Hay días en que la ciudad se despierta hábil para irritarme. Estoy desprevenido, y la ciudad sale con la furia de olas y tormentas a erosionar mis defensas. Son pequeños detalles, casi no los puedo describir, pero me doy cuenta cuando me siento abrumado por el odio ante algo menor, como el conductor oculto tras esos vidrios oscuros del Mercedes Benz nuevo que pasa a cinco centímetros de mi codo derecho. O el portero que tarda un momento más que de costumbre en apartar la manguera con que está lavando la vereda (y esto ocurre nada menos que a las ocho menos cinco de la mañana, una hora frágil y perversa como niña protagonista de animé), de manera que me imagino mojado de los pies a la cintura volviendo a casa a cambiarme.
Esto es más común luego de las noches de insomnio, claro.
(De la Mágica Web, 11/3/2005.)