Voy a sacar entradas. En la boletería hay un hombre mayor que habla por teléfono. Espero a que corte. Entonces lo saludo y le pido tres entradas para ver a Carlos Núñez el 4 de octubre. Me mira a los ojos. Duda. Nos separa un vidrio con un agujero circular en el centro y una ranura abajo. Levanta el tubo del teléfono y habla otro poco. No oí que el teléfono sonara. Cuando corta me pregunta para qué día. Para el 4 de octubre. Se lo ve preocupado. Mira hacia el piso, elije una taquilla entre varias que andan apoyadas por ahí y la pone sobre el mostrador, a su derecha. La estudio, moviendo la cabeza de un lado a otro para esquivar los reflejos en el vidrio. No quedan entradas buenas, pero sí regulares. Estoy por decir algo, pero otra vez el hombre levanta el tubo del teléfono y habla. No oigo lo que dice más de lo que he oído el teléfono. Esta vez la conversación es más larga. Tengo tiempo de estudiar filas, números de asiento, y también los precios que están anotados en un papel pegado a la pared, por encima de donde el hombre puso la taquilla. El hombre tiene ojeras pronunciadas. Está despeinado. Corta. Pido las primeras tres entradas de la fila catorce, en el lateral derecho. Conozco bien la sala, no están mal. Las saca, las desenrolla, las dobla longitudinalmente. Paso un billete por la ranura. El hombre levanta el tubo una vez más. Mientras habla sin ruido, sostiene el tubo con la mano izquierda y usa la derecha para juguetear con las entradas. Frunce los labios. La vida no es lo que te han dicho. Corta pronto. Sin hablarme. Sin mirarme. Guarda el billete, me da las entradas y el vuelto. Creo que dice gracias, pero ya me estoy yendo.