El hombre está en el pasillo de los lácteos y las galletitas, de espaldas a La Serenísima. Tiene el cuerpo inclinado hacia adelante, la mano apoyada en el borde de un estante, la mirada fija en las Oreo. Ya lo vi cuando pasé buscando yogur. Ahora que tengo varias cosas en el canasto y vuelvo porque me olvidé de la mermelada, resulta que sigue en el mismo lugar, en la misma posición.
Debe tener cincuenta años. Pelo casi blanco, poca altura, flaco. A la luz gris se lo ve pálido, pero todos estamos pálidos en este sitio. Tiene puesto un saco de lana verde oscuro, pantalones de vestir de un marrón claro como los que compré una vez y me quedaron cortos, zapatos negros. Toda ropa vieja, se nota en cómo cae y en cómo abultan los bolsillos.
Voy hacia atrás: queso rallado, un tomate. Pasillo del medio: fideos, salsa lista. Antes de ir a buscar el papel higiénico me asomo rápido y compruebo que el hombre sigue en el mismo lugar. Supongo que respira, pero no se nota. Se me ocurre que podría avisarle a alguien, pero ¿qué puedo decir? Tengo miedo de hacer, sin querer, de policía. No me gustaría que el chino del mostrador fuera a reclamarle algo.
La sensación es que nadie se da cuenta de que el hombre lleva minutos inmóvil. Sin embargo, mientras espío distingo al carnicero, salido de su corral, que espía también desde la otra punta del pasillo.
No es asunto mío. Voy a la caja. Saludo a la cajera, que se está gritando con el del mostrador y no me contesta. Pido una bolsa de plástico. Dejo el canasto en la pila. Se me ocurre que podría decir que me olvidé algo para ir una vez más a ver si el hombre se mueve, pero no lo hago. Pago, agradezco, me voy mientras los chinos siguen gritando.
Esta noche, en sueños, soy yo el hombre inmóvil que espera lo que no existe.