Miranda se para frente al hombre de la caja, apoya el índice de la mano derecha en el mostrador y entrecierra los ojos. Está pensando cómo decirlo. El momento se extiende. El cajero inclina la cabeza a un lado, mientras transcurre un segundo de más. Alguien tose en la vereda, justo frente a la puerta abierta. Se oye un bocinazo. Un avión levanta vuelo allá en el aeropuerto. Hay que imaginar que todos los relojes de la ciudad se hacen visibles de pronto, como una constelación, que los millones de relojes brillan en la oscuridad y se mueven al compás de sus portadores, unidos por los hilos del tiempo, la telaraña mayor, el tejido de las transformaciones. Hay que entender el trabajo enorme que hay tras cada segundo, la acumulación de pequeños avances y retrocesos, dudas, cavilaciones. Hay que olvidarse de las imágenes fijas, del photo finish, del electrón como esfera suspendida en el espacio, mientras Miranda levanta el dedo, suelta una parte del aire que traía en los pulmones y se deja llevar como hace siempre.