Ahora es cuando empiezo a escribir esa novela de mil páginas que tantas veces soñé, ahora que no tengo la menor idea del contenido, que no se me ocurre nada, que estoy cansado de los intentos que hice sin resultado. Ahora es cuando el primer capítulo toma forma, y usando técnicas que nunca me dieron resultado avanzo diez páginas diarias, veinte, y sin distraerme con nada soy como un rompehielos y antes de decir basta me encuentro poniendo el punto final, dejando que otros revisen los errores, las frases torpes, las repeticiones. Ahora es cuando de esa forma me quito un enorme peso de encima, un deber de la vida, y me dedico por fin a pensar en otra cosa.
Mes: octubre 2004
¡Se lo creyeron! Parece imposible, pero ni siquiera la mención del “Plan satelital para la Defensa Estratégica” los disuadió. (La fuente de la “noticia”, aquí.)
Lo que importa es si son partes de uno. Un grano, por ejemplo, no es parte de uno. Se saca con un pellizco, o con un golpe de uña, y listo. Claro, se lleva con él una parte de uno, una gota de sangre, pero es el precio, se sabe.
En cambio, un lunar sí es parte de uno, permanece, se queda donde está, no es fácil sacarlo por cuenta propia.
El problema es que de noche, a medias dormido, no parece fácil distinguir un grano de un lunar, y uno se rasca y piensa que se está quitando de encima algo intruso, algo ajeno, temporario, y termina reconociendo la derrota a medida que las pesadillas empeoran, hasta que a la mañana siguiente descubre la verdad y ve el lunar, la parte de uno, lo permanente, lastimado.
Los pelos están en el borde. Los de la cabeza, por ejemplo, destinados a caer en la peluquería, son parte de uno pero en lenta despedida. Los de la cara son ambivalentes: tienen una raíz que es parte de uno, pero lo que crece, lo que se rebana con la máquina de afeitar, es distante ya mucho antes de caer. Otros pelos no: los del brazo, conocidos, los del dorso de cada dedo de la mano, esos que se queman cuando uno prende la hornalla, son partes de uno aunque estén en riesgo.
Las uñas, claro. La disgregación del cuerpo.
Las cosas que dan asco, pero no mientras están adentro sino apenas salidas, apenas cortado el cordón umbilical.
Las partes que duelen. Las partes amputadas.
Las partes imaginarias, incorpóreas, abstractas (tres categorías diferentes que se superponen), como el tacto de algo que hace mucho no se toca, el recuerdo disparado por un olor, la percepción presente de uno mismo cuando era chico.
La sensación fría, al aspirar bien hondo, del aire que llega a la parte más alta de los pulmones, cerca de las clavículas.
La necesidad imperiosa de volver a escuchar, ahora mismo, The Rain Song.
Lo que uno es o pudo ser, o podrá ser, o ya dejó. El miedo. La pena. Y las cosas que, a pesar del tiempo, uno no se perdona.
¿Pareceré más a tono con los tiempos si empiezo a escribir mi nombre eDuardo?