El Cawaring sigue anclado a cien metros de las rocas que protegen la costa, pero más que un barco parece la suma de esqueletos de un par de monstruos marinos. Un mástil se apoya contra otro. El bauprés se inclina hacia el agua. Hay un florecimiento de tablones partidos, retazos de vela, cuerdas dispersas. Otros esqueletos, más pequeños, se esconden adentro. El casco gira lentamente al impulso de las olas.
A la sombra de un árbol, frente al mar, Alía toca la flauta: una melodía fúnebre, en homenaje a los restos del Cawaring. Un viento persistente, con olor a sal, se lleva los cabellos y las notas de Alía hacia los campos labrados. Es el comienzo de una estación más fresca, que ya dibuja nubes grises en el horizonte.