Me levanté antes de lo acostumbrado, poniéndome un short y pantuflas, moviéndome con una torpeza diferente de la habitual, frotándome un ojo por vez para mantener el otro en guardia.
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Si soy capaz de contar dos o tres, y creo que hay tres o cuatro más, que de momento no recuerdo, entonces redondeo y digo: tengo cuarenta o cincuenta problemas pendientes.
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Quería que imaginase la sangre mezclada con el barro, las armas apuntando a una luz distante en medio de la oscuridad, las oficinas del Estado Mayor donde el curso de las batallas se desviaba hacia un archivo de informes limpios y desinfectados.
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El espejo del botiquín estaba en uno de sus días amables, de modo que lo miré un rato.
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Sale del mercado sin haber podido evitar la compra de una linterna, cuatro papiros en blanco y un papagayo, que le será enviado por correo en los próximos días.
Eso es lo que yo llamo redondear problemas. Capaz a este ritmo, más tarde o más temprano, tenés unas cien o doscientas soluciones disponibles.
Redondo, redondo.