Las fábulas de Gimenez

(Recopilación de textos que aparecieron aquí entre abril y mayo de 2002.)

1. El zorro y el caracol

Andaba un zorro siguiendo el rastro de su cena cuando el azar lo llevó junto a una planta por la que trepaba un caracol.

El destino hizo que el zorro detuviera su paso junto a la planta y moviera la cabeza hacia la izquierda. El foco de sus ojos empezó a trazar una rápida línea recta en la dirección exacta en que el caracol se detenía también en su lento ascenso y orientaba las antenas.

Hubo un momento de tensión en el universo. Los propios dioses se preguntaron qué ocurriría. Por un instante mínimo, apenas un punto en el tiempo, el nudo casi infinito de las posibilidades giró en el vacío sin que se supiera hacia dónde empezaría a deshacerse.

Después, la mirada del zorro pasó exactamente dos centímetros por encima del caracol, y ambos siguieron su camino.

Moraleja: No, no hay mucho en un zorro y un caracol que les importe mutuamente. (*)

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2. La cucaracha y Dios

La cucaracha vio la mano del cocinero que caía sobre ella demasiado tarde para escapar corriendo. Sin embargo, para las cucharachas el tiempo transcurre con extrema lentitud, así que aún pudo examinar otras formas de salvarse.

Primero pensó en razonar con la mano. Pero la mano no actuaba por su cuenta. Encima de ella había un antebrazo, un codo, un brazo, un hombro, todos en la tarea de enviar la mano a aplastarla.

Entonces pensó en razonar con el cerebro que supervisaba la acción. Pero en el cerebro del cocinero sólo habría prejuicios (”toda cucharacha debe morir”). Y un cerebro humano sería demasiado lento para cambiar de actitud.

Finalmente pensó en un Dios que pudiera detener al cocinero. La cucaracha no estaba segura de que hubiera un Dios, pero en momentos tan críticos la sola posibilidad de Su existencia merecía ser explorada.

De modo que la cucaracha se dispuso a iniciar una oración. Pero antes de llegar a ese paso definitivo, al Paso Trascendental, había perdido demasiado tiempo en la tarea burocrática de detenerse en cada punto intermedio. El razonamiento limitado y estrictamente secuencial que la había llevado a comprender que la mano obedecía a otros músculos que obedecían a un cerebro que obedecía a algo superior le había quitado cada centésima de segundo disponible. Así, antes de que lograra siquiera encaminar sus pensamientos a ese Dios Eventual, ese Dios que de existir tal vez habría podido salvarla, ese Dios que, por otra parte, en caso de haber estado a priori dispuesto a salvarla quizá la hubiera dotado de otro estilo de pensamiento; antes, decía, de llegar a Él, la mano terminó su recorrido con un chasquido húmedo.

Moraleja: No vengo más a este restaurante.

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3. El gorrión y las dos ramas

Un gorrión volaba hacia un árbol del que salían dos ramas, una hacia la izquierda, la otra hacia la derecha.

El primer impulso del gorrión fue ir a posarse a la rama de la izquierda. Pero no, algo lo llevó a reconsiderar la decisión, y giró hacia la rama de la derecha.

De todos modos, no carecía de beneficios la posibilidad de utilizar la rama de la izquierda, así que una vez más torció el rumbo. Aunque la rama de la derecha, obviamente, tenía sus virtudes, y hacia allí reorientó su vuelo.

Un instante después, la rama de la izquierda volvió a parecerle tentadora. Corrigió la orientación, sólo para volver a engolosinarse con la perspectiva de un descanso en la rama derecha. Y otra vez quiso modificar la dirección que llevaba.

Pero era tarde. El gorrión se estrelló de cabeza contra el tronco.

Moraleja: Los árboles están mal diseñados.

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4. El pastorcillo y el lobo

Había una vez un niño que vagaba por los alrededores del pueblo. De pronto, desde unas grandes rocas, vio un lobo que buscaba comida.

—¡Lobo, lobo! —gritó el niño—. ¡Por favor, no te comas mis ovejas! —y corrió a esconderse entre las rocas.

El lobo, hambriento, corrió hacia aquella voz, pero no encontró ninguna oveja. Decepcionado, continuó su deambular. El niño, en tanto, reía en su escondite: había logrado engañar al lobo.

Lo mismo ocurrió al día siguiente. Viendo al lobo que aún buscaba llenar su panza, el niño gritó:

—¡Lobo, lobo! ¡Por favor, no te comas mis ovejas! —y otra vez se escondió entre las rocas.

El lobo volvió a ilusionarse. Salivando por la expectativa, buscó en todos lados hasta que, vencido, decidió retirarse. El niño reía cada vez más.

La historia se repitió varias veces, sin cambios. Hasta que un día el pastor del pueblo faltó al trabajo. El niño, por primera vez en su vida, recibió las ovejas para cuidarlas y así se convirtió en pastorcillo.

Llevando las ovejas de aquí para allá, como hacen los pastores en las fábulas, ocurrió lo previsible: el pastorcillo volvió a encontrar al lobo.

—¡Lobo, lobo! -gritó desesperado—. ¡Por favor, no te comas mis ovejas!

El lobo, como siempre, fue tras la voz lleno de esperanza. Y se comió todas las ovejas.

Moraleja: Persevera y triunfarás.

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5. El gato y el árbol

Una vez un gato entró en pánico, por motivos reales o no, y como suelen hacer los gatos corrió a treparse a un árbol. Llegó muy alto antes de mirar atrás, llegó donde el peligro seguramente no tenía derecho a perseguirlo.

Una vez ahí se detuvo y, en equilibrio sobre una rama angosta, consideró el siguiente problema: cómo iba a bajar. Estiró una pata hacia el tronco, lo acarició varias veces y comprobó que por ese lado estaba condenado a resbalar y caer. Dio media vuelta. Avanzó unos pasos por la rama, una pata por vez, suavemente, hasta asegurarse de que la rama no llevaba a ningún lado. Entonces retrocedió, muy lentamente, usando las uñas para aferrarse, hasta llegar de nuevo junto al tronco. Ahí se acostó. A falta de algo mejor, empezó a limpiarse.

Era de día, así que tenía que mantenerse escondido. Si alguien lo veía, iba a venir con una escalera para tratar de rescatarlo. Y se sabe que los gatos no quieren ser rescatados. De manera que, salvo las sucesivas operaciones de limpieza, se mantuvo quieto. Durmió, también, mientras pasaban las horas.

Se puso el sol. Se encendió alguna lamparita en la calle, débil, distante. La gente dejó de hacer ruido, dejó de pasar, apagó las luces en las casas. El gato, ahora completamente despierto, esperó un rato más, a que el último de los movimientos se acabara. Entonces, cuando ya no hubo riesgo de que lo descubriesen, se levantó, anduvo hasta el punto más lejano del tronco que se atrevió a pisar, y con un solo impulso decidido desplegó las alas y se fue volando.

Moraleja: Otra vez olvidé mi medicación.

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6. La hormiga y el camino de hormigas

—No soy yo el camino —se dice una hormiga que forma parte de un camino de hormigas—. Ninguna hormiga es el camino. El camino es la información, el recorrido, la carga. Y es el conjunto de contactos entre mis hermanas y yo lo que permite que el propio camino siga existiendo.

La hormiga avanza, sigue prolijamente la senda trazada mientras su mente elabora:

—Y sin embargo, no hay camino sin hormigas. Una hormiga determinada no importa: quitémosla del camino, y habrá un leve tropiezo, una duda, pero el camino seguirá existiendo. Dos hormigas, lo mismo. Pero vayamos quitando una y otra hormiga, y llegará un momento en que una sola hormiga menos significará la desaparición del camino. ¿Esa hormiga, entonces, es el camino?

Así estaban las cosas cuando su razonamiento fue interrumpido por un zapato del 43, izquierdo, que casualmente pasaba por allí.

Moralej [crunch]

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(*) Jorge Varlotta propuso otra moraleja para la fábula del zorro y el caracol: “No todo lo que reluce es oro.”

Author: Eduardo Abel Gimenez

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