Estoy sentado en el lado derecho del sofá, leyendo un libro. Me pica el lóbulo de la oreja izquierda. Cambio el libro de mano para rascarme, y descubro que detrás del lóbulo acostumbrado tengo otro igual, que es el que me pica.
Dejo el libro abierto, boca abajo, en el brazo del sofá, con la idea de levantarme e ir a verme en un espejo, pero me distraigo al notar que del nuevo lóbulo sale un pelo largo y grueso. Empiezo a seguir el pelo, apretándolo entre los dedos índice y pulgar. A unos treinta centímetros de la oreja el pelo pega un tirón: algo lo retiene desde abajo, al otro lado de mis dedos. Giro la cabeza mientras sigo la trayectoria del pelo, hasta comprobar que sale del almohadón que corresponde al asiento de la mitad izquierda del sofá. Trato de arrancar el pelo del almohadón, pero está demasiado firme. Suelto el pelo y levanto el almohadón con ambas manos.
Bajo el almohadón se abre un pozo ancho y profundo, del que sale olor a podrido. Una serie de huecos en la pared del pozo indican la posibilidad de bajar. Adentro del pozo está oscuro y húmedo. Alcanzo a ver un bicho que se escurre por debajo del otro almohadón, el que corresponde al respaldo de la mitad izquierda del sofá.
Me pongo de pie de una manera brusca. Con el movimiento, sin querer, tiro el libro al piso. Voy a la cocina, con el primer almohadón bajo el brazo y el pelo colgando de mi segundo lóbulo izquierdo. Con la mano que ahora tengo libre abro el cajón de los cubiertos y saco un cuchillo, de los que tienen serrucho. Apoyo el almohadón en la mesada, busco el pelo, lo mantengo bien tirante entre la mano y la tela, y me pongo a serrucharlo. Se corta enseguida. Sin soltarlo, devuelvo al cuchillo al cajón y camino en dirección al baño.
A mis espaldas, desde el living, se oye algo parecido al aire que escapa de un globo inflado, pero distante, como transmitido por un caño muy largo. Sin darme vuelta recorro el pasillo y entro al baño. Me miro al espejo. A primera vista no noto otros cambios en mí, más que el lóbulo extra. Abro el botiquín y saco una tijerita para uñas. Aprieto el pelo otra vez entre los dedos, lo más cerca posible de la oreja, acerco la tijerita y corto.
El dolor me indica rápidamente que tuve mala puntería. Cierro los ojos. Dejo caer la tijerita. Me agarro la oreja con ambas manos. Cuando vuelvo a abrir los ojos, la sangre ya me llega a los codos y gotea sobre la pileta. Agarro la toalla de baño, la más grande, y la aprieto con fuerza contra la oreja.
El ruido de globo que se desinfla se interrumpe, reemplazado por ruido de pisadas: un deslizarse seguido del crujido de un zapato, otro deslizarse, otro crujido, como de alguien que tiene problemas para caminar. Cierro la puerta del baño, la trabo, y vuelvo a mirarme al espejo. La toalla está roja y empapada de sangre. La separo de mi cabeza, y la oreja aparece limpia y seca. Tiro la toalla a la bañadera y me miro con más atención. El segundo lóbulo tiene un par de centímetros más que antes.
Levanto la tijerita del piso, vuelvo a agarrar el pelo y ensayo otro corte, esta vez con éxito. Apoyo la tijerita en el borde de la pileta y abro la canilla con la idea de lavarme la sangre. Al mismo tiempo, afuera del baño, las pisadas se detienen. Cierro la canilla. La sangre que me cubre los brazos ya empieza a secarse.
Hay un momento de silencio. Otro. Otro más. Por debajo de la puerta se desliza una hoja de papel. Parece estar en blanco. El papel toca los dedos de mi pie derecho y se detiene. De nuevo silencio. Todavía tengo una punta del pelo entre los dedos. La otra punta se pierde en algún lugar sobre el fondo de baldosas negras. Empiezo a inclinarme para recoger el papel. Un movimiento en el borde de la visión me hace detener antes de alcanzar el suelo.
Giro la cabeza a la izquierda, todavía inclinado, la mano derecha extendida hacia abajo. El bicho que escapó del agujero del sofá, u otro de su misma especie, camina por el espejo. Le calculo unos cinco centímetros de largo. Mayormente negro, tiene rayas transversales de un verde muy vivo, desde la cabeza hasta la cola. No es un insecto: más bien parece un ciempiés, delgado y flexible. La cabeza es esférica, desproporcionadamente grande, y oscila de un lado a otro como buscando algo. Tras recorrer una buena parte del espejo, el bicho se detiene y empieza a hundirse en la superficie que lo refleja. No está cavando, no está rompiendo: se hunde. Desaparece la cabeza, luego las rayas verdes, una por una, y finalmente la cola.
Abro el botiquín, para ver del lado de adentro, y no encuentro rastros del bicho. Lo cierro con un chasquido, justo antes de recordar que estaba tratando de no hacer ruido. Entonces sí, termino el movimiento que había empezado y levanto el papel.
Del lado inferior hay un dibujo infantil, que recuerda vagamente el bicho que acabo de ver. Junto al bicho hay una tijera abierta, rodeada por las rayas de movimiento que usan los dibujantes de historietas. El dibujo sugiere la idea de cortar el bicho por el medio. Dejo el papel sobre la tapa del inodoro, y al mismo tiempo me doy cuenta de que solté el pelo sin querer. Estiro la mano hacia la puerta, hasta recordar que afuera hay alguien, y vuelvo a retraerla.
En ese mismo instante oigo el ruido de algo metálico, como una herramienta, que cae al piso al otro lado, y de inmediato la puerta se abre sola. Retrocedo hasta chocar con la bañadera. Echado hacia atrás, me apoyo con una mano en la pared del fondo del baño.
Sin motivo aparente pienso en el libro que estaba leyendo, y en que al caer seguramente se perdió la página por la que iba.
Lograste sacudir mi aburrimiento de las siete menos diez de la tarde.