Lo que importa es si son partes de uno. Un grano, por ejemplo, no es parte de uno. Se saca con un pellizco, o con un golpe de uña, y listo. Claro, se lleva con él una parte de uno, una gota de sangre, pero es el precio, se sabe.
En cambio, un lunar sí es parte de uno, permanece, se queda donde está, no es fácil sacarlo por cuenta propia.
El problema es que de noche, a medias dormido, no parece fácil distinguir un grano de un lunar, y uno se rasca y piensa que se está quitando de encima algo intruso, algo ajeno, temporario, y termina reconociendo la derrota a medida que las pesadillas empeoran, hasta que a la mañana siguiente descubre la verdad y ve el lunar, la parte de uno, lo permanente, lastimado.
Los pelos están en el borde. Los de la cabeza, por ejemplo, destinados a caer en la peluquería, son parte de uno pero en lenta despedida. Los de la cara son ambivalentes: tienen una raíz que es parte de uno, pero lo que crece, lo que se rebana con la máquina de afeitar, es distante ya mucho antes de caer. Otros pelos no: los del brazo, conocidos, los del dorso de cada dedo de la mano, esos que se queman cuando uno prende la hornalla, son partes de uno aunque estén en riesgo.
Las uñas, claro. La disgregación del cuerpo.
Las cosas que dan asco, pero no mientras están adentro sino apenas salidas, apenas cortado el cordón umbilical.
Las partes que duelen. Las partes amputadas.
Las partes imaginarias, incorpóreas, abstractas (tres categorías diferentes que se superponen), como el tacto de algo que hace mucho no se toca, el recuerdo disparado por un olor, la percepción presente de uno mismo cuando era chico.
La sensación fría, al aspirar bien hondo, del aire que llega a la parte más alta de los pulmones, cerca de las clavículas.
La necesidad imperiosa de volver a escuchar, ahora mismo, The Rain Song.
Lo que uno es o pudo ser, o podrá ser, o ya dejó. El miedo. La pena. Y las cosas que, a pesar del tiempo, uno no se perdona.
Dificil es definir la ecuación o suma exacta de lo que ES uno o acaso donde termina o empieza uno (a veces tengo prolongaciones urgentes que van desde el ascensor al inodoro y cualquiera que se interponga o se cruce me hace doler).
Sin embargo, frente al espejo todo parecería tan claro. Eso prueba dos cosas: primero, que el espejo está definitívamente FUERA de mi (aunque a veces no me parece); y segundo, que el espejo es un invento malicioso que se empecina perversamente en mentirme.
(relacionado también con el comentario de Polo): a veces tengo la sensación de que el espejo se fatiga.
Hmmm. no deigas eso Luisa… creo que eso estaría hablando un poco mal de los que se reflejan en tu espejo, o de quién te colocó el espejo.
Ayer me quedé el día pensando en el post de EdAbel y, mientras caminaba por la vereda me di cuenta que la vereda era definitívamente parte de lo “NO YO”, por el simple hecho de que yo me apoyaba en ella para patearla y dejarla atras. Pero despues vinieron a mi baldosas reconocibles y entrañables, y de hecho reconocí baldosas entrañables en el piso que estaba pisando y, aparte de saludarlas con mi sandalia, me di cuenta que esas baldosas (y con ellas tantas otras) si son cachos míos. Definbitivamente el volumen corporal propio no puede medirse por el volumen geográfico que abarca.
pero qu erayos..