Mes: febrero 2005

La isla

Desde el momento en que abre la puerta, el hombre no me deja hablar.

—Me alegra que haya venido —dice—. Venga por aquí.

Señala a un lado de la casa, un sendero de lajas que avanza entre la pared y el ligustro, y empieza a caminar. Aparenta unos treinta años. Está quemado por el sol, doblado por los vientos, envejecido por la ropa. Arriba, el cielo acumula capa tras capa de nubes, en preparación de algo que nadie, y mucho menos los meteorólogos, puede predecir.

—No esperaba que llegara tan pronto —sigue diciendo el hombre—. Llamé ayer, y me dijeron que tardarían más de una semana.

Quiero protestar: partí hace dos días, no sé de ninguna llamada. Pero el hombre, al que ahora sigo por el sendero de lajas, está decidido a seguir hablando.

—Pasé aquí toda mi vida, pero recién a los diez años empecé a hacer marcas. Acá está el patio, vea.

De pronto, el viento marino nos golpea. Todo cambia, especialmente el ruido y los olores. Me levanto el cuello del saco, aunque no haga frío. Acabamos de llegar a una superficie cuadrada cubierta de baldosas rojas, y ahí nos detenemos. No es grande: tal vez tenga tres metros de lado. Las baldosas son viejas, desparejas, y están sucias.

Unos pasos más allá está el acantilado, la caída, y finalmente el mar. Desde donde estamos no se ve dónde rompen las olas, sólo se las oye, como seres mitológicos que trataran de alcanzarnos con sus garras. El viento nos empuja hacia atrás.

—Es esa —señala el hombre, ahora casi a los gritos. Apunta con una mano al horizonte.

—¿Esa qué? —pregunto.

—La isla, ¿qué va a ser? La isla que se mueve.

Miro en la dirección que acaba de señalar, y encuentro a lo lejos algo que parece un barco distante, un dragón marino, la sombra de una nube de las muchas que se acercan. Sí, tiene que ser una isla, una roca en medio del agua, un nido de gaviotas. Pero no he venido a ver ninguna isla. Me ajusto la corbata, estiro el labio inferior hacia adelante, carraspeo, pienso en cómo llegar al tema que me trae por aquí. El hombre no me da tiempo.

—Aquí están las marcas —dice, mientras se pone de cuclillas junto al borde exterior del patio. Me acerco, y veo en la última línea de baldosas una serie de rayas imprecisas, grabadas con un objeto punzante, más o menos perpendiculares al borde del patio, que apuntan en dirección al agua—. Como le dije, empecé de chico. ¿Ve?, aquí —el hombre toca la primera raya de la izquierda—. Y seguí marcando la posición de la isla cada vez que cumplí años.

La mano del hombre avanza línea por línea, hacia la derecha. Algunas marcas son gruesas, otras largas, algunas más profundas, otras superficiales. Entre una raya y la siguiente hay dos o tres centímetros, a veces cinco, en un caso más de diez. Abarcan algo más de cinco baldosas. No llego a contarlas, pero un cálculo rápido me permite estimar que son unas cuarenta. El hombre es mayor de lo que creí.

Tengo otras cosas de qué hablar. Son importantes. He recorrido una distancia considerable, me he ensuciado los zapatos con barro, he preguntado en varias aldeas antes de encontrar la casa. Arreglo otra vez el cuello del saco, busco una lapicera en el bolsillo interior, miro a los lados, busco palabras, y sin embargo las palabras no aparecen.

—¿Qué son? —pregunto, señalando las rayas con la lapicera.

El hombre levanta la cabeza y me mira como si hubiera dicho una estupidez inmensa. Decepcionado, hace un gesto con ambas manos hacia afuera, hacia las olas.

—¿Qué van a ser? —exclama—. Son las marcas.

Me mira otra vez. Muevo la cabeza con rapidez de lado a lado, los labios arrugados, para indicar que no entiendo. El hombre aspira hondo y suelta el aire por la boca, en competencia con el viento que viene del mar. Cuando habla otra vez lo hace lentamente, a la manera de quien se dirige a un niño pequeño.

—Las marcas que hice para indicar por dónde iba la isla cada año —explica—. La isla que se mueve —alarga el índice de la mano derecha hacia la mancha que espera en mitad del océano—. Esa, ¿ve?

Me acerco al hombre y me inclino hasta apoyar las manos en las rodillas. El viento me echa el pelo sobre la frente. Miro una de las rayas y luego levanto la vista lentamente, con los ojos entrecerrados, hasta llegar a ese fantasma de la tierra que se parece a una nube.

—Cuando yo tenía diez años —dice el hombre—, la isla llegaba hasta acá —y señala otra vez la primera marca—. Con el tiempo se fue moviendo. El día de mi último cumpleaños llegó hasta ahí —y se inclina hacia mí, estirando el brazo derecho para señalar la última marca. Ahora ya está un poco más a la derecha. Apenas, claro. La diferencia casi no se ve.

Me pongo de cuclillas y busco mirar desde el mismo ángulo que el hombre, de una marca a la isla, de la isla a otra marca. Por delante de nosotros pasa al vuelo una gaviota: yo quisiera conservar el momento fugaz, inatrapable, en que oculta la isla por completo.

—¿No trajo cámara de fotos? —pregunta el hombre. No me da tiempo de responder—. Bueno, no importa. —Señala la lapicera que todavía tengo en la mano y agrega: —La cuestión es que escriba todo como es.

El hombre se incorpora, y yo también. Me aliso los pantalones, que el viento vuelve a arrugar. Me acomodo el pelo, que el viento vuelve a despeinar. Detrás de nosotros, la casa está en silencio. Las nubes se siguen apilando en lo alto. Hay menos luz que a mi llegada.

—El patio no va a durar para siempre, ¿se da cuenta? —dice el hombre tras una larga pausa—. ¿Cuántas baldosas quedan? Seis. Seis y dos tercios. ¿Cuánto tardará la isla en recorrer esa distancia? La cuestión es que un día el patio se va a terminar, y después ya no se sabe.

Nos miramos. Tengo la impresión de que ahora sí es mi turno, de que ahora debo decir algo. Pero no tengo la menor idea de qué.

Veo doble (13)

Imagen por Eduardo Abel Gimenez

Familia de aventureros

Antes de iniciar la narración de mi vida debo decir que provengo de una familia de aventureros. Mis antepasados han sido exploradores y pioneros, corsarios y almirantes, astronautas y montañistas, científicos locos y artistas ambulantes.

Alguien con mi apellido participó en la expedición de Amundsen al Polo Sur. Se lo ve en una vieja foto, el segundo de una hilera de cuatro hombres, casi irreconocible por los gruesos abrigos y el granulado de la imagen.

Alguien que aún no tenía mi apellido pero aparece en mi árbol genealógico acompañó a Colón en el primero de sus viajes. Trepó a los mástiles muchas veces, convencido de que iba a ver el fin de un mundo, hasta el día en que descubrió el comienzo de otro.

Alguien de una rama paralela fue a la Luna, instaló una pequeña bandera y se dejó ver a la distancia por millones de terrestres asombrados. Otro incorporó elementos esenciales a una sonda que nos trajo imágenes de mundos aún más remotos.

Un bisabuelo se adelantó a Edison en la invención del gramófono, y renunció a la gloria por la mujer que amaba. Una tatarabuela sugirió a Jules Verne dos o tres de sus novelas, basada en experiencias personales. Un tío lejano participó en el robo más grande de la historia de Inglaterra, y nadie lo supo, jamás, fuera de nuestra familia.

Algunos de mis ancestros avanzaron con Roca hacia un desierto habitado, y otros de mis ancestros lo vieron llegar y lucharon contra él. La fiebre del oro alcanzó a distintas generaciones, desde la búsqueda de Eldorado hasta los fríos de Alaska. Las historias de Marco Polo no habrían llegado a nosotros sin el sacrificio personal de un miembro de mi familia. Stanley y el doctor Livingstone jamás se habrían encontrado de no ser por el milagroso sentido de la orientación de uno de los nuestros.

Un tío acompañó a Gandhi. Otro a Mao. Otro a Stalin. Otro a De Gaulle. Mis parientes estuvieron a bordo de los barcos cargados de esclavos, capitanes y también involuntarios pasajeros. Algunos se dedicaron a extrañas actividades en Transilvania. Algunos construyeron ferrocarriles en sitios inhóspitos. Algunos fueron secuestrados por extraterrestres y regresaron para contarlo.

Mi padre vivió en Groenlandia, en Sudán, en Indonesia. Mi madre acompañó a Hillary y a Norgay en las alturas del Himalaya. Mi padre inventó un sistema para sobrevivir a un cardumen de pirañas. Mi madre descubrió once especies de arañas venenosas, todas las cuales llevan su nombre. Mi padre tenía siempre un arma bajo el brazo, incluso mientras dormía. Mi madre no quería separarse de su botella de vodka, que sólo usaba con fines medicinales.

Y aquí, querido lector, es donde entro en el relato.

Desde pequeño aprendí que se debe avanzar antes que retroceder, luchar antes que rendirse, correr riesgos, apostar fuerte, ser más que valiente, temerario. El día de mi nacimiento mi padre partió a dar la vuelta al mundo en globo. Cuando cumplí un año, mi madre descubrió cavernas en lo profundo del África que se extendían por mil quinientos kilómetros.

Cuando tuve dos años mis padres me entregaron a una tía para proseguir sus aventuras, y a partir de entonces jamás olvidaron enviarme una tarjeta anual para que supiera dónde estaban, qué nueva empresa acometían, qué límite dejaban atrás.

Durante mi educación primaria en una escuela de pueblo hubo parientes que lucharon en guerras injustas, volaron al interior de un tornado, construyeron máquinas esquizofrénicas. Luego pasé cinco años en un colegio secundario, descubriendo a cada momento que alguien con mi apellido exploraba el fondo del mar, salvaba a los gorilas de la extinción, descubría curas para enfermedades misteriosas.

Decidido a estudiar abogacía, encontré dificultades por la necesidad de trabajar mientras cursaba: los múltiples intereses de mis padres y el hecho de que rara vez estuvieran a menos de diez mil kilómetros de distancia les impedían enviarme dinero. Abandoné la carrera y empecé a trabajar en el mostrador de un banco. Allí permanecería treinta y dos años llenos de emoción, ya que periódicamente oiría noticias de mis primos, desde los trapecios más altos, los laboratorios más secretos, las fronteras más inestables.

Me casé con la secretaria del gerente, una mujer bonita y tranquila que comprendió intensamente el valor de la historia familiar. Con el tiempo compramos una casa y tuvimos dos hijos, a quienes instruí personalmente en los elevados estándares de nuestra familia. Ya de bebés tuvieron acceso a los archivos de fotos, las enciclopedias, los libros de viaje en que se mencionaba a quienes nos habían antecedido en la tarea de dejar huella en este mundo. Adopté el hábito de reunir los recortes de diario que hablaban de la parentela, y durante décadas nos sentamos cada sábado, por la tarde, a leerlos juntos.

Los dos se recibieron de contadores, tienen novia y trabajan de ayudantes en estudios del ramo.

Ahora que las décadas han ido quedando atrás, las canas cubren mi frente de nieve y los ojos ya no ven con la nitidez de otros tiempos. Pensar se ha convertido en un dificultoso laberinto. Las noticias del mundo exterior se fueron espaciando de a poco, hasta cesar por completo. No sé cuánto tiempo he vivido en una habitación sombría, cama, ventana y silla descoloridas, porque a partir de cierto día cada uno me ha parecido el primero.

Es en este punto, entonces, que ha llegado el momento de decir adiós. Por eso, a primera hora de la madrugada me levanté sin hacer ruido, me lavé la cara, me puse un sobretodo que alguien olvidó sobre mi silla, busqué la crema para el sol y una botella de agua y escapé de quienes se opondrían sin duda a mis designios.

A pesar de las dificultades para andar he llegado donde quería y he puesto rumbo al último destino. Ahora el sol brilla en un cielo despejado, la brisa me sacude el cabello, el ruido del agua me acaricia los oídos, y escribo esta línea final a bordo de una balsa a la deriva en el mar de las Antillas.

Veo doble (12)

Imagen por Eduardo Abel Gimenez

Veo doble (11)

Imagen por Eduardo Abel Gimenez

Veo doble (10)

Imagen por Eduardo Abel Gimenez

Tres años

Hoy La mágica Web cumple tres años. Mañana no se sabe.

Veo doble (9)

Imagen por Eduardo Abel Gimenez

Veo doble (8)

Imagen por Eduardo Abel Gimenez

Veo doble (7)

Imagen por Eduardo Abel Gimenez