En medio del desfile de gente desconocida que recorre la avenida Crámer viene un hombre que me resulta vagamente familiar. La barbilla hacia adelante, el pelo gris peinado sobre la frente, la mirada con algún rencor antiguo que no se puede descifrar. El problema es que no sé si debo saludarlo o no. Está fuera de contexto: podría ser un vecino de mi edificio, y entonces el saludo sería obligatorio, pero también podría ser alguna de esas personas que cruzo con cierta frecuencia pero con quienes no hay relación alguna. Por un momento le veo en la expresión la misma duda: sus ojos se detienen en mí una décima de segundo extra, ese momento clave del posible reconocimiento que no termina de cuajar.
Ambos seguimos caminando, uno hacia el otro, usando lo que podría llamar carriles paralelos en la vereda. La tensión dura varios metros, un tiempo ilimitado a la velocidad del pensamiento pero que en el reloj no puede ser más que dos o tres segundos. Entonces, de pronto, caigo: es el dueño de ese lugar donde venden unas empanadas horribles, digo “venden” pero en realidad no deben vender nada, y si alguien les compra después seguro que vuelve a preguntar cómo demonios pueden hacer algo tan incomible. Es ese tipo al que sólo una vez le hablé, justamente para pedirle empanadas de las que luego me arrepentí inmensamente, pero al que veo casi cada día, camino a la casa de mis padres.
Qué alivio el reconocimiento, qué suerte evitar ese movimiento de cabeza incómodo que según el caso se pueda interpretar como saludo o como tic, esa señal de desorientación que luego vuelve como material de pesadillas. Y es un reconocimiento sin saludo, claro, porque el saludo no corresponde. Es algo, tal vez lo único, en que estamos de acuerdo, y si lo pienso bien no deja de ser una forma diferente de saludo. Él también sigue de largo, pasa junto a mí como yo junto a él. De ahí en más nos ignoramos.
(De la Mágica Web, 27/3/2003.)