Cualerma vendía roscas grandes, para que los tornillos entraran con facilidad. No le importaba que los tornillos, más tarde, se salieran. Arrastraba su carro por la calle empedrada, haciendo ruido de metal, anunciando la mercadería sin ganas. Los vecinos lo oían de lejos y miraban para otro lado. Cualerma comía lo que encontraba, vivía donde tenía sueño, y pasaba los días cantando algo en otro idioma, un idioma en que las palabras “tornillo” y “tuerca” eran intercambiables.