Hay rayas oscuras en el techo pero se mueven cuando parpadeo, de modo que deben ser un efecto de la luz.
Camino por un pasillo ancho, como el de un hotel. No, no es así. Estaba soñando, y ahora me despierto. Estoy acostado boca arriba; por eso puedo ver el techo y esas rayas que se mueven.
La luz proviene de un televisor encendido, allá lejos, a unos diez metros de mí. Debe tener el volumen bajo, porque no oigo nada. O tal vez me confunda, no parece un televisor sino una ventana. Puedo ver cortinas que se agitan, contra el fondo luminoso de un exterior que no distingo realmente.
Estoy en una habitación enorme, si la ventana queda tan lejos. No, lo que ocurre es que la ventana está en otra habitación. Ahora descubro esa puerta, un poco a la derecha de mis pies, y cuando vuelvo a ver el techo compruebo que estoy en un cuarto pequeño, con el espacio apenas necesario para la cama, mientras que al otro lado de la puerta hay un pasillo, y metros más allá otra puerta, y al otro lado aquella ventana.
Se oye ruido de aplausos, gente que vitorea. ¿De dónde viene? ¿De las paredes? Sí, tal vez, porque no son aplausos sino agua que corre, quizás llenando una bañera. Ahora el agua se corta de golpe y por detrás se oye la lluvia, que también se interrumpe. Lluvia o aplausos, no sé.
Alguien se mueve a mi izquierda. Giro la cabeza. Era una sombra, porque ahí sólo hay una pared, a medio metro de la cama. Estiro el brazo para tocarla y no, no está tan cerca: las puntas de mis dedos rasguñan el aire. La pared brilla con otra luz, y ahora que miro a mi derecha descubro un velador encendido sobre una mesita, pero más que un velador parece una linterna, o tal vez dos linternas, una junto a la otra. No, una sola, cuando consigo ajustar los ojos.
Me duele la cabeza. Más que la cabeza, el cuello. Tampoco el cuello, el dolor proviene de mi espalda; seguramente me sentiría mejor si me pusiera de costado. Pero todavía me cuesta moverme, recién me acabo de despertar y es difícil moverse en este auto que conduzco a toda velocidad por un camino con muchas curvas.
No, otra vez me equivoco. Debo haberme dormido y soñé fugazmente con ese auto y las curvas veloces. Hace dos años que no manejo; de pronto no encuentro los pedales, o mejor dicho no sé cuál es cuál, y aprieto el acelerador cuando quiero tocar el freno. Mejor dicho, los pedales no existen, miro hacia abajo y el piso del auto está vacío. En tanto, la velocidad aumenta. Abro los ojos justo a tiempo para recordar las líneas de fantasía del techo, la linterna, la ventana al otro lado de dos puertas.
Tengo que mantenerme despierto. No sé qué hora es; saberlo me ayudaría. Levanto la mano, giro músculos aquí y allá hasta que la linterna (¿el velador?) ilumina el reloj pulsera. Las siete. Menos mal, pienso, y enseguida: ¿por qué menos mal? ¿Qué temía?
Después de todo, que sean las siete no es una gran ayuda. Ignoro si son las siete de la mañana o las siete de la tarde. La luz de la ventana tampoco sirve demasiado, es grisácea, podría corresponder tanto al amanecer como a la caída del sol. Tengo que esperar un rato y ahí podré enterarme. ¿O no? Acaba de aparecer una cara en la ventana, ahora otra, y las cortinas ya no están ahí. Tal vez sea un televisor después de todo.
Me froto los ojos con ambas manos, fuertemente. Imágenes de un bosque se apuran a envolverme, pero lucho, no quiero soñar otra vez. La computadora no funciona, muevo el mouse y no pasa nada. Otra vez con problemas. Quisiera golpearme la cabeza en alguna parte y me falta dónde: ahora recuerdo que no estoy frente a una computadora sino en esta cama, mirando el techo que apenas se distingue tras las líneas oscuras, mejor dicho las líneas claras sobre el fondo oscuro que se mueven cuando parpadeo.
Estoy en casa, por supuesto. A la izquierda del pasillo, donde no puedo ver, está la puerta del baño, y más allá la puerta de la cocina. Cómo pude olvidarlo. El televisor, porque sin duda es un televisor, está en el dormitorio para invitados.
Pero no, esto no es posible. Me mudé hace poco: así era mi casa anterior. Ahora el baño queda a la derecha, y sobre todo ese pasillo no está ahí, sino al otro lado de la cama.
¿De veras? No podría asegurarlo. Cierro los ojos otra vez. Alguien se mueve a mi izquierda, ahora estoy seguro, aunque allí sigue habiendo una pared vacía. Aprieto los ojos con más fuerza, tiro de la manta hasta que los pies me quedan al descubierto y siento la mordida del frío.
Quieto. Callado. Tenso. No me van a convencer de que mire, porque ahora sé.