¿Cómo era? ¿Cómo se hacía? Había formas, maneras, métodos. Recetas. No digo algoritmos, pero sí procedimientos. Se iban generando estilos, géneros. Aparecían estructuras. Usos y costumbres. A veces, reglas. Cada tanto, las partes se agrupaban en todos. Había un mundo ahí, una cantidad de corrientes a veces contrapuestas que creaban su propio espacio, su tiempo, que usaban una energía que de otra manera terminaría disipándose. Pero no me acuerdo de nada de eso.
Categoría: La última luz
Serquat atravesó las franjas de luz como si nadie la mirara. El silencio era abrumador. Otras personas caminaban en las regiones de sombra, algunas en grupos. La capacidad de decir adiós se incrementó en varios puntos de la escala Richter. Era útil ir contra la corriente. Era útil resistir. Serquat se secó el sudor de la frente con la camiseta del primer hombre que se le cruzó, y ni siquiera tuvo que perder el paso.
Cuento con la sombra de este sol gastado. El color es ocre. La mañana se escapa. No hay permiso para atravesar el bosque, y sin embargo los niños huyen hacia el Norte. Me inclino hacia adelante para verme los pies. Es invierno. Es triste. Es moneda corriente. El arroyo barato se escurre al otro lado del pasto como si fuera la primera vez. Tal vez llegue al mar.
Uno de los ángulos de arriba de la ventana del living se está redondeando. Lo mismo pasa con la esquina delantera izquierda del escritorio: donde había un unirse de rectas ahora aparece un arco, y el arco crece un poco cada día.
En cambio, la pelota de fútbol de mi hijo tiene más dificultades para rodar. Y al sol, aunque no puedo mirar mucho, me parece que le están creciendo ángulos.
Eso sí: no mires ahora, pero tus ojos siguen iguales.
Es de noche. Hay una luz en el horizonte pero no es la luna. Llueve. Tenemos frío como si fuera invierno. Hay que seguir caminando, siempre hacia un punto situado un poco a la izquierda de la luz, como nos explicaron hace un año. El ruido de las botas en el barro compite con la lluvia. Si hubiera cigarrillos creo que volvería a fumar. Un día esto termina, lo sabemos, pero las noticias son cada vez más tristes, y ni siquiera queremos prender la radio para escucharlas.
Usa bigotes espesos, pesados, oscuros, simétricos hasta el absurdo, cepillados, de pelos pulidos y brillantes como espejos, bigotes organizados en ondas que fluyen como agua del mar, superpuestos en capas que se abrigan unas a otras, ornamentales, ornamentados, como cuernos, sólidos, espumosos, bigotes de bicicleta, de gato, de acero, arquitectónicos, folklóricos, de campeonato, bigotes negros como la noche y azules como el cielo del atardecer, gigantes, geniales, gruesos, fractales, bigotes que se agitan con el paso y con el viento, espléndidos, estupendos, desenvueltos, y así cree ocultar la ausencia de boca.
A mitad de cuadra tropieza con una baldosa mal alineada y empieza a caer. Trae las manos llenas de bolsas y no atina a soltarlas, de manera que ya desde el comienzo sabe que acabará golpeándose la nariz, o por lo menos la mejilla, contra el piso, justo al lado de esa caca de perro que se seca a la sombra de las nueve de la noche.
No es justo. Venía teniendo pensamientos altruístas, venía creyendo que la gente es buena, y que él mismo debía ser aún mejor para merecer un lugar en el mundo. Venía repitiendo casi en voz alta tres buenas acciones que pensaba llevar a cabo ese mismo día, discutiendo con Dawkins y los genes egoístas, suponiendo que la humanidad en conjunto puede superar la condena de la biología. Y ahora que acaba de tropezar y está cayendo, se da cuenta de que hay algo en el universo que no responde a leyes éticas, y mucho menos a un concepto de justicia.
No es algo nuevo. Siempre lo supo. Siempre se dio cuenta, desde aquella vez que se decidió a patear en el culo al peor enemigo de la primaria y le erró. De manera que ni siquiera se siente original, o cree haber descubierto algo nuevo mientras el piso se le acerca cada vez a mayor velocidad y ya está claro que será la nariz, justo la nariz la que golpeará el trozo oscuro de cemento, a centímetros de la caca aún más oscura, en este rincón del universo donde a veces no llega la luz de las estrellas.
* “Tropiez” es la palabra que usa Liniers en la tira Macanudo como onomatopeya de un tropezón.
Al señor Jazmínez lo seguían por la calle, ida y vuelta. Miraba hacia atrás y ahí estaban, las narices pegadas a su ropa. Miraba hacia adelante y ahí iban más, caminando en retroceso como malos boxeadores.
En el colectivo se sentaban dos o tres en el mismo asiento que él. Pero si había mucha gente, del otro lado del pasillo abrían las ventanillas aunque fuera invierno.
En la oficina le habían puesto un escritorio pegado a la puerta del baño, y casi siempre dejaban la puerta abierta. Se sentaba entre una maceta donde no quedaban plantas y un paragüero casi siempre lleno con los restos de cuervo olvidados por otros.
De noche, ya en casa, el señor Jazmínez se ponía el pijama y se iba a dormir, muy derecho y quietito en el florero del living.
Cuando tocan bocina creen que nadie los puede identificar detrás de los vidrios oscuros, los lentes oscuros, los autos oscuros, con las manos fuera de la vista, escondidos en metal, poderosos por préstamo. Que uno piensa que es el de adelante, el de atrás, el de otro lado, el de ese autito blanco que no avanza. Pero yo los reconozco, los veo claramente, y si son más de tres que tocan juntos la bocina activo el rayo putrefactor que los convierte en almejas de otra década, medio hundidas en el asfalto, ahí donde ahora mismo va a pasar ese camión de la basura cubierto de barro pegajoso.
Ahora es el momento en que quiero dar el paso, hacer el gesto, iniciar la acción que ramifica el espaciotiempo y crea un universo paralelo. Pero mi temor es quedarme en este, donde tal paso, gesto o acción nunca empieza.