Foster se arrastra por el laberinto de túneles subterráneos, con la única luz de su casco y el peso intolerable del tubo de oxígeno.
De vez en cuando le llega el ruido de otros exploradores, que se arrastran por túneles diferentes.
O tal vez sólo sea el eco de su propio arrastrarse, que va y vuelve rebotando en las paredes curvas.
O tal vez no sea el arrastrase de nadie, sino el movimiento inconsciente de las rocas, que crujen, se acercan y se separan según el calor o el frío que les llegue por las aberturas de la Tierra.
O ni siquiera eso, sino el debatirse de los oídos de Foster, ansiosos por percibir algo que no provenga del cuerpo que los incluye y los lleva consigo en una aventura de final imprevisible.
O apenas la imaginación de Foster, el intercambio de cantidades minúsculas de energía entre sus neuronas desesperadas, que sólo esperan con deseo el momento de acabar con tanta soledad.