Mes: diciembre 2017

De la cabeza: Al papel

Dejamos las enciclopedias en papel, viejas, pesadas, por información online.

Dejamos el diario en papel, el único diario que solíamos comprar, por la multiplicidad de diarios en la web.

Nos comunicamos por escrito como nunca antes, con todo el mundo, día a día, usando medios electrónicos.

Todo para mejor, por más quejas que tengamos sobre una cosa u otra.

Pero la literatura ni hablar. Seguimos leyendo literatura en papel.

Hay una distancia cada vez mayor entre cómo trabajamos (algunos), cómo escribimos, cómo nos enteramos de cosas, y cómo leemos novelas o cuentos.

Mi biblioteca empieza a un metro de mi computadora, pero lo mismo podría estar en un universo paralelo.

Tengo otra biblioteca, claro: la de mi Kindle, la de los muchos libros que llevo leídos en ese aparato maravilloso desde hace seis o siete años. Pero por alguna razón la biblioteca del Kindle no parece tan seria, o tan auténtica, como la original.

Es distinto de lo que pasa con la música. Conservo con amor mis viejos vinilos, tengo instalado el equipo necesario para reproducirlos. Pero en general no me tienta usarlos. En la vida diaria, de forma natural, prefiero Spotify.

Por supuesto, hace quince años que no agarro un CD.

Ni loco veo un DVD, menos un VHS. El viejo televisor está apagado desde hace tanto que no sé si todavía funciona.

¿Por qué los libros en papel, entonces? La belleza del objeto y el hábito de usarlo son parte de la explicación, pero no alcanzan. Me parece que otra parte, la que marca la diferencia, es que el libro en papel no requiere aparato de reproducción. Funciona solo. Tampoco se queda sin pilas, ni deja de ser compatible con nada (salvo los cambios de ideas).

En un sentido, es una pena que las cosas sean así. El mundo digital nos deja elegir entre muchas más cosas, más barato. No desperdicia recursos. Es más igualitario. No pesa en la mochila ni es difícil de mudar.

Por ahora, esa ola está en retirada. Lo sugieren las estadísticas (bajan las ventas de libros electrónicos en el mundo), y lo confirman el ruido de la hoja al pasar, el gradiente de sombras en el papel curvado, las notas al margen de quien me prestó este ejemplar, mi acurrucamiento feliz mientras avanza el capítulo en este ángulo de la cama.

(Imposible rastrear el origen de la imagen que usé para esta composición, los libros que van al (o vienen del) dispositivo electrónico. Está en muchos lados.)

De la cabeza: Economía irracional

Escena 1:
—¿Cuánto sale esa radio?
—Trescientos pesos. Pero en la otra sucursal la tienen en oferta, a doscientos.
—¿Dónde queda la otra sucursal?
—Acá a veinte cuadras.
—¿Veinte cuadras por cien pesos? ¡Voy corriendo!

Escena 2:
—¿Cuánto sale ese televisor?
—Veinte mil pesos. Pero en la otra sucursal lo tienen en oferta, a diecinueve mil novecientos.
—¿Dónde queda la otra sucursal?
—Acá a veinte cuadras.
—¿Veinte cuadras por cien pesos? ¡No vale la pena!

¿Qué cambió entre las dos escenas? En ambas podía ahorrar cien pesos con el mismo trabajo. En la primera, la oferta me encantó. En la segunda, la rechacé de inmediato.

La diferencia es mi percepción del beneficio. En vez de considerar el valor absoluto, yo (como la mayoría de la gente) tiendo a ver el valor relativo: cuánto puedo ganar en relación al gasto total. Si estoy gastando veinte mil pesos, cien pesos no me importan. Es más, por ahí me siento un poco insultado ante la oferta. Pero si esos cien pesos significan un tercio de descuento, me parece mágico, al borde de lo increíble.

Richard Thaler, premio Nobel de economía 2017, describió este comportamiento en 1983, en un paper titulado “Transaction Utility Theory”. La gracia es que va en contra de la teoría económica clásica, que presume actores perfectamente racionales. Cuando resulta que de racionales, en realidad, tenemos poco.

Thaler dio otros ejemplos en el mismo artículo (que en su mayor parte es bastante legible). Para valorarlos hay que meterse en las situaciones, “sentir” como los protagonistas; en otras palabras, no verlas de afuera, racionalmente, sino de adentro, con las tripas. Acá va uno:

Estás en una playa, al sol, muerto de sed. Cuánto te gustaría tomar una cerveza. Un amigo dice que va a comprar a un lugar cercano donde venden. Piensa que puede ser cara, pero no sabe cuánto. Te pregunta hasta qué precio pagarías por la cerveza. La situación tiene dos variantes:

a) El lugar donde venden es el bar de un hotel de lujo.
b) El lugar es un kiosquito de mala muerte.

La pregunta es: ¿dirías una misma cifra para ambos lugares? ¿O te convencería pagar más en el hotel de lujo que en el kiosquito?

No sé si la economía es, como insisten, una ciencia. Pero la economía que toma en cuenta el lado psicológico, a veces irracional, de las personas es más interesante. Eso sí, mi sensación es que siempre vamos a terminar estafados.

Foto por Ken Teegardin (modificada), publicada en Wikimedia Commons bajo una licencia  Creative Commons Attribution-Share Alike 2.0 Generic, por lo que esta variante aparece acá bajo la misma licencia.

De la cabeza: Agradable imitación del trabajo

La fotografía ocupa un lugar cada vez más central en la vida. En 1977, cuando la típica situación de sacar la cámara y disparar era en medio de las vacaciones, Susan Sontag pudo decir esto: “Usar una cámara calma la ansiedad que los orientados al trabajo sienten por no trabajar cuando están de vacaciones y lo que se espera es que se diviertan. Tienen algo que hacer, como una agradable imitación del trabajo: sacan fotos” (citado de On Photography por la revista New Republic).

La fotografía digital cambió las cosas: ahora fue posible sacar fotos todo el tiempo, sin gastar plata en rollos ni revelados. Los celulares con cámara avanzaron todavía más. En 2013, Randall Munroe reflejó una realidad distinta en su webcomic xkcd:

(Arriba: “Porcentaje de la población de Estados Unidos llevando cámaras a todas partes, en cada momento de su vida”. Abajo: “En los últimos años, con muy poca fanfarria, hemos resuelto las cuestiones de los platos voladores, los monstruos lacustres, los fantasmas y Bigfoot”.)

También en 2013, la “palabra del año” de los Oxford Dictionaries fue selfie. El gesto antes incómodo, a veces hasta mal visto, de estirar el brazo y sacarse un autorretrato se había convertido en una agradabilísima imitación del trabajo.

Mientras tanto, Facebook, donde nos gusta hacer creer que estamos siempre de vacaciones, nos fue enseñando que nada existe si no se lo fotografía. ¿Qué diría Susan Sontag? ¿Pensaría en otra palabra para sustituir “agradable”?

De la cabeza: El efecto amnesia

Imaginemos que sé un montón sobre jardinería, o navegación, o terapias cognitivas, o inteligencia artificial. Abro el diario y encuentro un artículo sobre ese tema que conozco de pies a cabeza. Por supuesto, el artículo está lleno de errores. El tipo que lo escribió no tiene idea de lo que dice, no está al día, ignora lo más elemental. Me escandalizo: ¿cómo puede ser que publiquen una cosa así?

Doy vuelta la página. El artículo siguiente habla de los manejos políticos en Camboya, o un nuevo fósil de dinosaurio, o el arte callejero en Stuttgart. Enseguida me admiro de la investigación tan seria que hizo el periodista. Cuánto sabe. Qué suerte que lo comparte conmigo. Y, por supuesto, le creo absolutamente todo.

Esto es lo que Michael Crichton llama “Efecto Amnesia de Murray Gell-Mann”. Dice Crichton: “Los medios tienen una credibilidad totalmente inmerecida. (…) En la vida diaria, si alguien exagera o miente continuamente, pronto descartamos lo que dice. (…) Pero cuando se trata de los medios, creemos contra toda evidencia que vale la pena leer otras secciones. Cuando, de hecho, es casi seguro que no. La única explicación posible para este comportamiento es la amnesia”.

(Link al texto de Michael Crichton, donde además explica por qué le puso “Murray Gell-Mann” al fenómeno y habla de cómo “las calles mojadas causan la lluvia”.)

George W. Bush y un hermoso título.
Imposible descubrir el origen de la foto, que está reproducida en muchos sitios.

Cartoon: Aguas tibias

Más cartoons, en el blog de Douglas.

Cartoon: Plana, no

Cartoon: La hora

Cartoon: La ley de la biblioteca

Cartoon: Voyeur

Cartoon: Grandes inventores

Mi seudónimo, Fripp, era un intento de “internacionalizarme”, porque queríamos vender estos chistes afuera. Douglas, por supuesto, no necesitaba cambiarse el nombre.