La Feria de Palabras

(Textos varios sobre palabras, publicados originalmente en La Mágica Web.)

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En la Feria de Palabras había un tipo que encontraba significados para todas las combinaciones de cuatro letras. Otro tenía un adjetivo esdrújulo para cada persona que pasaba. Dos mujeres se alternaban para decir palabras, la primera usando letras de la A a la K, la otra el resto.

Hubo que cerrar el Pabellón Rimado, por la cacofonía que se generaba.

El Director de Verbos terminó renunciando por la presión de la Sociedad Adverbial.

Hubo muchos días nublados, jamás se cumplieron los horarios, la mitad de los stands estaba a oscuras, los colectivos dejaron de pasar por la puerta. Se armó un revuelo publicitario a partir de algunas palabras esponsoreadas y otras que terminaban en anto.

Se habló más de la cuenta.

Yo fui el viernes, cuando el humo era más espeso y los gritos se oían desde la plaza. Las ambulancias no daban abasto. Un helicóptero sobrevolaba la entrada a baja altura. Alguien entregaba volantes escritos en francés. Me quedé apenas media hora, y al salir encontré que todo era un poco menos claro.

Entonces llamó Candia y dijo: “Azul drástico morder.” Me rendí.

El sendero de las torres se llenó de gente apurada. Semáforo impotente. Guarida esquizofrénica. Jauría íntima. Danza panza. Atril. Cigueña. Simulacro.

No hubo dioses en la iglesia que erigieron a propósito. No hubo fieles. No hubo un domingo para pasar en el parque, lejos de las frases hechas. Se cansó el silencio. Se hizo tarde. Se hizo añicos. Se hizo odiar.

Cambió la perspectiva de las cosas, poco a poco, hasta que nadie pudo entrar a la salida, ni salir por los costados. No hubo frentes ni dorsos. Fin de las designaciones, start all over again.

Para el año que viene se dice que habrá algo de prolijidad, pero los regueros de tinta serán difíciles de limpiar.

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Cuando era chico creía que las avellanas eran las redondas, y las almendras las alargadas. La confusión duró mucho tiempo. Aún hoy, cuando miro almendras, tengo que pensarlo dos veces para no decir avellanas.

También de chico recibí en clase de inglés una lista de pares de palabras opuestas. Entre ellas, black y white. Sabía que eran negro y blanco, pero no en qué orden. Por similitud, deduje que black debía ser blanco (las dos empiezan con “bla”). Me enteré del error al día siguiente, pero tardé años en terminar de creerlo.

Las cosas no deberían venir en pares. El cerebro es demasiado complejo para ocuparse con eficiencia de algo así.

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Según su acentuación, las palabras pueden ser agudas, graves o inútiles.

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Tengo una relación pésima con la palabra peyorativo.

Se me mezcla con epopeya.

Me pasa que quiero decir que algo es peyorativo, y la palabra no me sale, y lucho pero no hay caso, me viene a la cabeza la palabra epopeya, que se le parece tanto en la rareza, y la cosa no cierra. Epopeya es un tapón, un corcho que me impide ver más allá, y tengo que renunciar a la frase, a veces a la conversación entera.

—Lo dijo en sentido epopeya.

—¡Pero eso es muy epopeya!

Ya sé que no es culpa de peyorativo, sino de mi cerebro. Pero que nadie diga que se trata de una palabra amable con las personas.

(P.D.: ¿Popeya es la epopeya de Popeye? ¿O este es un comentario popeyorativo?)

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Tres palabras terribles andan sueltas por el idioma, con la única oposición de una palabra breve, tierna, desprotegida. Grave, crónico, obtuso. ¿Quién no se tropezó con alguna de ellas, o con todas, una noche oscura, en el callejón más remoto de un texto? ¿Quién no las teme cuando andan a sus anchas, sembrando miedo, incertidumbre y dudas? Grave, crónico, obtuso… Si al menos tuvieran su contrapartida. Pero no:

¿Qué es lo opuesto de grave? Agudo.

¿Qué es lo opuesto de crónico? Agudo.

¿Qué es lo opuesto de obtuso? ¡Agudo!

Hay quienes ven signos de derrota. “Los agudos problemas de la economía”, por ejemplo, vienen a ser lo mismo que “los graves problemas de la economía”.

Con tanto desgaste, agudo va a quedar roma.

Es peliagudo.

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Si quisiera conminar no me saldría.

La impresión que tengo es que cada palabra requiere un músculo. Y ejercitar el idioma es como llevar a cabo esas acciones complicadas en las que ni tenemos que pensar: reírnos de un sarcasmo, bajar una escalera caracol, lavar los platos con dolor de espalda. Montones de músculos en acción, y nosotros como si nada.

De vez en cuando tropezamos con algo que requiere un esfuerzo especial, y entonces, por ejemplo, se nos ocurre preestablecer, o conmiserarnos, y hasta entablillar. Son músculos pequeños, indetectables, que se ponen en marcha tras varias protestas, pero al menos existen, están ahí a la espera de que una señal lo bastante intensa los despierte.

En cambio, conminar… No creo tener un músculo para eso.

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molestar > molestia
protestar > protestia

prestar > préstamo
aprestar > apréstamo
restar > réstamo

perseguir > persecución
conseguir > consecución (¡uy, sí, este funciona!)

morder > mordedura
perder > perdedura

freír > frito
reír > rito

escribir > escritura
prescribir > prescritura

Así estamos.

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Qué porquería de palabra. Qué asco. Como un caracol vivo en medio de la ensalada.

Los labios se fruncen, la lengua se encoge, y no pasa nada. No suena un beso, no se tocan los dientes. Hay que decirla en voz alta sintiendo los músculos de la boca para descubrir la frustración que se esconde en esta palabra.

Aguantar. ¿Echar agua? ¿Quitar o poner un guante? El origen apunta a la segunda, pero el baldazo de agua fría es lo que más se siente.

Dice la Real Academia, en uno de sus arrebatos cómicos: “6. tr. Taurom. Dicho de un diestro: Adelantar el pie izquierdo, en la suerte de matar, para citar al toro conservando esta postura hasta dar la estocada, y resistiendo cuanto le es posible la embestida, de la cual se libra con el movimiento de la muleta y del cuerpo.”

Dice la hinchada: apoyar a un equipo de fútbol, a una banda de rock, no importa lo que haga, de manera acrítica, aun sabiendo que se cae en lo más bajo de la escala (de cualquier escala que venga al caso), porque es lo que hay que hacer, porque es la única manera de demostrar algún valor, algún coraje, porque es el camino para alcanzar la pertenencia a algo, no importa a qué.

Aguantame: esperame sin salpicar, sin tirarme un guante.

Me aguanto: acepto maltrato, falta de baños públicos, hambre.

En palabras de la Real Academia, “en la suerte de matar”.

Basta, se acabó. No hay que aguantar nada. Y si hay que aguantar algo, por lo menos que sea con otra palabra.

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La palabra perplejo se pega a la lengua como chicle. Con “perple” nos enroscamos, nos enredamos, nos tropezamos, y no alcanza el escupitajo final de ese “jo” para liberarnos.

Así y todo, es una palabra bellísima, a los ojos, al oído, al tacto.

¿Y el significado? Si apareciera en un idioma que conocemos poco, jamás lo deduciríamos del contexto. En nuestro propio idioma es como una isla, un fragmento separado del resto, donde no encontramos raíces ni asociaciones. (Basta, no me vengan con el latín. No sé latín. Muchos no sabemos latín.)

Ese carácter de isla queda acentuado por la falta de palabras derivadas. Sólo hay un sustantivo, encima feúcho: perplejidad. Si al menos fuera perplejía, o perplejancia: suenan mejor, traen otra ideas. O si también hubiera un verbo: perplejar, perplejarse. ¿De qué otra manera se describe la transición del no-perplejo al perplejo? “Quedé perplejo”, se lee por ahí, como si fuera un salto cuántico, algo que no se puede dividir. ¿De qué manera quedé perplejo? ¿Qué ocurrió durante el proceso? “Fue entonces que me empecé a perplejar…”

Palabra isla, palabra paria. Maltratada. Al definirla, el Diccionario de la Real Academia da muestras de una torpeza insuperable: “1. adj. Dudoso, incierto, irresoluto, confuso.”¡Parece que se refiriera a un objeto! “Era un asunto perplejo.” “Me hizo una propuesta perpleja.”

Sin embargo, para cada palabra hay lugar en el mundo, hay riqueza, hay historia, folklore, arte. En medio de la batalla, Google tendrá que salir a demostrarlo.

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Cabriola es una de las tantas palabras hermosas del castellano.

Cabra y ola.

La cabra que hace olas.

La ola de cabras.

Pensamiento surrealista. Disparate y descripción precisa.

Boca que se cierra y vuelve a abrirse y termina en sorpresa. Cosquillas en la lengua.

A pesar de tanta palabra “a” y tanta palabra “de”, es un placer escribir en este idioma.

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Rodondendro y edredón son dos palabras tan afines que deberían nombrar cosas semejantes. Parecen parte de un idioma diferente, sonoro, estentóreo (”Rodondendro, edredón. ¿Dónde? ¡En derredor!”). Sin embargo, no sólo sus significados son divergentes: también las asociaciones que me despiertan, esas que probablemente vienen de cuando era chico y todavía andaba adivinando qué era qué. Edredón siempre me sonó a química, a efedrina. Rododendro, en cambio, podría ser un roedor exótico, un animal de largos dientes que hace agujeros en el desierto de un libro ilustrado de la década del 60.

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Gerd maneja demasiado rápido, tocando la banquina en cada curva, llevado encuestas por el olor del viento que empuja el parabrisas hacia atrás. Pero la palabra encuestas sobra en la frase anterior, vino de otra parte, traída por el mismo aire que Gerd tortura a su paso, arrastrada en dirección a este texto por las tensiones internas de otro texto, expulsada letra a letra a la banquina de un lado de la autopista sólo para que llegara al otro lado de la misma autopista, escupida, intrusa aquí y allá como un jarabe amargo en el sector de la farmacia donde sólo se vende a los niños.

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Para acceder a la verdad última debo olvidar que conozco la palabra bicicleta. Y sin embargo paso el tiempo pensando en bicicleta, bicicleta, bicicleta, bicicleta. Irresponsable de mí. Estoy condenado.

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“El miedo es el mensaje.” (McLuhan disléxico.)

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Faltan cuarenta y seis palabras para el fin del mundo, y transcurren sin temor como si quien las pronuncia no supiera contarlas, o no conociera el desenlace, o pensara que en realidad nada va a ocurrir, que de todas maneras la existencia es ilusión, espejismo, palabrerío.

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Alguien improvisa palabras
como si existieran en el diccionario.
Pero no hay idioma infinito
—qué pocas mentiras quedan por decirse.
Yo te contaría un secreto
si me prometieras conservarlo,
pero se lo vas a decir a otros diez.

¿Cuántos verbos tiene la tarde
desde el mediodía hasta la hora oscura?
¿Cuántas letras tiene tu libro,
ese que guardaste para no leerlo?
Yo te contaría un cuento
si me prometieras recordarlo,
pero te lo vas a olvidar otra vez.

Author: Eduardo Abel Gimenez

1 thought on “La Feria de Palabras

  1. me gusta mucho todo el post

    la perplejía me parece muy sugestiva.
    No logro despegarla de una sacristía (o abadía) de monjes desencantados o a punto de renunciar a su escolástica

    en cuanto a la feria, iría a ella por mi quilo de adverbios frescos y mi paquete de adjetivos de Esmirna

    me gusta mucho todo este post

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