El fondo del pozo – 16

El fondo del pozo

16

“La memoria es transversal. Recorre los acontecimientos en una dirección que no es la del espacio ni la del tiempo. Viva. Recuerde. Tendrá dos experiencias diferentes.”
(Consejero, 68:53:106)

El aldeano no se separaba del árbol. Tenía el codo derecho apoyado en la mano izquierda, y se miraba las uñas de la otra mano. Esperaba que reaccionáramos, pero teníamos muchas cosas que digerir antes de empezar a movernos. Nos quedamos un rato largo echados en la tierra. Sentíamos las piedras que se nos clavaban en la piel poco a poco, profundizando la irritación célula por célula, del mismo modo en que las últimas sorpresas del pozo avanzaban por nuestra mente compartida, con dolor.

No estábamos en condiciones de razonar. Ya nos resultaba difícil elegir entre los impulsos que nos tentaban: quedarnos en el suelo para siempre, salir corriendo, dejarnos morir, continuar en nuestro papel de exploradores, abandonar todo y buscar un rincón del universo en el que pudiéramos olvidar y ser olvidados. Nuestro pensamiento estaba cruzado por imágenes fugaces del pozo, de nuestra oficina, de Dindir, Balibar y Hecher, de los momentos que parecían haber influido para que llegáramos a nuestro estado actual, de cansancio y desesperación. Tratamos de recurrir al contrato en busca de ayuda, pero se había transformado en algo vago y distante, como el recuerdo del recuerdo de un sueño. En las últimas horas Sabrasú había olvidado todas las cláusulas, y era como si el contrato no existiera.

Finalmente notamos que el Consejero empezaba a moverse en su nicho. La Computadora Central, el Poder, los aldeanos o quienquiera que fuese se preparaba para enviarnos un mensaje. Esta vez, por algún motivo, no lo soportamos. Nos pusimos de pie.

—Les reservé un trineo —dijo el aldeano, volviendo a la vida como nosotros—, para que puedan…

No terminó de hablar. Entre los tres lo agarramos por el cuello, la cintura y los pies, y nos lo llevamos a un lugar escondido tras las rocas.

—¿Dónde está la salida? —le preguntamos.

—No sé de qué hablan —dijo el aldeano.

Nos dolían los huesos. Una mano invisible nos apretaba la garganta. Calibares agarró la cabeza del aldeano y le metió los dedos en los ojos.

Vamos, rápido —insistimos—. ¿Dónde está la salida?

—¿Quieren tener la amabilidad de soltarme? —dijo el aldeano, mientras los dedos de Calibares se hundían. Gadma empezó a pisarle las manos, primero una, luego la otra. Nos costaba respirar. Teníamos que hacer esfuerzos para mover cada músculo.

—Tengo mucho que hacer —dijo el aldeano—. Me voy a perder la próxima expedición.

Usamos los dientes, las uñas y las botas. Sentíamos los pulmones como si estuvieran llenos de piedras, y no podíamos controlar los esfínteres. Mojamos la ropa, que enseguida se nos pegó a la piel.

—Qué demora inútil —dijo el aldeano—. ¿Quieren el trineo, sí o no?

Usamos los lanzallamas, con los ojos llenos de lágrimas.

—Tengo que trabajar —protestó el aldeano.

Dejamos el cuerpo ahí mismo, y a pesar de que el suelo se negaba a sostenernos juntamos fuerzas para salir a buscar otro candidato. Era nuestra primera experiencia con los métodos violentos, y nos daba cierto placer. Por lo menos, servía para compensar nuestro propio sufrimiento. Lo que no entendíamos era cómo pesábamos tanto, si por adentro nos sentíamos vacíos. Caminábamos hacia la aldea apoyando un pie delante del otro con mucho cuidado, sin apartar la vista de un punto fijo situado al frente. Esperábamos encontrar a una mujer o a un chico, mejor a un chico, que no pudiera negarnos la información.

Pero encontramos otra cosa. Los pobladores salieron: todos al mismo tiempo de sus casas, y avanzaron hacia nosotros codo contra codo, en un frente de varios metros.

—Déjenme a mí —gritó un hombre, el vendedor de sogas.

—No —gritó otro—, ya te dejamos la última vez—éste era el vendedor de cantimploras.

Empezamos a retroceder.

—Yo, yo —dijo una vieja, la representante del cuerpo de guías—. Yo heredé el trineo.

—¿Quién te dijo eso? —le contestó la vendedora de trajes de amianto, junto con el vendedor de linternas, el vendedor de huesos en forma de X y los demás.

—Era mi hijo, estúpidos —dijo la vieja.

El suelo se había vuelto resbaladizo, de modo que apenas conseguíamos movernos, pero los aldeanos seguían corriendo como si nada. Nos alcanzaron un minuto más tarde, cerca de una puerta que daba al pozo, la misma por la que habíamos salido. Mientras nos rodeaban, los gritos aumentaron de volumen. Dejamos que el suelo nos llegara a la cabeza, y nos agarramos a las piedras sueltas para no seguir cayendo.

De pronto los aldeanos se pusieron de acuerdo. Gritaron un poco más, y se quedaron callados. La vieja que decía haber heredado el trineo alzó la cabeza en un gesto de triunfo y dio un paso al frente en nuestra dirección. Nos miró de punta a punta antes de hablar.

—Les reservé un trineo —dijo—, para que puedan bajar al glaciar.

No podíamos movernos, ni contestar. Habíamos olvidado nuestro proyecto violento.

—Muy barato —agregó la vieja, al ver que su oferta no tenía respuesta.

—No quieren el trineo —dijo otra voz, fuera del círculo qué nos rodeaba.

Varios aldeanos se corrieron para abrir paso al que había hablado, y vimos que era el viejo de la cicatriz en la frente. Caminó hasta el centro del círculo y se ubicó de tal modo que sus sandalias quedaron a la altura de nuestras cabezas.

—Lo que quieren es escapar —agregó.

La vieja se echó atrás, hasta confundirse con la muralla de aldeanos. No discutió el derecho del viejo de la cicatriz a estropearle el negocio. Desde nuestra posición, la cabeza del viejo se confundía con el cielo.

—Sin embargo —dijo el viejo—, ese no es el plan. Después de tanto tiempo, deberían haber llegado al fondo del pozo.

Inclinó la cabeza hacia nosotros. La cicatriz estaba roja. El resto de los aldeanos escuchaba en silencio, y el mundo parecía terminar donde terminaba el círculo. El Consejero volvió a despertarse, y esta vez no pudimos contenerlo. Los versículos, los capítulos y las secciones formaron una cascada en nuestra mente. Cuando se detuvieron leímos, 29:87:15: “Obedezca. ” Era el versículo más corto que habíamos visto jamás, y probablemente el más preciso. El Consejero se escondió en su depósito inconsciente, y al mismo tiempo el viejo sonrió, como si supiera lo que ocurría en nuestros pensamientos.

—Todavía están a tiempo —dijo—. Nosotros los vamos a ayudar.

Hizo una seña, y los aldeanos nos levantaron por el aire. Miramos más allá de sus cabezas: estábamos en la cima de la montaña de Guirnalda, como al principio. Al otro lado del abismo estaban el cuadriculado de sembradíos y la ciudad. Las manos de los aldeanos nos masajeaban por abajo, y el viento de las alturas por arriba. Nos llevaron hasta la aldea, rodearon el depósito y nos permitieron ver durante un segundo la boca del pozo.

Después nos tiraron por el borde.

Ahora, en la cárcel donde unas ranuras de la pared llevan a un laboratorio fotográfico, nos parece que hubo otros acontecimientos entre nuestra llegada a Guirnalda y el momento en que nos tiraron al fondo: otro encuentro con la Computadora Central; un viaje interminable por una galería de espejos; un motín en compañía de los otros exploradores, bajo el mando del viejo que había simulado morir a nuestros pies. Recordamos claramente haber caminado por un arroyo de agua helada; haber dormido en agujeros oscuros, con los lanzallamas preparados, oyendo ruidos profundos y lejanos; haber trepado por unas columnas resbaladizas para escapar de una inundación; haber encontrado las flautas junto a un esqueleto anónimo. Pero estos recuerdos no se encadenan en una secuencia. Son fragmentos aislados, como tal vez lo sean todas nuestras experiencias en el pozo. Si conseguimos reunir algunas en un conjunto ordenado, probablemente sea gracias a un engaño de la memoria, no un resultado de lo que vivimos en realidad. Tal vez no haya modo de organizar cronológicamente nuestras experiencias, y existan dos, tres o más conjuntos de. experiencias superpuestos, simultáneos, independientes unos de otros.

Pero esto se nos ocurre ahora. Cuando caíamos por el pozo no tuvimos tiempo de pensar tanto. Estábamos a oscuras, por afuera y por adentro. Nos dejábamos llevar por la fuerza de la gravedad, y por las otras fuerzas que existen en el pozo, casi sin darnos cuenta. No sentíamos más miedo que antes, ni más desesperación. No pensábamos que en esa caída se iban nuestros últimos retazos de vida, porque algo nos decía que no era así. Caímos eternamente, pero en el pozo la eternidad debe tener un límite, porque la caída terminó. Sentimos un golpe seco, y al mismo tiempo se terminaron los dolores y el sufrimiento. Abrimos los ojos a la luz artificial.

Estábamos en la cabina de control de nuestra nave. En la pantalla encendida se veía un ángulo del puerto, y mas allá la ciudad. Nuestras pertenencias se habían desparramado con la caída, y nos rodeaban: la linterna, los rollos de película, la montaña de papel que había escrito Gadma, las mantas. Un murmullo agradable acompañaba la vibración del suelo en que estábamos echados: el motor en funcionamiento.

Tardamos bastante en reaccionar, y antes de que pudiéramos movernos el piso nos atrajo con más fuerza. El puerto y la ciudad se hundieron en la pantalla, y unos minutos más tarde fueron reemplazados por las estrellas. La nave había despegado. Nos alejábamos de Guirnalda a una velocidad que aumentaba a cada segundo.

La cámara exterior de la nave giró, y en la pantalla apareció el disco de Guirnalda. Conseguimos ponernos de pie recién cuando el disco se transformó en un punto. A pesar de la aceleración, nos sentíamos livianos. Habíamos recuperado el control de los músculos.

Lo primero que se nos ocurrió fue armar otra vez nuestros bultos: eran lo único seguro que teníamos. Recolectamos las cosas que nos habían acompañado por el pozo y las amontonamos en un rincón. Luego salimos de la cabina de mando, con las ideas más confusas que nunca, y recorrimos la nave.

Había algunos cambios. La biblioteca ya no estaba, y en su lugar había una máquina de cine, con una colección de películas de dibujos animados. También faltaban algunos elementos de lujo, que habían ayudado a crearnos la ilusión de estar de vacaciones durante nuestro primer viaje: el perfume del baño, el regulador de la luz, el equipo mecánico de gimnasia. Sin embargo, estábamos seguros de que era la misma nave que nos había llevado a Guirnalda: conservaba pequeñas marcas que el uso le había dejado en las paredes y en los muebles.

Los ejemplares del contrato estaban donde los habíamos dejado, apilados en una mesita, entre las camas. Pero también habían cambiado. Todas las hojas estaban cruzadas por un sello enorme, con una sola palabra:

RESCINDIDO

De modo que ésa era la explicación de lo que ocurría. El Centro había decidido retirarnos de la misión, y automáticamente nos encontrábamos de regreso. Por supuesto, no era una explicación razonable. No nos decía de qué modo habíamos llegado a la nave desde el pozo. Pero estábamos dispuestos a aceptarla. No teníamos otra, para elegir.

—De cualquier manera —empezó Gadma.

—Conseguimos lo que queríamos —siguió Sabrasú.

—Pudimos escapar —terminó Calibares.

El viaje fue largo y aburrido. Pasamos los días tratando de relajarnos y de reírnos con las películas de dibujos animados. Nos sentamos durante horas en la máquina de cine, o frente a la pantalla. Pero las estrellas y los personajes de colores nos resultaban parecidos: todo era lo mismo, cuando por nuestra mente pasaban las imágenes mucho más fuertes y definidas del pozo. Cualquier emoción era débil, junto a las que nos provocaban los recuerdos.

El Consejero no volvió a aparecer, ni durante el viaje ni después. Por lo que sabemos, es posible que se lo haya tragado el pozo.

Tratábamos de no pensar en lo que nos esperaba en Varanira. Así como nos alegraba haber escapado del pozo, nos preocupaba la idea de recibir algún castigo por faltas cometidas sin darnos cuenta. No conocíamos antecedentes comparables con nuestro caso, en los que se hubiera rescindido un contrato de exploración. Y si no había castigos pendientes, tampoco nos entusiasmaba la perspectiva de volver a la oficina. Más allá de los golpes recibidos, sentíamos que el pozo nos había cambiado; de otro modo, no se explicaba que hubiésemos rechazado la ayuda del Consejero, antes de atacar al aldeano que se miraba las uñas; o que hubiésemos llegado a dudar de la Computadora Central, confundiéndola con un Poder mencionado por alguien en quien nada nos obligaba a confiar. Además, Calibares estaba inquieto, soñando con nuevas expediciones, descubrimientos, momentos de audacia; Sabrasú se quejaba del vacío de su memoria, donde no había nada para reemplazar las Ordenanzas que se evaporaban sin remedio, y decía que el Centro se le alejaba cada día más; Gadma seguía corrigiendo su informe, agregando detalles y detalles, y no daba la impresión de querer hacer otra cosa en su vida. En esas condiciones, la oficina nos parecía un lugar ajeno, propio de un Calibares, un Sabrasú y una Gadma más pequeños, más ignorantes, pendientes de un universo que sólo les llegaba por noticias indirectas, cuando nosotros ya habíamos salido de la cáscara para tocarlo con nuestras propias manos.

De todos modos, ahora sabemos que la nave nos llevaba hacia un destino que no podíamos modificar. Lo que hiciéramos más adelante, a pesar de todo lo aprendido, seguía sin depender de nosotros.

Aterrizamos en el puerto de Varanira después de muchos días. Nos recibió un grupo de agentes del Centro, que no hizo preguntas ni nos permitió hacerlas. Acompañados por ellos, hicimos el viaje en tren desde el puerto hasta el edificio, caminamos como antes por la costanera y entramos al edificio por una puerta pequeña, que no habíamos visto nunca.

La puerta daba a una oficina como la nuestra, aunque con más polvo y más papeles. Detrás de un escritorio había un hombre gordo, que nos miró apenas el tiempo suficiente para saber cuántos éramos. Abrió un cajón, sacó tres fajos de papeles y los tiró sobre el escritorio.

—Firmen —dijo.

No nos movimos. El gordo levantó la vista una vez más, y volvió a bajarla. Detrás de nosotros, uno dé los agentes que nos acompañaban tosió.

—Firmen —repitió el gordo.

Aspiramos hondo, y nos acercamos al escritorio. Una vida entera de reflejos condicionados no podía quedar olvidada en un instante. Tomamos las lapiceras que nos dio el gordo y firmamos. El gordo volvió a guardar los papeles, y sacó del cajón otros tres fajos iguales. Nos entregó nuestras copias del nuevo contrato, y nos miró por tercera vez.

—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntamos.

—Irán al departamento orbital —dijo.

—¿El departamento orbital? —preguntamos—. ¿Qué es eso?

—Lo que su nombre indica —dijo el gordo—. Un departamento del Centro, en órbita.

No insistimos, pero no porque el tema hubiera dejado de interesarnos, sino porque nuestros acompañantes nos empujaron de nuevo fuera de la oficina. El parque y la costanera estaban vacíos, y hasta la ciudad, al otro lado del río, se veía tranquila. El edificio parecía opaco bajo la capa de nubes que cubría el cielo, y no nos produjo ninguna emoción. Ya no formábamos parte de él. El hecho de que estuviéramos en Varanira no significaba que habíamos regresado. Tal vez no tuviéramos ningún lugar al que regresar. Seguíamos perteneciendo al Centro, porque habíamos firmado un contrato, pero el Centro ya no era un lugar fijo en el espacio y en el tiempo, desde el cual Sabrasú podía ver la telaraña de influencias tejida entre las estrellas sino sólo la telaraña; el punto de apoyo había desaparecido, y ahora quedaba una sustancia pegajosa y etérea, casi invisible, que nos tenía atrapados y nos obligaba a movernos a la deriva con ella. Comprendimos todo esto sin razonarlo, percibiéndolo como percibíamos las manos de nuestros acompañantes cerradas alrededor de nuestros brazos, empujándonos hacia la estación de trenes.

Tornamos el tren y volvimos al puerto. Nos dejábamos llevar sin decir palabra, porque en cierto sentido no eran nuestros acompañantes quienes nos obligaban a movernos, sino las fuerzas naturales, catalízadas por el Centro. Así, de un modo automático, ajeno a nuestra voluntad y a la voluntad de quienes nos guiaban, entramos a la misma nave que nos había llevado a Guirnalda. La puerta se cerró detrás y otra vez nos quedamos solos. Oímos el murmullo conocido del motor, y la suave tensión del despegue.

Esta vez el viaje duró pocos minutos. Apenas nos adaptamos a la nueva situación, y cuando se nos ocurrió leer el contrato, la pantalla nos distrajo: mostraba un cilindro gigantesco, suspendido entre las estrellas. Comparándolo con las naves que revoloteaban a su alrededor, calculamos que tenía varios kilómetros de diámetro, y era todavía más alto que ancho. Giraba lentamente sobre un eje paralelo a las dos bases circulares, mientras crecía hasta ocupar toda la pantalla.

La nave se acopló al cilindro por el centro de una base, luego de una aproximación cuidadosa que llevó casi medía hora. Optamos por no movernos de la cabina de control, pero tampoco ahora tuvimos tiempo de leer el contrato. Varios agentes del cilindro entraron a la nave y nos llevaron por la fuerza, dándonos justo el tiempo necesario para juntar nuestros bultos, los mismos que habíamos cargado a través del pozo de Guirnalda. Ellos, o las fuerzas naturales, nos arrastraron por varios pasillos, hasta una oficina donde revisaron nuestras pertenencias, quitaron algunas cosas y agregaron otras, cambiaron nuestras mantas por las suyas, y luego hasta un lugar abierto, en el que el paisaje era tan inmenso que nos mareó.

Estábamos en una especie de terraza, desde donde se veía el interior hueco del cilindro. La base, que por afuera era lisa, por adentro estaba tapizada de edificios y máquinas. Pero lo más sorprendente estaba arriba, en la dirección de la otra base: a mucha altura había unas nubes verdosas, fosforescentes, que brillaban contra la oscuridad de más allá. A través de un hueco en las nubes se veían varias luces titilantes.

—Fuegos —dijo un agente del cilindro. Se reía. Durante varios segundos nos permitieron observar el panorama. Luego nos metieron otra vez en los pasillos, y finalmente en una cabina cerrada: un ascensor.

Los agentes se ataron con unas correas que colgaban de las paredes y uno de ellos apretó un botón. Notamos el tirón del ascensor al ponerse en marcha, y luego empezamos a sentirnos cada vez más livianos, a medida que nos acercábamos al eje del cilindro. En la mitad del viaje, cuando estábamos cerca del eje, nuestros movimientos nos hacían volar por el aire. Los agentes, que seguían atados, trataban de contener la risa. Luego el techo del ascensor se convirtió en suelo, los agentes se desataron y poco a poco recuperamos nuestro peso.

La puerta se abrió a un túnel de piedra, y nos dimos cuenta de que el ascensor se había detenido. Los agentes se pusieron serios.

—Salgan —dijo uno.

Obedecimos, y cuando la puerta volvió a cerrarse detrás de nosotros vimos que los agentes se habían quedado adentro. El ascensor subió, dejando el rastro de luces circulares que luego conoceríamos tan bien. Recorrimos el túnel y salimos a la prisión. Nos llevó un buen rato comprender la distribución de los escalones de piedra, y distinguir a los demás prisioneros a la luz de los fuegos. Nadie fue a recibirnos. Nos sentamos junto a la pared, y revisamos los bultos, para ver qué había quedado. No faltaba nada importante, salvo las copias del contrato: no estaban por ninguna parte.

Después pasaron miles de veranos y miles de inviernos, durante los cuales aprendimos a vivir en este lugar. Desde entonces llegamos a dos conclusiones importantes. La primera fue inmediata: con el Centro transformado en una telaraña imprecisa, y sin conocer nuestro propio contrato, lo único que nos quedaba era tratar de escapar. La segunda nos llevó mas tiempo: el viejo de la cicatriz, finalmente, había dicho la verdad. Habíamos llegado al fondo del pozo.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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