—Sí, señor. No, señor. Sí, señor.
El chico está sentado en la silla de plástico, frente a la mesa de metal que ocupa el centro del cuarto. Tiene puestos pantalones de gimnasia largos, color bordó, con una raya amarilla al costado, y una chomba blanca con un escudo amarillo y bordó en el lado izquierdo del pecho. El pelo corto deja ver las orejas abiertas y un lunar en la frente. El chico mantiene las manos apoyadas en los costados de la silla, con las palmas hacia abajo y los dedos hacia adentro, de manera que queden bajo las piernas; así no se tientan.
—No, señor. Sí, señor. No, señor.
La mesa es un escritorio al que alguien le extirpó los cajones. El vidrio que tiene encima está rajado, de manera que una esquina se convirtió en isla. Sobre el vidrio hay un teléfono viejo, negro, con cable y disco. El tubo descansa sobre el aparato como un cadáver. El disco, desprovisto de dedos que lo usen, junta polvo. Lo que mantiene al teléfono en pie es la posibilidad, remota pero auténtica, de que un día de estos alguien lo haga sonar. Cerca del teléfono yace una carpeta grande de tapa color rosa, cerrada. Por el borde de la carpeta, como una enagua, aparece la punta de un papel mal acomodado. Tiene un sello: el número 79. Al otro lado de la mesa, la silla de madera con asiento tapizado en cuerina verde está vacía.
—Sí, señor. No, señor. Sí, señor.
No hay ecos. La voz muere al salir de la boca. Mientras habla, el chico mueve la cabeza de arriba abajo y de izquierda a derecha, alternadamente. Tiene ritmo. Conserva los ojos fijos en un punto de la pared, donde hay un agujero pequeño del que tal vez salga una araña. Las piernas le cuelgan en el aire, y a veces las balancea de atrás para adelante; cuando se da cuenta, las aquieta. Las zapatillas le pesan en torno a los pies: si estuviera en el agua, lo hundirían. El chico evita el respaldo; cada vez que lo toca por accidente, vuelve a alejarse.
—No, señor. Sí, señor. No, señor.
La habitación parece toda ángulos. Techo, piso y paredes se hinchan en el centro y retroceden en los bordes. Hay un espacio oscuro, impenetrable, en el fondo de cada rincón. La única ventana está cerrada, con la persiana baja. A través de las rendijas se ve que afuera es de día. No hay cortinas, pero sí están los ganchos de los que deberían colgar; esos ganchos que saben convertir la ausencia en culpa. La luz de la habitación proviene de un tubo fluorescente, que apunta hacia la ventana como si fuera a acusarla de algo. Las sombras caen en vertical, agotadas. No hay otros muebles que la mesa y las sillas.
—Sí, señor. No, señor. Sí, señor.
El lugar huele a pan viejo, a tostadas frías. A plástico caliente. A remolacha. El aire se entretiene en movimientos lentos, paseando variedades mínimas por la nariz del chico. En los límites, las paredes están descascaradas con precisión, como si alguien viniera cada día a quitar un trozo de pintura con las uñas. El efecto es una colección de grises alternados con un amarillo verdoso, el color original que asoma desde adentro. Si alguien se ocupara de escribirlas, serían las paredes de un baño público.
—No, señor. Sí, señor. No, señor.
La puerta está cerrada, pero no con llave: la llave está en el agujero de la cerradura, del lado de adentro. El picaporte cuelga a cuarenta y cinco grados, listo para desprenderse. Junto a la puerta está el interruptor de la luz, envuelto en una mancha negra. La puerta tiene un papel pinchado con dos alfileres, con un texto lavado por el tiempo del que solo se distingue el título: “Instrucciones”. Cada tanto se oyen pasos al otro lado. Pasos de gigantes que siempre siguen de largo.