El fondo del pozo
17
(Consejero, 74:96:3)
Tenemos ganas de atacar. Queremos dar un salto de animal sobre el loco y aplastarlo entre el suelo y nuestras manos. Nos gustaría hundir las uñas en su cara, y después en las caras de todos los prisioneros, y luego trepar de algún modo hasta el techo y meter los dedos en los ojos de los carceleros hasta tener sus cerebros en los puños, para estrujarlos y escurrirlos como esponjas. Luego podríamos salir del departamento orbital y buscar a los aldeanos para asarlos con sus propios lanzallamas, empezando por el viejo de la cicatriz, y más tarde volver a Varanira, y pasar por Coracor y por todas las sucursales del Centro, desparramando la venganza que necesitamos. Sería justo. Pero en cambio nos arreglamos la ropa, para disimular, y nos apretamos contra la pileta.
El loco del traje de buzo parece más alto y más fuerte que antes, como si desde nuestro último encuentro se hubiera ocupado de hacer gimnasia. No le quedan rastros del invierno que pasó sin abrigo, ni de la caída por los escalones. El traje brilla, tal vez por las chispas que lo rodean. Las chispas entraron tras él, escapando de los fuegos que afuera, en la prisión, se siguen encendiendo para que los prisioneros puedan ver la piedra que los encierra.
El loco nos hizo una pregunta. Como seguimos sin contestarle, la repite:
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo?
Recordamos las épocas pasadas en el pozo de Guirnalda, cuando una mano mental nos controlaba. Ahora sentimos lo mismo. La mano mental escarba en nuestra mente compartida, nos impide desconectarnos, nos modifica los pensamientos. Paralizados en este rincón del laboratorio, descubrimos que nuestro pequeño mundo autosuficiente, construido a partir de nuestra llegada a la prisión, se está cayendo a pedazos. Debimos sospecharlo antes, cuando vimos que las fotos contradecían nuestros recuerdos, o antes, cuando la puerta abierta nos mostró el laboratorio: los primeros indicios de otra catástrofe, como la que nos sacó de la oficina hace tanto tiempo. Ahora que el mundo vuelve a cambiar, queremos recuperar la paz de nuestra vida como prisioneros, la tranquilidad de las caras de luz visitándonos cada invierno, la seguridad de conocer lo que va a ocurrir mañana, porque no será distinto de lo que ocurre hoy. Algo parecido a la vida en la oficina de Varanira, con la diferencia de que ahora nos sentimos mas adultos, y el recuerdo de la infancia, con la Computadora Central y el Consejero como tutores, no nos hace felices.
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —insiste el loco. Las cosas que pensamos deben ser cosas prohibidas, porque la mano mental mueve un dedo y nuestra atención cambia de objetivo. La mano mental acaba de encontrar el nicho inconsciente donde la supuesta Computadora Central guardó el Consejero, y con un masaje lo devuelve a la vida. Nos sobresaltamos con la visión de los versículos que se pasean ante nuestra mirada interior. La mano mental nos obliga a sentir alivio. Sonreímos. La carrera se detiene en eL último versículo del último capítulo de la última sección. Leemos, 127:127:127: “No hay enemigos. Baje las armas.”
Un recuerdo vago nos pone nerviosos. Hace un tiempo, en La oficina, cuando Hecher consultó al Consejero, este mismo versículo parecía diferente. Ya no podemos asegurar nada, pero un fragmento de nuestra mente está convencido de que entonces decía: “Hay un enemigo. Luche.” ¿Acaso el Consejero cambió? ¿O el Consejero escondido en nuestra mente no es el que nos acompañaba en la oficina?
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —sigue diciendo eL loco del traje de buzo, con los brazos cruzados sobre el pecho.
EL loco está creciendo, y amenaza con cubrir todo el espacio que nos separa de él. A varios metros de distancia conseguimos distinguir uno por uno los pelos dispersos de su barba. Las chispas vuelan alrededor de su cara, formando figuras, dándole vida. Es la única luz que tenemos, ahora que la lámpara roja del techo se apagó. No nos extrañaría que el laboratorio haya sido una ilusión como tantas otras que hemos visto, de esas que no se pueden distinguir de la realidad.
La mano mental ya nos ha dado demasiada libertad. Ahora se transforma en un puño: es ella quien nos estruja y escurre los cerebros. Lo único que nos interesa es escuchar al loco. Respondemos a su pregunta con un movimiento de cabeza, que tanto significa sí como no. El loco ha crecido tanto que la cabeza le llega aL techo. Se sienta con la espalda apoyada en la puerta, y mete las manos en los bolsillos que, curiosamente, tiene su traje de buzo. Sin dejar de mirarnos, pone la expresión que usa cada vez que va a comenzar uno de sus relatos absurdos: una mezcla de entusiasmo en sus ojos redondos con algo de admiración por sí mismo en las comisuras de la boca.
—Hay quienes aseguran —dice el loco— que existen dos pozos, y por lo tanto dos fondos diferentes. Uno estaría gobernado por el Poder, y otro por el Antipoder. Pero es un error. En el universo entero sólo hay lugar para un pozo, al que todo pertenece. Lo blanco y lo negro, lo oscuro y lo luminoso, cada elemento de lo existente forma parte de ese pozo.
EL loco se ríe, contento con sus propias palabras. Entre los labios, iluminada por las chispas, asoma una hilera completa de dientes, algo imposible entre los prisioneros. Cada diente tiene el largo de un dedo.
—El Centro también pertenece al pozo —dice el loco—, aunque en general está lejos del fondo. Al fondo llegan los elegidos, los que de algún modo colaboran en un gran experimento que se lleva a cabo desde el comienzo de los tiempos.
De pronto se oye una explosión. No debía estar en los planes del loco, porque se pone de pie y su cabeza atraviesa el techo, que a la luz de las chispas parece de papel. La puerta cae hacia adentro, en medio de una tormenta de polvo, humo y calor, y lo golpea en las piernas. Tenemos que movernos a un costado para evitar que caiga sobre nosotros. Al mismo tiempo, la luz roja se enciende y el laboratorio vuelve a aparecer. Gadma grita. Sabrasú también. Calibares está demasiado desorientado para gritar. Nos desconectamos durante un segundo, y nos volvemos a conectar. El loco, pequeño como siempre, flaco y con la cara llena de marcas, está echado a nuestro lado. Tal vez haya muerto. Por la abertura que ha dejado la puerta al saltar, detrás de la tormenta, entran tres personas. No son los curiosos del día anterior. Son Dindir, Balibar y Hecher.
—No se imaginan —dice Hecher.
—Cuánto nos costó —sigue Dindir.
—Encontrarlos en este sitio —termina Balibar.
Se quedan de pie frente a nosotros. Dindir recorre la habitación con su ojo sano, como si quisiera tomar posesión de todo. Balibar deja que el labio superior le baile sobre los dientes, y mantiene la vista fija en nosotros. Hecher mira al loco, mientras se limpia el polvo de la cicatriz. Llevan los mismos mamelucos que tenían en Varanira, el muestrario universal de sus viajes, pero parecen mas delgadas, más altas y más viejas que antes. El tiempo también existe para ellas.
Todavía estamos quietos. La explosión se llevó la mano mental, pero hay algo que nos sigue paralizando. Del mismo modo en que el entrenamiento de la oficina no nos sirvió en Guirnalda, y el entrenamiento de Guirnalda no nos sirvió en la prisión, ahora comprendemos que el entrenamiento de la prisión tampoco sirve para esta escena que nos toca vivir. Y no queremos otro entrenamiento. No queremos aprender. Lo único que nos interesa es salir de esta habitación, volver a la cárcel, a los inviernos y los veranos de un día, los fuegos y las cabezas de luz, y sentarnos a esperar la hora de la comida. Pero entonces tendríamos que ponernos de pie, pasar junto a Dindir y compañía, atravesar el hueco de la puerta, y todo eso es más de lo que estamos dispuestos a enfrentar. Entre tantas cosas confusas, entre tantas acciones posibles que se abren ante nosotros, lo único que conseguimos es preguntar:
—¿Por qué hablan así?
Dindir, Balibar y Hecher no contestan. En cambio, se dedican a poner la puerta mas o menos donde estaba, mientras el polvo cae hacia el suelo y las últimas chispas se apagan. Se mueven con una sincronización perfecta, y al verlas no necesitamos que nos respondan.
—¿Desde cuándo piensan juntas? —preguntamos.
—Desde que salimos de Varanira —contestan—. Nos aplicamos el mismo tratamiento que les hicimos a ustedes.
—¿Qué tratamiento? `
Sacan un rollo de soga de alguna parte y se ponen a atar al loco, aunque no parezca hacer falta: el loco tiene los ojos y la boca abiertos, y por cada agujero de su cuerpo sale un hilo de sangre.
—Ahora podemos decirlo —responden Dindir, Balibar y Hecher, compartiendo las frases como nosotros—, porque no tenemos ningún contrato que nos obligue a guardar secretos. El objetivo de nuestra expedición a Varanira fue conseguir que ustedes pensaran juntos. Para eso servían los aparatos que distribuyó Dindir en su oficina.
Mientras ellas hablan, los violines atacan una. marcha en fortissimo. Vienen de todas partes y de ninguna, y ahora sí nos sentimos como en el pozo. En cualquier momento, detrás de los violines, puede aparecer el viejo de la cicatriz, o la vieja representante del cuerpo de guías, o el vendedor de sogas, para convencernos de emprender una nueva etapa en nuestro descenso. Pero no podemos bajar mas. Debe haber un error en algún lado.
Dindir, Balibar y Hecher no dan la impresión de oír los violines. Terminan de atar al loco y lo hacen rodar hasta que queda bajo la ampliadora. Luego Dindir se sienta frente a nosotros, Balibar se queda haciendo guardia junto al loco y Hecher se acerca a mirar las fotos que están sobre nuestras cabezas, en la pileta. Esta vez no hay micrófonos, cámaras ni aparatos entre ellas y nosotros, pero de todos modos nos dominan. Seguramente es un efecto de los violines.
—Nosotros nacimos pensando juntos —conseguimos decir, haciendo un esfuerzo.
—Esa es la propiedad más sorprendente de los aparatos —dicen—. Obligan a reestructurar la memoria —los violines acompañan su discurso: ahora tocan una música de misterio. La situación nos recuerda otro discurso, el de la supuesta Computadora Central; escondidos tras la pantalla y la voz de barítono, también entonces hubo violines—. Una vez creada la conexión de donde surge la mente compartida, la memoria no tiene otro remedio que reordenarse, moviéndose hacia atrás en el tiempo, hasta interpretar de una manera diferente todo lo ocurrido antes. Por eso tuvimos que interrogarlos a fondo. Fue un modo de ayudarlos a hacer ese trabajo de reconstrucción, y también la manera de asegurarnos de que los aparatos funcionaban.
Los violines se callan. Hecher saca una foto del agua, se la muestra a Dindir y luego a Balibar, y la devuelve a su sitio. Mientras tanto, siguen hablando. Lo que dicen es un disparate, pero, como suele ocurrir con los disparates, tiene algo de sentido. Todavía recordamos el interrogatorio, y el modo en que nuestra propia historia nos sorprendía. Sin embargo, no conseguimos interesarnos en sus explicaciones. Acabamos de pensar en los carceleros, que deben estar allá arriba, en sus nidos de águila, observándonos, controlando la situación, divirtiéndose con nosotros. La visita de Dindir y compañía debe tener algún sentido para ellos, una utilidad. De otro modo no la habrían permitido.
—La cuestión —dicen las tres—, es que nosotras mismas quedamos asombradas por el resultado del experimento. Mientras volvíamos a Coracor, Hecher se las ingenió para someternos a la acción de los aparatos sin que Balibar y Dindir se dieran cuenta. Cuando comprendimos lo que había ocurrido ya era tarde para volver atrás —las tres sonríen al mismo tiempo—. Y tampoco queríamos volver atrás, porque pensar juntas es algo extraordinario. Descubrimos en nuestra mente compartida facultades que nunca habíamos imaginado.
La sangre del loco avanza por el suelo como un río, y Balibar se corre a un costado para que no le moje los pies. Sin los violines, el relato nos recuerda las fábulas del loco. Hasta nos parece encontrar un parecido entre la voz de las tres exploradoras y la voz del loco.
—La única dificultad —dicen las tres— fue conseguir un equilibrio entre los recuerdos contradictorios que nos quedaron: por un lado, el intento de nuestra memoria de construir toda una vida pensando juntas, y por el otro, nuestro conocimiento de la verdad. Nos llevó todo el viaje acomodarnos a esta nueva situación.
Hecher se cansa de las fotos y va a sentarse con Dindir. A la luz roja las tres tienen el color de la sangre del loco. Se nos ocurre preguntarles por qué han venido a contarnos todo esto, pero no vale la pena. Aunque tengan algo en común con el loco y con la supuesta Computadora Central, a lo que más se parece su presencia es a las visitas de las cabezas de luz. Las palabras que pronuncian nos llegan como ruido, un ruido más que se suma a los que nos han rodeado siempre. En el techo, los carceleros deben estar manejando sus máquinas fantasmales, creando la ilusión de una Dindir que parpadea con su único ojo bueno, de un río de sangre que avanza, de un laboratorio fotográfico donde las fotos no salen como deben. Pero así como no nos atrevemos a cerrar los ojos para no ver, tampoco podemos cerrar los oídos.
—A todo esto —dicen las tres—, nos habíamos llevado de Varanira un ejemplar del Consejero, y lo leímos de punta a punta. Los varanires tienen razón al respetarlo, pero no por los motivos que suponen. El Consejero, leído ordenadamente, da una descripción del universo. Los versículos parecen arbitrarios, pero esto es porque el universo es arbitrario. Un capítulo se contradice con el siguiente, pero el universo también se contradice. El Consejero contiene todas las verdades y todas las mentiras, y todo lo que está entre la verdad y la mentira —escapando de la sangre del loco, Balibar termina por apoyarse en la puerta—. Y si tuvimos el coraje y la paciencia necesarios para leerlo hasta el final fue porque en él encontramos una pista sobre la importancia real de nuestra expedición a Varanira. De un modo vago pero comprensible, el Consejero nos explicó para qué servía que ustedes pensaran juntos.
Detrás de nosotros, al otro lado de la pared, hay movimientos. Los percibimos en la periferia de los sentidos, como una vibración o un murmullo. Tal vez sean las máquinas de los carceleros. O los habitantes del fondo del pozo. O el producto de alguna nueva leyenda, todavía demasiado inmaduro para tener una forma definida.
—Según el Consejero —dicen las exploradoras—, existe una contrapartida del Centro, cuyo objetivo no es luchar contra el aumento de la entropía, sino todo lo contrario. Luego de crecer de modo independiente durante un tiempo, el Anticentro descubrió que para seguir creciendo debía infiltrarse en el Centro.
Durante un segundo nos parece que quien habla es el hombre del gorro rojo, en la sala de reuniones, al pie de la escalera. Era él quien creía en un Centro paralelo al Centro, en un Poder paralelo al Poder. Las mismas cosas que según el loco no existen, el enemigo que la nueva versión del Consejero desconoce. Mientras tanto, la vibración y el murmullo escondidos más allá de la pared se acercan. Hay pasos, voces, como los pasos y las voces que percibíamos desde nuestra oficina en Varanira, desde los rincones del pozo, desde los escalones de la prisión.
—La orden que recibimos —dicen las exploradoras—, de ir a Varanira, interferir con una sucursal del Centro y obligarlos a ustedes a pensar juntos, fue parte de esa infiltración. No lo descubrimos a tiempo porque esa orden nos llegó por los medios habituales, a través del Sorteo. No teníamos razones para sospechar.
Hay una pausa, un silencio durante el cual el aire se espesa y se calienta. Es como el instante en que el pie se detiene a pocos centímetros por encima de un insecto, haciendo puntería. Imitando a las tres cabezas de luz, las tres exploradoras sonríen. Luego se inclinan hacia adelante, para acercarse a nosotros.
—Y ahora lo más importante —dicen—. La razón por la que ustedes debían pensar juntos era…
Un grito nos impide oír el resto de la frase. Es lo mismo de siempre, el mismo final que tuvo la promesa del pico de águila, cuando nos quiso hacer creer que revelaría el modo de escapar de la prisión. Otra vez, la sincronización es perfecta: el grito de la víctima oculta la revelación. Pero ahora la víctima somos nosotros mismos. Es nuestro propio grito el que nos ensordece. Las tres exploradoras quedan inmovilizadas, como las estatuas del viejo de la cicatriz, mientras nosotros nos ponemos de pie.
Si gritamos es porque no podemos oír más. En nuestra mente compartida hay demasiadas leyendas acumuladas. De pronto nos damos cuenta de que lo único que conocemos del mundo son leyendas, que no hay otra cosa que leyendas girando permanentemente a nuestro alrededor. En cada momento dé nuestra vida hubo un loco con traje de buzo contándonos cuentos, una historia de gotas vivas o de cerebros eólicos distrayéndonos de la acción real.
La Computadora Central, en Varanira; el origen del Consejero; las explicaciones sobre el funcionamiento del Centro; el sistema del karma; la ciudad al otro lado del río; las otras sucursales del Centro formando una telaraña entre las estrellas, eran todas leyendas. El pozo de Guirnalda era un universo de leyendas.
Los aldeanos, empezando por el viejo de la cicatriz, nos contaron leyendas. Dindir y compañía, mientras invadían nuestro mundo de planillas y números; el supuesto dueño del pozo; las cabezas de luz; el hombre del gorro rojo; todos nos contaron leyendas. Fueron leyendas los poderes del hueso en forma de X, el hombre de la voz gangosa que aparentemente dibujó nuestra oficina, los versículos del Consejero paseando por nuestra mente, las Ordenanzas, los contratos; el Palacio de los Espejismos de Utilería, la caída de Gadma, los dioses, la nostalgia de las rocas, las ilusiones de cada abertura de la prisión que exploramos. De nada tenemos pruebas, en nada podemos confiar. Siempre aparece el equivalente de una fotografía revelada para sacarnos del engaño y meternos en un engaño nuevo.
Pero lo que realmente nos hace gritar es que las leyendas no son pasivas. Luchan entre ellas. Hay ejércitos de leyendas que libran batallas eternas para decidir cuál se impone a la realidad. Y nuestra percepción de las cosas depende de qué ejército lleva las de ganar en un momento u otro. Presenciarnos el espectáculo de las leyendas victoriosas, hasta que otro ejército las supera y el espectáculo cambia. Sus maniobras nos arrastran como una marea, para dejarnos en una playa desconocida hasta que la siguiente marea nos envuelva otra vez.
Dejamos de gritar cuando el dolor de las gargantas se hace insoportable. Cumplido su cometido, Dindir, Balibar y Hecher se mueven otra vez, se ponen de pie, abren la puerta y salen de la habitación. Al mismo tiempo, la sangre del loco retrocede, y el cuerpo empieza a agitarse. Antes de que el loco termine de romper las cuerdas, Dindir y compañía ya están corriendo por los escalones de la prisión, y un segundo después se pierden entre los fuegos.
Queremos ir en alguna dirección, pero no sabemos cuál elegir. Entonces volvemos a sentarnos. Detrás, los movimientos continúan: ya han encontrado un tono, y ahora se perciben parejos y sostenidos. Delante, el loco consigue levantarse. Debe quedarle poca sangre, porque está pálido. Nos señala.
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —pregunta. Apenas puede mantener el equilibrio. A su espalda, más allá de la puerta, empiezan a aparecer las cabezas de los curiosos más valientes. Alrededor de las cabezas se ven las aureolas de los fuegos y los pases trágicos del humo. Arriba están las nubes fosforescentes, y mucho más arriba los dueños invisibles del espectáculo, si es que ellos a su vez no son títeres de otras manos, más poderosas.
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo? —insiste el loco. No sabemos de quién será la victoria esta vez, pero no es nuestra. No nos quedan fuerzas. Usamos las últimas energías para arrancar el collar con el hueso en forma de X del cuello de Gadma y tirarlo hacia los curiosos. Alguien lo ataja. Peor para él. Oímos un ruido y, sin levantarnos, damos media vuelta: en la pared que está junto a la pileta se está abriendo una ranura. Por algún motivo, Calibares conserva la linterna. La enciende y la apunta al interior de la ranura. No se ve nada.
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo?
La ranura crece hasta que se transforma en otra puerta. Del otro lado, los movimientos invisibles nos llaman. Nos arrastramos hacia adelante y nos metemos en la oscuridad. En su nicho inconsciente, el Consejero empieza a moverse al azar, como los vehículos de la ciudad que veíamos al otro lado del río. El loco también se arrastra, siguiéndonos.
—¿Oyeron hablar del fondo del pozo?
En la prisión, los curiosos corren. Pero la ranura se cierra antes de que puedan alcanzarla.
me voy a poner aparatos en los dientes y estoy muy asustado si me manda un mail al correo agusjack2002@hotmail.com
y me tratan de tranquilizar y hacerme entender que no me va a pasar nada se los voy a agradecer
esta pagina esuna basura
la verdad me gusto