—¿Hola? ¿Hola? ¿Me oye?
Es casi todo ruido, pero estoy seguro de que hay una voz al otro lado. No le entiendo ni una palabra. Sigo hablando:
—Tengo que decirle rápido. Llamo desde un celular. Me queda poca batería.
El ruido parece tomar forma de “Escucho”, de “Siga”, de “Hable”. Alcanza. Tal vez debí ensayar lo que diría, antes de hacer la llamada. Pero no se me ocurrió. Improviso:
—El tema es que me acabo de despertar y no sé dónde estoy. Parece un campo. Mucho no veo porque estoy acostado en el suelo, panza abajo, con la cabeza de costado. El sol me da en la nuca.
En el teléfono, el ruido disminuye por un momento y luego vuelve a crecer. Al otro lado hay una mujer, lo sé por el tono agudo de la voz, pero sigo sin estar seguro de que me entienda.
—Lo primero que veo es pasto. Lo tengo casi pegado a la cara. Un poco más allá hay un balde azul, de plástico. Sobre el balde hay una canilla oxidada, que sale de un caño que a su vez sale del piso. Oigo el viento en los árboles, pero árboles no veo. Pájaros tampoco. El pasto no se mueve. La canilla goteó una sola vez, pero no oí el ruido de la gota. Hace mucho calor.
Tengo el teléfono apretado contra el lado derecho de la cara, el que apunta hacia arriba. La posición es incómoda. La mano con que sostengo el teléfono me tapa una parte del poco panorama que hay desde acá. La mujer que está al otro lado de las ondas podría hablar en otro idioma, o ser un perro pequeño, de esos que ladran como pájaros.
—No me puedo levantar, ni dar vuelta. No siento el cuerpo, de la cintura para abajo. No sé qué pasa. ¿Me entiende?
Ruido, ruido, ruido. Trato de aspirar hondo, pero me lo impide algo que se me clava en el pecho, tal vez una piedra. El celular está húmedo, resbaladizo, seguramente por la forma en que transpiro.
—Más allá del balde hay una casa con techo a dos aguas. Estará a veinte metros. O quince. La veo más chica que el balde. Tiene techo de chapa, pintado de verde aunque bastante descascarado. Hay dos ventanas, una a cada lado de una puerta. Seguro que esto les va a servir para encontrarme, ¿no es cierto? Las ventanas están cerradas, con la persiana baja. También la puerta está cerrada. Las paredes son blancas. Las persianas y la puerta son verde azuladas.
No, no es un perro pequeño. La mujer ahora suena como uñas en un pizarrón. Hay un momento que se parece a “Entiendo”, hay un momento que se parece a “Más”.
—Veo un hierro apoyado en la pared, junto a la puerta. Trato de darle todos los detalles, porque no sé qué puede ser más útil. No hay cerco. Aunque ahora que lo pienso puede ser que el cerco esté atrás de mi nuca. No puedo dar vuelta la cabeza para mirar, aunque me gustaría porque me está doliendo el cuello.
La voz del teléfono imita esas muñecas que chillan al apretarlas. Una vez, tres veces. Podría decir “Qué”, o “Ya”. O “Ajá”. El calor del sol en la nuca se convierte en un dolor intenso, profundo. Me imagino un taladro lento y silencioso que penetra por el centro exacto de ese hueco que está bajo el hueso. Quisiera desconectarlo.
—Mire, no sé qué más decirle. Esto es bastante difícil para mí, ¿se da cuenta? No se me ocurre nada, me cuesta pensar. Sería más fácil si usted me hiciera preguntas.
Recuerdo que tengo otro brazo, el izquierdo, allá lejos, y me esfuerzo por llegar a él. Recorro mentalmente el hombro, tenso apenas los músculos, arrastro un poco la piel por el suelo y llego a la mano. El dorso de la mano está apoyado en el piso. Muevo los dedos en el aire. Es como haber encontrado un tesoro.
—Ah, mi nombre. Me gustaría saberlo. Mi edad. Mi domicilio. No sé nada. También sería bueno recordar qué hice anoche.
No sólo tengo calor, además tengo sueño. Son muchas cosas, así que estoy obligado a abandonar la mano recién encontrada. Entrecierro los ojos, juego a que mis pestañas son el pasto, o el pasto mis pestañas. Luego me cuesta abrirlos. El ruido del teléfono me hace pensar en un caracol gigante que tuve de chico, de esos que reproducen el mar. Detrás de las olas, la mujer que me escucha es el llamado de una gaviota.
—Mande a alguien, por favor. No, claro, no sabe dónde estoy. ¿No me pueden encontrar a través del teléfono? ¿No pueden seguir mi voz? Está bien, ya sé que no. Claro que no. Pero debe haber otra cosa que sea posible. Por favor, haga algo.
Una luz pequeña se abre paso entre el sueño y el calor, hasta llegar al foco de la consciencia: no recuerdo a qué número llamé. No recuerdo siquiera el momento en que apreté el celular contra la oreja, o cuándo pulsé las teclas para hacer la llamada, o cuándo saqué el celular de su soporte en el cinturón. Quisiera saber quién es esa mujer a la que no entiendo, que tal vez no me entienda. Mientras, el teléfono suena a tormentas en otro país, a gente abandonada en un edificio en llamas, a un bebé que empieza a tener ganas de llorar durante la noche.
—No tengo más fuerzas. No puedo seguir hablando. Voy a dejar el celular abierto, para ayudar a que me encuentren.
Pero, antes de hacerlo, todavía espero una respuesta. La mujer podría estar diciendo “Sí”, “No”, “Bueno”. Algo en el ruido suena a “Ya estamos en camino”, aunque tal vez lo esté soñando.
—Los espero. La espero.
Ahora sí. Empiezo por cerrar los ojos. Luego dejo salir el aire. Entonces, sin soltar el teléfono, separo la mano de la mejilla y la dejo caer al suelo. En mi oído, el ruido sigue igual que antes.
Puf, desesperante…peor que “Houston, we hace a problem”…
Muy buenas las travesías en Marte. Me pregunto qué hubiera opinado Bradbury. Este parece un planeta más amigable, pero también podría ser una fachada…