Desde primera hora de la mañana los clientes empezaron a olvidarse los teléfonos celulares. Si en una mesa había dos personas, allí quedaban dos teléfonos. Si había tres, tres teléfonos. Pronto las camareras optaron por sugerir a los clientes que pensaran en sus aparatos antes de irse, pero nada cambió.
Hacia el mediodía había docenas de celulares en una gran caja de cartón, tras el mostrador.
El turno de la tarde siguió recolectando más y más teléfonos. Casi todo el tiempo sonaba alguno, pero nadie era capaz de descubrir cuál.
El cielo se nubló, y mientras caía la noche empezó a llover. La caja se llenó de teléfonos, y pusieron otra al lado.
Mucho más tarde, cuando estaban por cerrar, entró un hombre de saco y corbata, empapado por la lluvia, y fue derecho al mostrador.
—Disculpe —le dijo al encargado—, ¿por casualidad no me olvidé un paraguas?
Excelente.
Muchas gracias, Lucas.
Es la tiranía que (¿nos?) impone el celular. Se generan nuevos descuidos como excusa para desprenderse de ellos. Pero la lluvia continúa mojando, y un paraguas es un paraguas.
No te olvides que con un paraguas, E.T. llamó a casa 😉
Yo me cubro de la lluvia con el celular, y qué!!
(si doctor, ya tomé la pastilla)
Ahora, vieron qué difícil es tratar de hablar por el celular mientras se sostiene el paraguas a la vez?
Extraordinario. Y ahora te dejo porque me está sonando el paraguas.