El hombre vestido de amarillo está repartiendo flores. Nadie las acepta, aunque aclara que son gratis. Será que sólo tiene dos, y entonces todos desconfían. Ante un ramo grande alargarían la mano, sonreirían un poco, y caminarían unos metros, una cuadra, antes de tirar la flor a un tacho de basura. Pero hay dos flores nada más, y recibir la penúltima sería aceptar una complicidad extraña, un modo de ser pares, un igualarse con ese hombre de amarillo que entonces pasaría a tener una sola flor y así ya no habría reparto sino, tal vez, entrega. Y si no entrega, obligación.