El fondo del pozo
7
En su recorrida previa por la cornisa, Calibares apenas se había asomado a la entrada del túnel, y no tenía la menor idea de lo que había más allá. Apretados tras él en la cornisa, y dando pasos cortos para no resbalar, recordamos una leyenda aprendida en la biblioteca de la nave, que parecía tener relación con lo que nos esperaba. Según esa leyenda, a poco de bajar por el pozo el explorador se topa con el túnel conocido en Guirnalda como Palacio de los Espejismos de Utilería. El Palacio de los Espejismos, dice la leyenda, está lleno de niebla, y en medio de la niebla aparecen estructuras y armazones de todas clases, que apenas se pueden distinguir. Con esas estructuras y esos armazones, más unas pocas ilusiones ópticas y la ayuda de la niebla, los guardianes del Palacio construyen los espejismos. Los guardianes son personas elegidas por su sensibilidad que estudian durante años y años, desde la infancia hasta la madurez, para especializarse en una de las tres ramas del Arte de los Espejismos. La primera rama, a la que pertenece la mayoría de los guardianes, se ocupa de los talleres del Palacio, donde continuamente se están construyendo nuevas estructuras y nuevos armazones, que son la materia prima de todo espejismo. La segunda rama, a la que es más difícil acceder, se ocupa de la elección y el mantenimiento de las estructuras y los armazones, y de reemplazar lo que se rompe, lo que no es apropiado y lo que pasa de moda. Al conocimiento profundo de la tercera rama sólo llegan los guardianes más capaces, porque es infinitamente compleja: se ocupa de la niebla y de la luz, de tal modo que la niebla sea al mismo tiempo transparente y opaca, y la luz oculte más de lo que aclara.
Así, cuando el explorador entra al Palacio ve unas formas que en sí mismas no son nada, a las que da significados propios. Se dice que nadie ve las mismas cosas que otro en el Palacio de los Espejismos de Utilería, que las combinaciones entre espejismos y significados son infinitas, aunque ni los espejismos ni los significados lo sean. A todo esto, los propios guardianes jamás ven un espejismo. Para su desdicha, el Palacio se les aparece como una colección de maderas sin lustrar, clavos oxidados y aserrín, todo cubierto por una neblina húmeda y pegajosa que los mata jóvenes. Es que parte de su estudio consiste en aprender a distinguir las ilusiones de la realidad, porque ésa es la condición esencial de todo buen ilusionista.
La leyenda nos parecía agradable, y nos hubiera gustado encontrarnos con alguno de esos viejos guardianes que estudian durante cuarenta años para trabajar cinco. Pero no pudimos comprobar la veracidad de la historia, porque jamás supimos a qué llaman espejismos las viejas de Guirnalda.
El túnel era un tubo liso de tres metros de diámetro, que daba vueltas y se retorcía sobre sí mismo a cada paso.Lo que más nos importaba era alejarnos de la cornisa, así que nos metimos en su interior sin pensarlo dos veces, y empezamos a avanzar rápido. Pero el pozo parecía haber gastado sus recursos para amenazarnos, porque el escenario cambió por completo. No había niebla ni clavos oxidados como quería la leyenda, pero la linterna de Calibares sacaba reflejos de las paredes, que por algún efecto óptico se reproducían una y otra vez, hasta que quedábamos rodeados por una cascada de luces de colores. Era como caminar por el interior de un caleidoscopio. Las formas luminosas que aparecían a cada curva del camino bailaban y se entremezclaban, y no había dos iguales.
Calibares iba adelante, como de costumbre, y nosotros nos apretábamos todavía contra él, pero esta vez para ver mejor. A poco de andar ya estábamos encantados con las luces. Mirábamos hacia un lado y hacia otro, siguiendo la evolución de alguna figura especialmente atractiva que se tejía y se destejía ante nosotros. Tanto nos entusiasmamos que al principio no vimos que algunas de esas figuras no cambiaban. El primero en darse cuenta fue Sabrasú.
—Eso no es una luz —dijo de pronto, señalando algo que colgaba de la pared.
Tratamos de acercarnos para verlo mejor, porque el desfile de reflejos nos confundía la vista, pero resbalábamos en el piso curvo como si estuviera encerado. Finalmente lo conseguimos empujándonos unos a otros: Gadma se quedó en el centro, sosteniendo a Calibares, y Calibares estiró los brazos todo lo que pudo sosteniendo a Sabrasú, que así llegó junto al objeto.
—Es un teléfono —anunció.
Levantó el tubo y agitó la horquilla. Luego discó algunos números al azar, pero no ocurrió nada. Iba a colgar cuando salió una voz del tubo, la misma que habíamos oído en la cornisa, y cuyo dueño conocía nuestra costumbre de pensar juntos.
—Van atrasados —dijo, lo bastante fuerte corno para que todos oyéramos.
—¿Quién habla? —preguntó Sabrasú.
—Si se apuran me van a encontrar—dijo la voz—, y entonces les diré mi nombre —una risa—. Me gustan los misterios.
Era una voz de barítono, fuerte y bien impostada. Transmitía una sensación de autoridad de la que era difícil desentenderse. En otra situación le hubiéramos obedecido sin dudar. En el pozo, sin embargo, estábamos aprendiendo a ser prudentes y a no guiarnos por las apariencias. Queríamos hacerle más preguntas, pero Gadma resbaló y los tres caímos rodando por el suelo. Cuando nos levantamos el teléfono había desaparecido.
De todos modos nos olvidamos enseguida de él, y también de la voz. Durante nuestro operativo para llegar a la pared Calibares había guardado la linterna en un bolsillo, sin fijarse en que el túnel seguía tan iluminado como antes. No necesitó explicarnos lo que ocurría, porque era evidente. Tratamos de encontrar la fuente de tanta luz, pero no aparecía por ninguna parte: todos los puntos del túnel, desde el piso hasta el techo, brillaban como si estuvieran tapizados de luciérnagas.
Gadma recordó su cámara y sacó varias fotos, sin saber demasiado bien qué enfocar. Después seguimos avanzando. A cada minuto los objetos fijos aparecían con más frecuencia, y así pasamos junto a una pintura que representaba la aldea de la cima de la montaña, una biblioteca llena de libros en blanco, un espejo en el que nos vimos bajos y gordos y otro donde aparecíamos altos y flacos, una máquina con ruedas y botones cuya función no comprendimos, una espada, una canilla que goteaba. Preferíamos no detenernos, porque empezábamos a temer que el túnel no terminara nunca, pero a veces había algo que nos llamaba la atención, y así pasamos varias horas, durante las cuales Gadma sacó centenares de fotos, Sabrasú desarrolló decenas de teorías y Calibares tiró de nosotros cada vez más inseguro y más apurado.
Al final llegamos a otro teléfono. Íbamos dispuestos a ignorarlo, pero empezó a sonar. Atendió Gadma.
—¿Quién les enseñó a caminar? —dijo la voz que ya conocíamos, enojada—. Por mí hagan lo que quieran, porque son ustedes los interesados en encontrarme, pero…
—¿Nosotros interesados? —interrumpió Calibares—. Si ni siquiera sabemos quién es.
—A este paso no lo sabrán nunca —dijo la voz, y cortó.
Cuando nos alejamos del segundo teléfono el túnel empezó a cambiar. El piso se fue extendiendo hacia los lados, y al cabo de un rato era una superficie plana, que se unía con las paredes en ángulo recto. En el tramo siguiente había sillones, alfombras, relojes de péndulo que marcaban horas diversas. Las luces de colores habían ido desapareciendo, y ahora el túnel estaba iluminado por unas lámparas que colgaban del techo a intervalos de cinco metros. Calibares estaba nervioso, sentía el peso de sus deberes de guía, y se conectaba y desconectaba a cada momento, sin que pudiéramos controlarlo.
—No puede ser —dijo, tras unos minutos de pensar solo—. Anduvimos kilómetros.
—¿Cuál es el problema? preguntó Gadma, mientras fotografiaba un helecho.
—La montaña no es tan ancha —dijo Calibares.
—Pero el túnel da muchas vueltas —dijo Sabrasú—. Un guía debería darse cuenta.
Calibares no contestó, pero no porque le faltara qué decir. Acabábamos de pasar una curva cerrada, y nos encontramos de pronto en una sala de estar, con su correspondiente sofá, su mesa y lámparas en los rincones. En la pared de enfrente había un tapiz que representaba una pantalla de televisor con una cara femenina en el centro, y junto al tapiz un piano. El aire estaba lleno de olor a incienso.
Durante los primeros segundos no supimos qué hacer. Luego Calibares vio un papel que estaba sobre la mesa y fue a buscarlo.
—Ahora van mejor —leyó—. Se merecen un descanso. Pasen al dormitorio y repongan tuerzas.
En cuanto Calibares terminó de leer nos sentimos terriblemente cansados. No teníamos relojes, así que no podíamos saber la hora, pero nos parecía haber vivido el día más largo de nuestras vidas. No se nos ocurrió pensar que la voz tuviera algo que ver con ese estado.
—¿Dónde queda el dormitorio? —preguntó Gadma.
Parecía no haber salida, pero después de buscar un poco encontramos una puerta oculta tras el tapiz. El dormitorio estaba al otro lado, y había tres camas, cubiertas con sábanas blancas. Sabrasú apoyó una mano en la más próxima y empujó hacia abajo: era mullida.
—Éste debe ser el lugar que nos prometió el viejo de la cicatriz —dijo Sabrasú.
—¿Y si vienen los dueños? —preguntó Gadma.
—Les pedimos disculpas —dijo Calibares—. De todos modos, nadie les manda poner sus camas en medio del camino.
Comimos los últimos restos del alimento que habíamos comprado en el almacén de la ciudad. Luego nos acostamos sin pensar en sacarnos la ropa, y debimos dormir muchas horas, porque nos despertamos con los ojos hinchados y otra vez muertos de hambre. Lo único que teníamos eran los dos odres que nos había vendido la mujer de la aldea. Sacamos uno de entre los bultos y tomamos unos pocos sorbos del líquido gomoso, acompañado con agua de las cantimploras. La mujer había dicho la verdad, porque el hambre se nos fue enseguida.
El dormitorio tenía dos puertas: una llevaba a la sala de estar, y la otra a un pasillo. Calibares se fue por el pasillo para buscar una salida, sin darnos tiempo para detenerlo: le importaba más cumplir su papel de guía que quedarse en todo momento con nosotros. Gadma sacó papel y lápiz para empezar a escribir el informe; estuvo pensando un rato, mientras se comía la punta del lápiz, y luego le preguntó a Sabrasú:
—¿Cómo se escribe un informe?
—Si Gadma no lo sabe —dijo Sabrasú—, menos lo puede saber Sabrasú.
—Gadma sabe escribir muchas cosas—dijo Gadma—, pero jamás escribió un informe.
—Podríamos preguntarle al Consejero —dijo Sabrasú.
—Sabrasú está distraído —dijo Gadma—. No lo trajimos. Lo dejamos en Varanira.
Sabrasú cerró los ojos para pensar.
—Seguramente hay que narrar los hechos tal como van ocurriendo —dijo después.
—Pero Gadma ni siquiera sabe cuáles son hechos y cuáles no —dijo Gadma.
Nos quedamos callados bastante tiempo. Por primera vez nos daba la impresión de que hasta entonces habíamos visto lo que el pozo quería mostrarnos, y de que habíamos aprendido muy poco sobre la realidad del pozo. En cierto modo, todo el pozo podía ser un Palacio de Espejismos de Utilería. Con el Consejero a mano, la cuestión hubiera sido muy diferente. Sabrasú se rascaba continuamente atrás de una oreja, y Gadma escribía una palabra, la borraba, escribía otra y volvía a borrarla. Después llegó Calibares.
—Esta casa no termina nunca —dijo, y nos mostró otro papel—. Además Calibares encontró esto.
El papel decía: “La distancia que los separa de mí no es puramente física. Para encontrarme, deben aceptar que lo desean.”
—Esto es ridículo —dijo Gadma.
—Porque lo único que deseamos —siguió Sabrasú.
—Es ver otra vez la luz del sol —terminó Calibares.
Por lo menos volvíamos a pensar juntos, lo que siempre nos daba un poco más de tranquilidad. Preparamos los bultos y salimos detrás de Calibares.
El pasillo tenía decenas de puertas a ambos lados. Calibares abrió algunas, para mostrarnos lo que había al otro lado: escaleras de mármol que terminaban en un pantano, el interior de un ropero, una mesa de billar. Al final pasamos a un jardín que florecía bajo un sol artificial. Subimos por una escalera, atravesamos una puerta baja y entramos a una sala circular que, otra vez, tenía decenas de puertas.
Calibares siguió guiándonos lo mejor que supo, pero podíamos estar dando vueltas siempre en el mismo lugar sin darnos cuenta. Nuestra única garantía era asegurarnos de que todas las habitaciones que veíamos fueran diferentes. Y así Gadma aprendió a hacer su informe: empezó describiendo habitaciones, para tener un registro de los lugares visitados y no depender de nuestra memoria; después fue tomando nota también de nuestras conversaciones, de sus propias preguntas, de las teorías de Sabrasú y las indicaciones de Calibares; finalmente, en una ocasión en que pasamos horas discutiendo sobre nuestro descenso de la boca del pozo a la cornisa, su versión textual de la discusión se transformó en la primera parte del futuro informe. Luego vendría el trabajo de ordenar las anotaciones para que fueran más presentables, pero por ahora teníamos demasiadas cosas en qué pensar, y Gadma decidió dejar esa preocupación para otro momento.
Anduvimos mucho tiempo por esa casa interminable construida en medio de la montaña, y no encontramos a nadie. Pasamos por oficinas que nos recordaban nuestro lugar de trabajo en Varanira, por catacumbas llenas de humedad donde las ratas nos mostraban sus dientes, por salones alfombrados y barracas oscuras. Ninguno de esos lugares estaba habitado. Subimos por cuerdas con nudos y bajamos en un ascensor automático, sin encontrar otros usuarios. Contamos miles de salas de estar y jardines cubiertos, sin conocer a sus dueños. Cuando estábamos cansados aparecía un dormitorio preparado para nosotros; o tal vez nos sintiéramos cansados al ver los dormitorios. Cada tanto nos deteníamos, tomábamos cinco sorbos cada uno del líquido gomoso y seguíamos viaje. Teníamos problemas con el agua: había pocas cocinas y pocos baños donde pudiéramos abrir una canilla, lavarnos y llenar las cantimploras; casi todo el tiempo estábamos sedientos, y dejábamos atrás un rastro de suciedad.
De las otras expediciones, anunciadas por el chico del plano, no había rastros.
A cada rato recibíamos mensajes de quien decía esperarnos. Seguíamos sin saber quién era. A veces nos hablaba por teléfono, o desde un grabador que se ponía en marcha cuando pasábamos junto a él. Pero también nos dejaba notas, o ponía señales en nuestro camino. La mayoría de los mensajes insistía en que debíamos desear el encuentro, y trataba de apurarnos. El resto comentaba nuestra exploración, casi siempre tratándonos como principiantes que no sabían lo que hacían.
Pronto empezamos a discutir sobre los días transcurridos: no teníamos cómo medir el tiempo, fuera de nuestro propio ciclo de actividad y descanso. No comprar relojes antes de subir a la montaña había sido un error, entre los tantos debidos a nuestra imprevisión. Gadma hablaba de semanas, porque veía crecer el informe y le parecía imposible haber escrito tanto en menos tiempo. Calibares prefería pensar en unos pocos días, tal vez a causa de su orgullo de guía: no podía admitir que una simple casa, por grande que fuese, le llevara semanas de exploración. Sabrasú tardó en opinar: lo hizo recién cuando se acabó el segundo odre del líquido gomoso, y se limitó a recordarnos lo dicho por la vendedora:
—Un mes.
Nos sentimos más cansados que nunca.
El siguiente mensaje que recibimos decía: “Ahora no les queda alternativa. Si no quieren morir de hambre, búsquenme.”
—Muy bien —dijo Calibares—, Lo vamos a buscar, ya veremos dónde.
Abrió una puerta que teníamos al lado, y entramos a una habitación desnuda, con el techo, el suelo y las paredes blancos. Cruzando la habitación había otra puerta, pero estaba cerrada con llave. Dimos media vuelta, y entonces una parte de la pared que estaba a nuestra derecha se corrió, dejando ver una pantalla con una cara en el centro. Era la misma imagen del tapiz que habíamos visto en la primera sala de estar.
—Buenas tardes —dijo la cara—. Después de todo, fueron puntuales.
La voz era la que habíamos venido oyendo desde nuestro paso por la cornisa, varonil y autoritaria. Pero contrastaba con la cara de la pantalla, que pertenecía a una mujer joven, rubia y de ojos verdes.
—¿Y usted quién es? —preguntamos
—Yo soy la Computadora Central.
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