Nos ponemos de acuerdo en contarnos un secreto por día. Empezamos con secretos tibios, domésticos, de vuelo bajo. De a poco subimos la puntería hasta lo que podríamos llamar confesiones. Empezamos a decirnos cosas difíciles, de las que nunca hablamos con nadie. Llegamos a un punto en que necesitamos hacernos día a día la promesa de no repetir, no dudar, no denunciar. Nos asustamos: mutuamente y cada uno a sí mismo. Nos angustiamos. Dejamos de dormir pensando en qué vendrá. Decidimos no vernos más. Nos mudamos en direcciones contrarias. Pero somos tan débiles que nos turnamos para llamarnos por teléfono.