un reino.
Dominamos al coronel con facilidad, porque a pesar de su tamaño ya no tenía la fuerza de la juventud. Alguien le quitó el arma. Logramos que se sentara. Y allí quedó, sacudiéndose con violencia en un llanto silencioso. Nos giramos para no tener que verlo.
—Qué pena —dijo el inspector, que no se había movido—. Abrigaba la esperanza de que mi querido coronel Downright nos señalara al verdadero culpable.
Y mientras lo decía, trazaba un arco con la mano derecha y el índice extendido, tal vez ilustrando con el gesto sus palabras, tal vez buscando señalar él mismo al asesino que todos esperábamos conocer. Al final del arco, el dedo acabó apuntando directamente hacia la ventana, y bajo la ventana…
—¡Canalla! —exclamó el doctor Hardonall, poniéndose de pie y avanzando hacia el inspector mientras, él también, extraía un arma y disparaba. La bala se sumergió casi sin ruido en las páginas mansas de una antigua enciclopedia, a centímetros de la oreja izquierda del inspector.
Nos echamos sobre el doctor Hardonall, cuyas manos temblaban tan violentamente que no fue necesario quitarle el arma: cayó sola a nuestros pies, mientras su dueño se deshacía en improperios hacia el inspector.
—Llamen a la policía —gritó alguien junto a mí. Y entonces las risas aliviaron la situación: la policía ya estaba allí, sólo que no le dábamos tiempo para actuar. El que había gritado se ruborizó hasta las plantas de los pies.
Puesto bajo control el doctor Hardonall, de quien nadie habría creído posible tal arranque, el inspector volvió a aclararse la garganta.
—Veo que esto ha de ser más difícil de lo que creía -comentó, mientras se volvía hacia el dueño de casa, el señor Bookends en persona—. Mi querido señor Bookends, debo pedirle…
Otra vez la frase quedó inconclusa. El señor Bookends, que tenía fama de odiar las armas de fuego, saltó hacia adelante como disparado por un cañón, mientras extraía un cuchillo de entre las ropas. Pero algo salió mal en su cálculo, porque acabó tropezando con la silla de la señora Skinnychin y rodando por sobre el elaborado sombrero que la dama había creído oportuno traer a la reunión. El cuchillo resbaló de sus manos y fue a parar a un zapato del inspector, donde produjo un quiebre casi imperceptible de la perfecta superficie de cuero lustrado. El inspector no se molestó en recogerlo. Tampoco los policías de la puerta, que debían tener instrucciones de no actuar. Devolvimos al señor Bookends a su silla casi sin que ofreciera resistencia, porque se había golpeado el vientre de tal manera que apenas podía respirar.
—Iré al grano, entonces —dijo el inspector, frotándose la nariz—. Como todos saben, he estado investigando la muerte de la señora Frigidale, quien en su testamento había dejado todos sus bienes a su único…
—¡Miserable! —exclamó el señor Frigidale Jr., único hijo y heredero de la señora Frigidale, y mientras lo exclamaba lanzó su silla hacia atrás y se echó hacia adelante levantándose las mangas para disparar su mejor cross de derecha a la mandíbula del inspector.
Esta vez, agotados por tanta acción, nos quedamos inmóviles. Pero no hizo falta ayudar al inspector. El señor Frigidale Jr. no se había dado cuenta de que su único hijo, antes de abandonar la biblioteca por órdenes de su padre, le había atado entre sí los cordones de los zapatos. Por lo que su inmenso salto de tigre furioso acabó en una rodada por el piso, que incluyó un golpe certero a mi silla y terminó con el señor Frigidale Jr. y yo enredados entre las piernas de los demás.
Nos levantamos poco a poco, el señor Frigidale Jr. aún resoplando con furia pero tratando de aplacar los nervios y desatar sus cordones. Los policías de la puerta, como vi de reojo, hacían un esfuerzo para contenerse y no reír.
—Bien —dijo el inspector—. O no tan bien, pero digamos que estamos llegando al final del asunto. Como comprenderán —e hizo una pausa para sacar la pipa—, el caso es tan complejo que la búsqueda de un culpable nos ha llevado por caminos… inesperados.
Los puntos suspensivos sirvieron para que el inspector tuviera tiempo de posar sus ojos sobre el rostro angelical de la única joven presente en la biblioteca, la señorita Parkinson, quien no dejó de percibir el detalle.
—¡Cochino! —gritó la señorita Parkinson, perdiendo de pronto la compostura, mientras con un gesto aparentemente espontáneo tomaba en sus manos una de las más preciadas reliquias de los dueños de casa: un arco y una flecha traídas de lo más profundo del África desconocida, que ocupaban un sitio de honor en una pared de la biblioteca.
Cohibidos por tratarse de tan joven y delicada dama, estuvimos paralizados mientras la señorita Parkinson, con velocidad que indicaba una larga práctica, aprontaba la flecha, tensaba el arco y disparaba. La flecha atravesó la hombrera derecha del inspector, sin afectar la integridad física del hombre. Y allí quedó, como un adorno de jefe tribal.
La señorita Parkinson, agobiada por la situación, optó por desmayarse. Y entonces sí, nos apresuramos a contenerla, a hacerle aire, a depositarla suavemente en su silla, donde lentamente fue recuperando los colores habituales.
—Como decía —continuó el inspector, imperturbable—, la investigación nos ha llevado en direcciones no compatibles con las que inicialmente consideré al menos verosímiles. —Algunos de nosotros asentíamos, más para indicar que tratábamos de comprender la retórica del inspector que sabiendo hacia dónde iba—. Se trata de un caso complejo, con aristas que aún debemos pulir, pero en el que sin duda alguna ha habido una persona, y sólo una, culpable de asesinato.
Mientras hablaba, el inspector paseaba los ojos por la sala. Y justo cuando pronunció la palabra “culpable” su mirada coinicidió con la mía. No pude contenerme ante tamaña injuria. Poseído por una furia más allá de mi control, me puse de pie, aferré la silla con ambas manos y la lancé en dirección al inspector. Esta vez sí, la suerte estuvo en su contra. La silla le dio de lleno en la cara, extrayéndole un grito de dolor. Aprovechando el momento, el coronel Downright, que de alguna manera había recuperado su arma, volvió a dispararla, ahora acertando entre los botones prolijamente abrochados de la chaqueta del inspector. El doctor Hardonall, aún desarmado, arrancó la pistola humeante de las manos del coronel y también disparó, convirtiendo en fragmentos dispersos la rodilla izquierda del inspector, que ya venía desplomándose lentamente al suelo. El señor Bookends, que en el tumulto había logrado hacerse de nuevo con su cuchillo, lo clavó hasta el mango en el cuello del inspector, mientras el señor Frigidale Jr., que había entrelazado las manos para formar una maza temible, las descargaba sobre la cabeza del hombre que caía y caía interminablemente y dejaba salir de sí ríos de sangre que iban a parar a la gruesa alfombra que los Bookends habían importado de Persia. En tanto, la señorita Parkinson, que había recuperado sus fuerzas, descubrió una segunda flecha en el mismo rincón donde había encontrado la primera, y volviendo a tensar el arco la lanzó en la dirección general de la lucha, con tan buena fortuna que atravesó el ojo izquierdo del inspector, quien lanzó un último estertor y cayó definitivamente muerto sobre la alfombra ya inútil y sobre nuestras igualmente inútiles conciencias.
El problema, ahora, era que ni los policías de la puerta, que habían aprovechado la confusión para escapar de una buena vez, ni nosotros, sabríamos jamás quién era el asesino.
[19/1/2003]
Llegó a tal nivel de stress que debió cancelar todos sus compromisos para los próximos diez minutos.
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Hundió la cabeza en la pantalla del monitor. Perdió una vida.
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Iba a poner la otra mejilla cuando recordó que de ese lado tenía neuralgia.
[18/1/2003]
Quienquiera que haya inventado la máquina de afeitar de doble filo es un genio. Si el doble filo realmente afeita mejor, se trata de un hallazgo sorprendente. Y si no, entonces es uno de los mayores logros de la historia del marketing.
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Cuando apareció la espuma de afeitar en aerosol, que con el tiempo iba a destronar para siempre la combinación de brocha y bacía, hubo una propaganda inmensamente efectiva. Alguien usaba la espuma mientras, con enorme felicidad, explicaba a los televidentes: “Yo también creía que lo que ablanda la barba es la brocha. Y resulta que es la espuma.” Con énfasis en las últimas palabras. El truco fue transmitir, a todos los ignorantes y estúpidos que atribuíamos a la brocha propiedades inexistentes, que estábamos irremediablemente equivocados, pero a la vez que no éramos los únicos, y que aún teníamos posibilidad de redimirnos.
Sigo sin saber qué ablanda la barba. Pero es imposible afeitarse sin brocha o sin espuma. Eso sí: primero hay que mojarse la cara con agua caliente, y la barba está mucho más blanda después de ducharse. De todos modos no importa si aquella propaganda simplificaba las cosas, o era un engaño. Nos convenció a todos.
(Mi padre tardó en adaptarse a los tiempos. Seguía con su brocha y su bacía, hasta que estuvieron perdidas durante días tras su última mudanza, hace un año y medio. Como ya nadie vende brochas y bacías (y casi nadie sabe qué es una bacía), tuvo que comprar espuma en aerosol. No sé si luego encontró los objetos extraviados. Supongo que sí, pero ya no importa, porque mi padre jamás volvería a usarlos por propia voluntad.)
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Afeitarse no es algo tan irracional y dependiente de la moda como puede parecer a primera vista. Es un homenaje a las grandes regiones del cerebro del prójimo que están dedicadas al reconocimiento de caras.
Por supuesto, ahora uso máquinas de afeitar de triple filo. Todavía me resisto a aceptar que las de cuádruple filo tengan algún sentido.
[18/1/2003]
Por algún motivo, el ingenio colectivo no consiguió todavía un nombre mejor para los porteros eléctricos. “Portero eléctrico” es una expresión larga, molesta. Y todavía peor, ofensiva, cuando la abreviamos: “Sonó el portero”, “Alguien tocó el portero”. Los porteros (los de carne y hueso) deben sentirse agredidos cuando oyen esas frases. Nos acercamos y le decimos al hombre que está solo y espera allá en la planta baja: “El portero no anda”. No entiendo por qué no responde con una trompada.
Claro, el portero de carne y hueso no es en realidad portero sino encargado. Pero “portero” es la palabra que está en mente de todos. Si no fuera así, el “portero eléctrico” se llamaría de otra forma.
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El portero eléctrico de mi edificio tiene un problema de representación. Está girado noventa grados. La hilera inferior de botones no representa la planta baja, sino los departamentos C. La que sigue, los departamentos B. Y la de arriba los A. Tres hileras solamente, para un edificio con dieciocho pisos. Los pisos, a diferencia de lo que se ve en cemento y ladrillo, aquí son columnas verticales, una al lado de la otra. El piso de la extrema izquierda (por usar una expresión común en un contexto diferente) es el primero. El de la extrema derecha (ver comentario sobre la extrema izquierda) el 18.
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En los últimos treinta años deben haber inventado otras tecnologías para los porteros eléctricos. Es difícil creer que no haya nada nuevo. ¿Por qué, entonces, tenemos que soportar esa maraña de cablecitos que no se entienden a sí mismos, tan poco resistentes a la humedad, que se prolongan en el espacio hasta esos antiguos aparatos símil teléfono que adornan la pared de cada cocina, donde la gente los cuelga mal y entonces nadie más oye nada hasta el día siguiente, la misma maraña de cablecitos de colores que se pone contenta como un perrito cuando viene el técnico, para sacar un par de tornillos con las manos engrasadas y volver a ponerlos tras alguna reparación sacada directamente de los Picapiedras?
Quiero otra cosa, algo diferente, que aproveche las ventajas de los nuevos sistemas de comunicaciones. Y no, no me consuelo con esa cámara miope que puso Cablevisión y que permite a los vecinos más neuróticos ver si tengo el mismo short de ayer, en directo, por el canal 98.
Qué cosa ese servicio de Cablevisión y su canal 98. Me imagino que hace mucho que no existe. No existe, ¿no?
[17/1/2003]
Ayer empecé un weblog paralelo a este, “Vi luz y subí – Fragmentos encontrados cuando estaba de visita“. La idea es anotar cosas que veo navegando y que me dan ganas de recordar. Nada mío. Tal vez se trate de un web-log en el sentido más estricto de la palabra. Están todos invitados. Espero que dure.
Está ahí todavía. Pero duró una semana.
Y ni hablar de la cantidad de links que no sirven más.
[16/1/2003]
Al amanecer, los barcos pesqueros salen de la ciudad flotante. Algunos tendrán la suerte de volver cargados, hurgando ya en un contenedor de comida de los que lanzan desde grandes cilindros de cultivo que están en órbita.
La ciudad flotante también está hecha de barcos y contenedores, y láminas de plástico, chapas metálicas, aglomeraciones de basura, cualquier cosa con posibilidades de flotar. Hay pocos recursos, y el más difícil es el aire: para cada diez habitantes existen nueve máscaras. Se pelea mucho.
No hay tierra a la vista. La tierra más cercana está a mil kilómetros, en alguna dirección imprecisa. Mejor. Nadie tiene ganas de ver tierra en estos días.
No es muy grande, la ciudad. En realidad es de las más pequeñas, comparada con otras que van a la deriva por el mar. Casi un pueblo: llega apenas a los diez millones de habitantes.
(Cualquier parecido con Waterworld es pura coincidencia. Kevin Costner no tuvo nada que ver con la redacción de este post. Y ahora caigo en la cuenta de que tampoco me dieron doscientos millones de dólares por escribirlo.)
[15/1/2003]
Señaló con el dedo un punto vacío del horizonte y empezó a caminar. Obediente, la soledad lo acompañó.
El séptimo de los textos que se abrieron paso hasta El hilo, el libro que hicimos Claudia Degliuomini y yo.
Estas son las páginas correspondientes al de hoy (click para ver la imagen más grande).
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