Mes: enero 2004

Foster se arrastra por el laberinto de túneles

Foster se arrastra por el laberinto de túneles subterráneos, con la única luz de su casco y el peso intolerable del tubo de oxígeno.

De vez en cuando le llega el ruido de otros exploradores, que se arrastran por túneles diferentes.

O tal vez sólo sea el eco de su propio arrastrarse, que va y vuelve rebotando en las paredes curvas.

O tal vez no sea el arrastrase de nadie, sino el movimiento inconsciente de las rocas, que crujen, se acercan y se separan según el calor o el frío que les llegue por las aberturas de la Tierra.

O ni siquiera eso, sino el debatirse de los oídos de Foster, ansiosos por percibir algo que no provenga del cuerpo que los incluye y los lleva consigo en una aventura de final imprevisible.

O apenas la imaginación de Foster, el intercambio de cantidades minúsculas de energía entre sus neuronas desesperadas, que sólo esperan con deseo el momento de acabar con tanta soledad.

—¡Grindad las partolas!

—¡Grindad las partolas! —grita el capitán.

La fragata se sacude en medio de la tempestad. Las olas gigantes caen sobre cubierta y arrastran a los marineros. Sólo la voz del capítán puede elevarse por encima del ruido del agua y los truenos. En lo más alto, el cielo carece de compasión.

—¡Ramunid los festopes de estribor!

Algunos giran la cabeza para mirar al capitán con desconcierto. Pero todos hacen cuanto está a su alcance para cumplir la orden. En tanto, el viento atroz destroza velas y voltea mástiles, a todo lo ancho y lo largo de la flota.

—¡Engarnad las crajas y los pambos!

En su apresuramiento descontrolado los marineros chocan entre sí, se enredan brazos y piernas, resbalan, caen. Uno, el menos experimentado, se arroja al agua para terminar de una vez.

—¡Aglutid los cotres!

Por último, cuando ya la catástrofe parece irremediable, es el marinero más viejo, el que ya no tiene nada que demostrar, nada que perder, quien se ata a sí mismo al último mástil, espera que una ola acabe de retirarse, saca una pistola, apunta con todo cuidado y le vuela al capitán la tapa de los sesos.

La larva está comiendo

La larva está comiendo el tomo VI del Diccionario Enciclopédico, palabra tras palabra, ejemplo tras ejemplo. Atraviesa un Ponerle como chupa de dómine y al otro lado del papel llega a Jugar con dos barajas. No se detiene en Dar con los huevos en la ceniza ni en Más viejo que la sarna. Está muy ocupada en huir de la digitalización.

En el centro de esa línea en espiral

En el centro de esa línea en espiral hay un punto anaranjado que no tiene explicación. Las huellas llevan a cualquier parte menos al culpable. Sabemos muy poco, cada vez menos, como si el punto anaranjado nos fuese absorbiendo los depósitos de memoria.

Alguien pulsa un botón, pero no hay respuesta. Quién nos dice que el botón esté conectado a algo. Puede ser una trampa, pero si es así ya caímos.

Nos movemos lentamente, buscando los puntos de menor resistencia, tratando de aparentar que estamos todos de acuerdo. Clara sonríe, pero nadie le hace preguntas.

Todo se va poniendo amarillo

Todo se va poniendo amarillo. Es una plaga, una catástrofe, un desafío a las leyes de la física.

El olor de las uvas se pone amarillo. Alguna gente empieza a preocuparse.

Sale en los diarios: “El tacto de la seda se puso amarillo.”

Sale en la televisión: “El sonido de las bocinas se puso amarillo.”

Hay quienes corren en busca de refugio, pero no tienen dónde ocultarse porque sus propias percepciones los persiguen.

El policía

El policía, de pie en la vereda, toca silbato cada vez que alguien estaciona donde está prohibido. Mucho más arriba, en el balcón del sexto piso, Di Biase saca un pelo de gato de la pierna izquierda del pantalón y lo arroja en dirección al policía. El pelo se va hacia cualquier otro lado, llevado por las corrientes de aire, pero a Di Biase no le importa porque su venganza es simbólica. ¿Qué probabilidades hay de que ese pelo, dentro de diez minutos o seis días o cuatro meses, acabe justo en la gorra del policía? El policía, de todos modos, estornuda. Como si presintiera algo.

La piedra de los acantilados

La piedra de los acantilados es casi negra, igual que el agua del mar, igual que las nubes de tormenta que pasan más arriba. Pero el paisaje está decorado con manchas de color: las puntas irisadas de las olas con petróleo, los restos color ladrillo de la casa del guardaparque que cuelgan en lo alto, la luz intermitente de un avión que vuela bajo.

La alegría y la pena están separadas por una línea curva.

El libro cerrado

El libro cerrado está sobre la cama. No vale la pena contar las luces porque hay una sola. Pero las sombras, ah, las sombras.

El ruido del cañón distante hace vibrar la tapa. O tal vez no sea culpa del papel sino de la mano que se apoya y tiembla. Detrás hay un haz de músculos tensos.

—Te veo el martes —dice la voz que se va.

Sí, pero ¿cuánto falta? Todo sería más fácil si supieras qué día es hoy.

Está pegando un papel en la puerta

Está pegando un papel en la puerta, con dos tramos de cinta adhesiva. Pone uno en la esquina superior izquierda, y el otro en la esquina superior derecha. El papel queda un poco torcido. Trata de despegar el tramo de la derecha, pero con él empieza a salir la capa de pintura blanca que recubre la puerta. Abajo hay una capa de pintura verde, que hasta ahora le resultaba desconocida.

Corta otro tramo de cinta y la pega sobre el verde. Luego la arranca, y ve que abajo hay una capa de pintura roja. Podría seguir del mismo modo y llegar al fondo de la verdad, pero tendría que ir a comprar más cinta adhesiva.

Va a tirar el rollo vacío a la basura y regresa al papel, que dice: “Esta puerta es mía.” Saca una birome del bolsillo y empieza a corregir el texto para que diga: “Esta puerta, con todas sus capas de pintura, es mía.” Debido a la posición, la birome deja de escribir justo antes de la a de “pintura”. Queda así: “Esta puerta, con todas sus capas de pintur”, y más abajo, “es mía”.

No importa. A quién se le va a ocurrir disputársela. Así como van las cosas, bien podría ser el último hombre sobre la Tierra.

A bordo del Barma Farma

A bordo del Barma Farma, en algún lugar del Océano Índico

Nick se mordió el lado derecho del bigote. Bajo sus pies, la cubierta se alzó lentamente y luego volvió a bajar. El mareo crecía con lentitud pero con firmeza. En unos minutos más llegaría al nivel máximo, y lo obligaría a inclinarse sobre la borda para vomitar otro poco de espuma,, indistinguible de la maravillosa espuma que adornaba las olas.

La música que llegaba del salón de fiestas era cada vez más insoportable. Trompetas dulces como caramelo, violines llorosos como chocolate, una cantante tierna como crema recién batida. Nick sintió que el estómago daba otra media vuelta, y a la vez percibió la mirada obtusa del capitán, borracho perdido durante dos décadas enteras, que lo contemplaba desde la claridad relativa de una escotilla a medio abrir.

—Mañana —dijo el capitán, estirando las vocales.

—¿Mañana? —preguntó Nick con un hilo de voz.

El capitán no respondió. Dio un paso atrás, y allá fue a reunirse con los violines y otro vaso de vodka.

Por encima de todos ellos, el sol iniciaba la última de sus tormentas.