Mes: noviembre 2010

Esos nombres

Vengo de leer For the Win, la novela más reciente de Cory Doctorow, en la versión digital que el autor regala generosamente en su sitio. Uno de los personajes centrales, el primero en aparecer, se llama Leonard Goldberg. La cuestión es que, unos capítulos más tarde, su apellido deja misteriosamente de ser Goldberg y se convierte en Rosenbaum. Su padre, que antes no había aparecido, se llama Benny Rosenbaum. De los Goldberg ya no se oye hablar… Hasta cerca del final de la novela, cuando nuestro querido Leonard recupera su apellido original (aunque en una conversación telefónica su madre tenga la ocurrencia de llamarlo Lawrence). Todo esto sin explicación, y sin relación con los temas de la novela.

Pero lo más gracioso no es la mezcla de nombres, que probablemente algún editor haya resuelto antes de que el libro llegara al papel. Resulta que en 2008 Cory Doctorow publicó una novela corta en coautoría con… ¡Benjamin Rosenbaum! (a quien sus amigos muy probablemente llamen Benny). Me pregunto cómo le habrá caído a Benjamin que el Benny Rosenbaum de la novela muera de un ataque cardíaco sin haber llegado a reconciliarse con su hijo adolescente.

De todos modos, eso sigue sin ser lo más gracioso. Ahora sí, prometo: lo más gracioso de todo es que la novela corta que Cory Doctorow y Benjamin Rosenbaum publicaron en 2008 se llama… (redoblantes…) True Names (Nombres Verdaderos).

Meteorito

El meteorito cae allá lejos, entre las montañas. Es de día, así que no hay espectáculo de luces. El ruido del choque tal vez llegue como un resto apagado, un rato más tarde, pero no se lo distingue entre los ruidos usuales. A las vacas y los pájaros, unicos testigos, nada de esto les importa.

Once años más tarde hay una vibración, como si un tren subterráneo pasara por debajo del campo donde otras vacas, herederas y derechohabientes de las anteriores, siguen sin preocuparse. Los pájaros se inquietan un poco, apenas. La vibración se repite, a la misma hora, el día siguiente. Y el otro día también.

Veintidós años después de la caída del meterorito se abren hoyos circulares en el suelo. Si las vacas supieran de medidas, verían que hay un hoyo cada ciento veintiún metros, y que si se los uniera con líneas se formaría un cuadriculado. Cada hoyo tiene once centímetros de diámetro. El interior de los hoyos se ve negro. Si los pájaros tuvieran interés en ciertas cuestiones, sabrían que las medidas indican un origen humano.

A los treinta y tres años del primer evento, los hoyos que no han sido cubiertos por una cosa u otra se cierran. Algo que viene desde abajo los clausura. A los pájaros esto no les cambia nada. Las vacas pueden andar más tranquilas, pero ni siquiera se dan cuenta.

A los cuarenta y cuatro años no pasa nada.

A los cincuenta y cinco años hay una tormenta eléctrica como nunca se ha visto en la región. Los rayos duran once minutos. En ese tiempo cae exactamente un rayo en todos y cada uno de los sitios donde antes había hoyos. Algunas vacas y algunos pájaros sufren heridas.

A los sesenta y seis años se firma un tratado de paz.

Tersos versos

Divertido el Diccionario Inverso. Por ejemplo, tiene 37 palabras terminadas en aña y 30 palabras terminadas en año. Es tan útil para escribir pavadas…

Hay una alimaña
en medio del baño.
Tiro una pestaña
y no le hace daño.

*

Con el paso del tiempo las agujas del reloj se van poniendo blandas, imprecisas. Empiezan a aceptar sobornos. Se quedan dormidas, y yo las acompaño.

*

Junta las cenizas con la palita y las echa a la basura. Así termina de deshacerse de esas palabras que no quiere usar más.

*

Se multiplican los mensajes. “Hola” por “Adiós” da encuentros imposibles. “A las dos” por “No te quiero más” da lágrimas a la hora de la siesta.

*

La sangre en la puerta. La mecha encendida. El eco de los gritos. La multitud. Nada.

*

El río pasa a seis metros de altura. Va adelantado. Salpica todo. Cuando la luz del sol lo atraviesa podemos ver los peces que nadan contra la corriente. Las piedras que arrastra caen sobre tu cabeza y la mía.

La mosca

A mitad de la tarde el hombre sigue caminando junto a las vías abandonadas. Pasa un árbol, una casa, otro árbol. Dos perros se acercan a olerlo, se decepcionan y siguen viaje. El sol hace brillar las gotas de sudor que le cubren la frente. Una nube blanca, último resto de la tormenta de ayer, avanza con él a su derecha. De vez en cuando, el hombre camina entre las vías buscando un paso que coincida con el ritmo regular de los durmientes, pero su música es otra y tiene que volver al costado, a los yuyos que crecen de la grava.

Otra gente no hay.

Desde hace horas lo acompaña una mosca. La mosca revolotea a su alrededor, recorriendo una distancia muchas veces más grande que los pasos de él. Se entretiene entre sus pies, le rodea la cintura, aterriza en un hombro, parece inspeccionar la forma en que el sudor de la frente amenaza atravesar las cejas en dirección a los ojos. Desaparece de la vista para volver unos metros más allá. Si el hombre aún no se cansa, la mosca se cansa todavía menos.

La última casa se habrá perdido de vista ya a espaldas del hombre, que no mira hacia atrás. Los árboles, en cambio, van creciendo en número y en confianza, hasta llegar a pocos metros de las vías. Hasta hace un rato, todos los árboles quedaban al otro lado de las alambradas. Ahora hay alguno, cada tanto, que no tiene dueño.

La mosca no deja de volar, siempre en silencio. Se podría decir que no pide nada, pero su presencia es demandante: hay que mirarla, y si uno no la mira igual la ve. Y aunque ni siquiera la oiga se da cuenta del movimiento velocísimo de las alas, de los infinitos cambios de rumbo, de la obstinación.

El hombre se seca la frente con la manga, y así se da cuenta de que se acerca el momento de detenerse a descansar a la sombra. Ahora que empezó la lucha contra el sudor, no se puede esperar al anochecer.

El siguiente árbol no se ha refugiado del lado de los dueños del campo. Ahí está, tronco, raíz gruesa al aire, copa primaveral. El hombre se detiene, gira noventa grados, baja al pie del terraplén y camina en diagonal hacia el lugar de la sombra. La mosca va con él.

El hombre aspira hondo. Se inclina hacia el tronco, apoya el antebrazo en la corteza y la cabeza en el antebrazo. La mosca da una vuelta al árbol. El hombre se dobla por la cintura, empieza a plegar las piernas y mientras gira el cuerpo se deja resbalar hacia abajo hasta apoyar las nalgas en la tierra y la espalda en el tronco. Cierra los ojos, mira el interior oscuro en dirección a las cejas como si estuviera por dormirse.

La mosca se le posa en la nariz.

El hombre abre los ojos.

La mosca levanta vuelo y gira en círculo frente a él.

Sin pensar, el hombre levanta las manos y se prepara para aplastar la mosca de un solo aplauso. Y es sin pensar porque podía haberlo hecho tantas veces en las últimas horas. No estuvo esperando el momento oportuno. No estuvo calculando posibilidades ni estudiando los movimientos de la mosca. Nada. Sólo que ahora, sentado, sin otra cosa que hacer más que juntar fuerzas para seguir caminando, las manos se le acomodan solas en el aire. Y da el golpe.

Uno solo es suficiente.

El hombre deja las manos unidas, ahora que se da cuenta de lo que ha hecho. Es como si otra capa de soledad cayera sobre él. Ahora, lo único que puede hacer es separar las palmas, frotarlas una contra otra y luego contra el pantalón. Y conseguir otra mosca en alguna parte. Pero no, las palmas siguen unidas un segundo de más, y otro, y tal vez un minuto entero.

Entonces el hombre siente un hormigueo en la mano derecha. Dentro de la mano. El hormigueo sube por el dedo mayor, vuelve a bajar, recorre el lado opuesto al pulgar, alcanza la muñeca y empieza a recorrer el antebrazo. Como la mosca, el hormigueo no es rectilíneo, va y viene, da vueltas, parece siempre arrepentido. Pero, como la mosca, termina avanzando. Ahora alcanza la altura del codo.

No es hormigueo, es revoloteo.

El hombre separa las manos. No hay rastros de la mosca. El hombre se pone de pie y sacude el brazo con fuerza. El revoloteo desciende otra vez hacia la muñeca, pero ahora que ha aprendido el camino no le lleva más que un momento alcanzar otra vez el codo y seguir trapando.

Como si el hombre fuera hueco, el revoloteo recorre el lado interno de los bíceps, se detiene por dentro de la axila, entra al tórax. El hombre se sacude, se rasca, se golpea. El revoloteo le atraviesa el corazón y llega al otro brazo, vuelve atrás, le hace cosquillas por debajo de la piel de la espalda, llega al riñón derecho.

El hombre se echa al piso, gira sobre sí mismo a un lado y a otro. Nada cambia. La mosca, si es que es ella, no puede marearse. La mosca puede girar toda la vida y no darse cuenta.

Mientras el revoloteo le recorre el estómago y el esternón, el hombre queda boca arriba, brazos a los costados. Echa la cabeza hacia atrás, separando el cuello del suelo. Llena los pulmones de aire. Grita.

Y grita, y sigue gritando.

El revoloteo, la mosca, sube y baja con rapidez, como buscando una salida, hasta que encuentra la garganta. El grito se interrumpe. El hombre tose.

La siente. Es la mosca, y está atrapada entre la lengua y el paladar. Se agita, mueve las alas. El hombre gira la cara a un lado y escupe.

La mosca choca contra una hoja seca que ha caído del árbol, da vueltas sobre sí misma como hizo el hombre hace un momento, y levanta vuelo. El hombre todavía no puede levantarse. Aprieta los labios y la mira mientras va y viene, va y viene, va y viene.

Julio Viernes

Escritor francés, nacido un viernes de julio. Autor de novelas de aventuras ideales para el fin de semana. Algunas de sus obras:

Vieja al centro de la Tierra. Relato escalofriante sobre la crueldad a que son sometidas algunas ancianas, sobre todo en los volcanes de Islandia.

Veinte mil lenguas de viaje submarino. Recorrido por los océanos en un insospechado medio de transporte. Delicioso.

Miguel Strogoff, correo del azar. Descarnada denuncia sobre el funcionamiento del servicio postal en Rusia.

Cinco semanas en lobo. Travesía del continente africano a lomos de un animal que jamás se había visto en ese continente.

De la tierra a la lona. Historia de la evolución del picnic, desde los tiempos primitivos en que los sandwiches se llenaban de mugre, hasta llegar a las comodidades de la vida moderna.

La vuelta al mundo en ochenta tías. El derrotero de un hombre que decide visitar a toda su extensa parentela.

Déjalo ser – Tú sabes mi nombre

Con este disco se terminan los simples de los Beatles que compré entre 1964 y 1970. Aquí está la colección completa.

Lado A – Déjalo ser (Let it be)

Lado B – Tú sabes mi nombre (You know my name)

(Qué cosa rara. Estoy seguro de haber comprado también “La balada de John y Yoko”, pero no lo encuentro.)

Philip K. Duck

Escritor y pato estadounidense, compañero inseparable de Donald Duck. A diferencia de su amigo, se mantuvo alejado de la atención de cineastas e historietistas. En cambio, dedicó su vida a narrar las aventuras de Donald (reales, imaginadas, o ambas cosas a la vez) en varias decenas de novelas. Entre las más célebros podemos citar:

The duck in the high castle, ucronía en la que Donald triunfa sobre Mickey Mouse en la guerra por la celebridad y por lo tanto el mundo resulta muy diferente del que conocemos.

Do androids hunt for electric ducks?, donde Donald llega a dudar de su auténtica patidad en una Tierra donde la mayoría de las creaciones de Disney se han extinguido.

Uduck, novela en la que el mundo real y el mundo de los dibujos animados se entremezclan y llegan a intercambiarse.

Otros títulos incluyen The three ducks of Palmer Eldritch; A scanner duckly; Galactic duck-healer; Flow my tears, the duck said; Martian duck-slip; Duck in the sky; Dr. Bloodmoney or how we got along after the duck; Ducks of the Alphane moon; The game-players of Duckburg; The transmigration of Donald Duck; etc. Tras su muerte se publicaron varias novelas anteriormente inéditas, entre las cuales debemos mencionar The man whose ducks where all exactly alike y Confessions of a duck artist.

Se ha dado una feroz controversia entre quienes afirman que Philip K. Duck es una creación de Carl Barks, y quienes sostienen que Carl Barks es una creación de Philip K. Duck.

Lady Madonna – La luz interior

Este disco está roto, tiene una curvatura que lo inutiliza. Otros de los simples que escaneé tienen alguna curvatura en el borde, pero ninguno tan grave como este.

Lado A – Lady Madonna

Lado B – La luz interior (The inner light)

La pregunta maldita

Alguien trepa por la fachada del edificio de enfrente. No tiene cuerdas ni arneses ni herramientas. En este momento va por el segundo piso. Usa las puntas de los dedos, las puntas de los pies. Se pega a la pared como insecto, estira un brazo, levanta una pierna y se iza a sí mismo como un espárrago que escapa del agua caliente.

Lo miro desde mi balcón, en el quinto piso. También lo miran varias personas que están en la vereda de enfrente, más o menos bajo el sitio donde el escalador busca otro punto de apoyo para seguir subiendo.

Se va a caer, es lo que pienso. Se va a caer y se va a romper las piernas, o se va a perforar los pulmones con todas y cada una de las costillas. Pienso si la gente de abajo reaccionará a tiempo para escapar del golpe, y se me ocurre que sí, siempre que todos estén atentos.

Es de día. La avenida está llena de autos. El policía de la esquina también debe estar mirando, al menos de a ratos porque no deja de tocar el silbato a quienes quieren estacionar frente al banco. Esto no asegura que lo que hace el escalador sea legal, pero al menos queda legitimado. Como el malabarista de la otra esquina. Me pregunto si él también pedirá limosnas cuando termine su hazaña.

El hombre que trepa lleva un casco anaranjado, un mameluco color gris ratón medio azulado, y zapatillas rojas. Podría ser un obrero de la construcción, si es que los obreros de la construcción visten así. Sube por una pared angosta entre dos columnas de balcones. No usa los balcones para trepar, aunque sí las ventanitas opacas que ocupan el centro de la pared y que seguramente dan al baño de cada piso. Las bases de las ventanitas son lugares excelentes para un pie, o eso me hace creer el escalador, y los topes de las ventanitas tienen la medida justa para calzar la punta de los dedos de una mano convertidos en garfios.

El escalador tantea la pared con el pie derecho y calza la zapatilla en una muesca de la pared que un momento antes parecía una mancha oscura. ¿Cuál es su objetivo? Es más que llegar al tercer piso, cosa que acaba de lograr y todavía sigue subiendo. ¿Querrá subir hasta la azotea, por encima del piso once? No estoy seguro. Me imagino que lo que busca es alcanzar cierto balcón de cierto piso, para abrir la ventana desde afuera o romper el vidrio, y entrar a una casa a la que es imposible acceder de otra manera. ¿Será un cerrajero que sólo está dispuesto a violar una cerradura desde adentro? ¿Será el amante de alguien que viene a rescatar a su amada? ¿Será un dueño de casa que perdió las llaves y tiene una puerta de seguridad tan buena que nunca, pero nunca más, va a poder abrirla?

El trepador es hábil, es rápido, se lo ve firme. Ya va por el cuarto piso. Sólo verlo me hace temblar las rodillas. Ahora sí que tiene prohibido caerse, aunque sea por el bien de quienes presenciamos su peligro. Los de abajo señalan y hablan fuerte, lo suficiente para que yo oiga sus voces pero no para entender lo que dicen.

Los curiosos no son siempre los mismos: al principio había una mujer con su hija pequeña de la mano, y ahora ya no están. Supongo que una buena madre debe evitar a sus hijos la lección contundente de ver cómo alguien se rompe la cabeza a pesar de llevar casco. En lugar de las dos hay un viejo que se venía acercando lentamente, y que ahora se apoya con ambas manos en el bastón, curva la espalda de costado y con un movimiento en tirabuzón levanta la cara hacia el lado izquierdo para mirar de reojo hacia arriba. Se me ocurre que, si el trepador cae, el viejo será el único que no podrá alejarse a tiempo.

Los conductores de autos a veces disminuyen la velocidad para enterarse de lo que pasa, si es que llegan a ver al hombre de mameluco. Tampoco deben verlo los que vienen atrás y, con la impaciencia aprendida en las calles, tocan bocina de inmediato.

Pero todo esto apenas lo veo, porque tengo la vista fija en el hombre que trepa. Me pican los ojos de no parpadear. Estoy como hipnotizado. Sostengo al escalador con la mirada. Si desvío los ojos se va a equivocar, se le va a cansar un dedo, va a confundir una mancha con un soporte, y entonces…

Suena el teléfono, mi teléfono, en el living, al otro lado de la ventana abierta que está a mi espalda. No voy a atender, por supuesto, ahora no, pero el timbrazo me sobresalta lo suficiente como para distraerme un segundo. Doy vuelta la cabeza, y enseguida, de veras enseguida, instantáneamente, como en un rebote, vuelvo a mirar al frente. Pero ese instante, menos de un segundo, ha sido suficiente. El escalador ya no está.

No ha tenido tiempo de entrar a un departamento, estaba lejos del siguiente balcón y no hay señales de que haya abierto alguna ventana o roto algún vidrio. Tampoco ha caído, porque no lo veo deshecho sobre las baldosas.

El teléfono sigue sonando. La gente de abajo se empieza a dispersar con lentitud. Están todos tranquilos, como si no hubiera pasado nada. Ahora mismo yo podría bajar y preguntarles, si llego a encontrar a alguno cerca. Pero no, para cuando venga el ascensor y me lleve a la planta baja, para cuando yo salga a la calle y cruce la avenida, todos los testigos estarán lejos. Y además debería decidirme ya mismo, en vez de acercarme un poco más a la reja del balcón e inclinarme hacia adelante como si así pudiera distinguir algo, como si el hombre de casco, en vez de desaparecer, se hubiera hecho pequeño y yo pudiera verlo desde veinte centímetros más cerca, escondido en una de las ventanitas o camuflado entre las irregularidades de la pared.

Aflojo los puños. Me froto los ojos. El teléfono se cansa de sonar. Pero el policía no se cansa de su silbato. El viejo acaba de acomodar la espalda mientras da otro paso en dirección al malabarista que repite su acto treinta metros más allá.

Arriba, la pared sigue llena de ventanitas y vacía de hombres de mameluco. Y entonces se me ocurre la pregunta maldita, la de siempre, como cada día de mi vida.