Autor: Eduardo Abel Gimenez

Radio despertador

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Cuando llegó, se llevaba el tiempo por delante. Poco a poco, aprendió a atrasar unos minutos por día. Así, me deja dormir un ratito más.

Malabares

Ayer a la tarde había dos malabaristas en un semáforo de Figueroa Alcorta. Salían corriendo al centro de la avenida en el momento justo en que los autos se detenían sin ganas, o tal vez un poco antes, y empezaban a revolear tres pelotas cada uno. Se reían mucho, se hacían bromas entre ellos, se tiraban una pelota de vez en cuando. A último momento se acercaban a los autos a pedir monedas, pero esa era la parte menos divertida, la que hacían por obligación. Luego, cuando los autos detenidos se ponían en marcha otra vez y los otros autos, los que venían del semáforo anterior, se acercaban a setenta por hora con un odio inhumano, corrían hacia la vereda en un final hollywoodense. Pero todavía les quedaba tiempo para dirigirse un grito, una risa, otro pelotazo.

Ninguno de los dos tendría más de ocho años.

[Texto de 2003.]

7 malabares
Pelotas de malabarista. Foto por Richard Leonard en Flickr, bajo licencia CC BY 2.0

En el subte

  • Ese hombre alto y gordo, de bigotes, medio calvo, con remera blanca y pantalones de gimnasia, pasa silbando el arrorró.
     
  • Es una mujer común, salvo por esa horrible cicatriz en el cuello, esa cosa sin forma por debajo y un poco por detrás de la oreja. Hasta que mueve la cabeza y resulta ser un aro, un arete, un pendiente que termina en una piedra color salmón.
     
  • Viene por el andén corriendo bajito: la espalda bien derecha, los brazos quietos a los costados, solo corre la mitad de abajo de las piernas, arrastrando los pies.
     
  • Hay un sargento de la policía en el siguiente grupo de asientos. Miro mejor. Hay unas jinetas de sargento, tres segmentos amarillos, en una prenda color azul oscuro. Miro mejor. Hay un chico de pelo largo que lleva una remera con tres rayas amarillas en las mangas.

 

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Esos dos

Estaban en el sector infantil de Burger King, pero no habían llevado niños para justificarse. Él entraba en los cincuenta y en la calvicie. Ella tal vez en los cuarenta, pero quién sabe bajo ese pelo negro planchado sobre la cara, la figura delgada y la voz gruesa. Se habían sentado en una de las pocas mesas que hay frente al pelotero y el laberinto, dentro de la gran pecera vidriada del fondo, en el primer piso.

Cuando entramos a la pecera, mi familia y yo, ellos eran los únicos ocupantes. Pusimos en una mesa nuestros paquetes de proteínas, grasa y almidón, hicimos ruido de papel, de pajitas que perforan plástico, de servilletas. Ellos hablaban de cosas importantes.

—Mi padre todavía no puso su parte —decía ella.

—Pero entonces no llegás —él.

—Cien o ciento cincuenta me tiene que dar, para el alquiler.

Hablaban con voces de urgencia, densas. A él le resbalaban un poco algunas letras. Mi hijo tomaba un traguito de su Fanta. Yo comía papas fritas. Mi mujer inclinaba la cabeza para medir la situación.

Él debe haber ofrecido ayuda, porque ella contestó:

—Pero no, vos tenés tus propios problemas económicos.

—Ya sabés quién soy yo —respondió él, categórico.

Estaban ubicados en un ángulo de noventa grados uno con respecto al otro, y nosotros en diagonal con ellos, a unos cuatro metros. Vino otro chico, tal vez de tres años, a mostrarnos dos pedazos de algo anaranjado en las manos: caramelo, partes de un juguete de Cajita Mágica, quién sabe. Finalmente se los metió en la boca y se fue.

—A mi vieja se le ocurrió que vivamos los tres juntos —dijo ella.

—Pero tu padre y tu madre se odian —hizo él su parte de teleteatro.

—Ella dice que a mi padre lo arregla con cinco o diez pesos por día.

Él se iba acercando a ella.

Mi mujer, que los tenía a su espalda, se sentía incómoda. Después de todo estábamos en el lugar destinado a las familias con chicos, el sitio protegido, privado, rodeado especialmente con vidrios para cuidarlo del salvaje mundo exterior.

Decidimos mudarnos. Haciendo ostentación de movimiento, levantamos nuestra bandeja, nuestros vasos y paquetitos, nuestras servilletas, y nos fuimos a una mesa libre justo afuera del recinto infantil.

Mi hijo comió, jugó, se fue al pelotero. Unos minutos después lo siguió mi mujer, para verificar su bienestar. Volvió indignada:

—Además están fumando —dijo.

Primera vez que hablábamos de esos dos. Me di vuelta para mirar (ahora era yo quien los tenía a la espalda) y sí, había una nube de humo a su alrededor. Ya se estaban tocando las manos, también.

*

En la nueva zona que ocupábamos había más fauna de fin de semana céntrico. Para empezar, estábamos en el camino a los baños, de modo que veíamos un ir y venir de personajes. Pasó por ejemplo una chica dark, zapatos negros, medias negras, pollera larga negra, tapado negro, mochila negra con la leyenda The Cure. A la ida la vi de espaldas, pero a la vuelta le descubrí la cara muy blanca con el pelo negro a ambos lados y en el centro exacto una boca más roja que la sangre arterial.

Pasó un hombre de bigotes, con el pelo atado de tal forma en la nuca que parecía el mango de una sartén pequeña.

Pasó un grupo de chicas, la mayor tal vez de doce años, con jeans ajustados, haciendo los mayores esfuerzos que la edad les permitía para alcanzar un simulacro de seducción femenina. Por poco que lograran, el hombre de seguridad, uno bajito que llevaba una bandera argentina en el hombro derecho y un palo negro en la cadera izquierda, se dio vuelta para observarlas de la cintura para abajo.

Una empleada del lugar iba seguido a verificar los baños. Entraba en el de mujeres, a la izquierda, y luego empujaba un poco la puerta del de hombres, a la derecha, mientras al parecer miraba en otra dirección. No entendí lo que hacía hasta que llegó mi propio turno de ir al baño. Cuando abrí la puerta me di cuenta de que era posible ver en el espejo si había gente en mingitorios o inodoros. Luego, al salir, me tomé el trabajo de mirar en la misma dirección que la empleada: había otra puerta con una placa que decía “Privado”. Resulta que esa placa, de metal plateado, era otro espejo perfecto; al empujar la puerta, mirando fijamente la placa, la empleada tenía una imagen instantánea del interior del baño, a través de dos espejos enfrentados.

*

Pasamos un rato largo allí, mientras mi hijo jugaba en el pelotero con los otros chicos que fueron llegando. Tomamos café con torta de chocolate. El espacio vidriado se llenó de gente. Había más ruido. Pero los dos del comienzo seguían en su sitio, sin ojos ni oídos más que para sí mismos. La última vez que miré, antes de irnos, se estaban besando. De una buena vez.

5 Burger King
Foto por Patrickroque01 (modificada), bajo licencia CC BY-SA 4.0

Bananas y calabaza

Pesó las bananas
en la balanza.
Le puso una etiqueta
al kilo de bananas.
Sin hablarme.
Le pedí unas rodajas
de calabaza.
Se volvió hacia el dueño
del supermercado:
—Dice que quiere
rodajas de calabaza.
Se fue a su puesto
en la fiambrería.
Sin hablarme.
Sin mirarme.

Eso fue ayer, con la nueva vendedora de fiambres del supermercado de acá a la vuelta, que estaba de suplente en el mostrador de la verdulería, a tres metros de su puesto habitual. El dueño del supermercado cortó las rodajas de calabaza y me las vendió. Tuve que rechazarle explícitamente una que estaba podrida.

La vendedora de fiambres tiene un piercing en la nariz, blanco, redondo, un moco que sale por el lado equivocado. Es joven. Da pena que haya entrado a trabajar en ese lugar feo, con tanta gente que grita y música que patea las orejas. Ayer andaba hecha un zombie, pero hoy parecía despierta: hablaba con un tipo sobre algo que no entendí. No le hablé. No la miré.

Una mujer protestaba por la música, a los gritos, pero en broma.

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Tres mujeres

Uñas largas, pintadas de marrón oscuro. Lee Vida de una geisha.

Uñas cortas, mordidas, en dedos nudosos. Lee Convenio bilateral.

Uñas redondas y rosadas. Se las pasa por el labio inferior, una y otra vez, ida y vuelta, ida y vuelta. No lee nada.

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Ojos de papel

En Plaza Francia, el músico de la guitarra, el micrófono, el amplificador y los parlantes termina de cantar “Muchacha (ojos de papel)”. Mientras prepara la siguiente canción, se pone a bromear:

—Pobre flaco —dice—, escribió la canción a los catorce años y no sabía cómo era una mina.

Plink, plonk, hace la guitarra. El músico se ríe y sigue:

—“Ojos de papel”, “corazón de tiza”, “pechos de miel”, “voz de gorrión”. ¡Una verdadera cagada! Catorce años debía tener el flaco, y ni idea de cómo era una mina.

Casi nadie se ríe, y menos ella, que debe guardar algún secreto.

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(Texto y foto de 2003)

Comida

Padre e hijo van en el subte, sentados uno junto al otro. El chico tiene tres o cuatro años. Escucho el diálogo:

—¿Esta noche qué querés comer?

—Choclo.

—Pero no, hijo, el choclo no es una comida. Una comida es pizza, empanadas, hamburguesa.

—[Algo que no entiendo.]

—Pancho también puede ser. ¿Qué querés, entonces?

El chico viene muy atento. Ahora piensa un momento antes de contestar.

—Empanadas.

—Muy bien, hijo. Comemos empanadas.

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Pitcairn

Las islas Pitcairn son un grupo de cuatro distracciones del mar, obstáculos para las olas, dispersas en medio del Pacífico. Mirá dónde están:

7 Pitcairn_Islands_on_the_globe_(French_Polynesia_centered).svg
Mapa por TUBS, Wikimedia, licencia CC BY-SA 3.0.

Estas son, una por una, en orden alfabético y con una medida marcada para que te des idea (imágenes de Google Maps; click para agrandar):

7 Ducie
Ducie, un atolón de 0,7 kilómetros cuadrados de tierra.
7 Henderson
Henderson, con sus inspiradores 37,3 kilómetros cuadrados (el 86% de la superficie sumada de las cuatro islas)
7 Oeno
Oeno, otro atolón, con 0,65 kilómetros cuadrados de tierra
7 Pitcairn
Pitcairn propiamente dicha, con 4,6 kilómetros cuadrados de historia humana

Pero la gracia está en verlas todas juntas, repartidas por ahí como piedritas de dinenti que se fueron demasiado lejos:

7 las cuatro islas
Click si hace falta ver esto más grande

Hay 600 kilómetros entre Oeno (la cosita de la punta oeste) y Ducie (la cosita de la punta este). Henderson está atrapada entre la c de Pitcairn y la a de Islands. Pitcairn está ahí abajo, donde dice Adamstown.

Que sean territorio británico es lo menos interesante de todo. La gracia se concentra en Henderson (la “grandota”, deshabitada) y en Pitcairn (chiquita, poblada por cincuenta personas).

Resulta que Henderson (link a Google Maps, para que explores) es uno de los lugares más contaminados del mundo. Encontraron unos 38 millones de piezas de plástico en la costa de la isla, esa costa diminuta de esa isla perdida en medio de la nada. Según el National Geographic, hay 671 pedazos de plástico por metro cuadrado. Y no te olvides que la isla es inhabitable; está deshabitada; no vive nadie; ¿queda claro?

Por su parte, la isla Pitcairn (link a Google Maps) también se las trae, y no solo por el motín del Bounty, un átomo de historia de 1790 hecho película; los restos del naufragio están ahí, pegados a la costa. Tampoco por los paisajes maravillosos (por alguna razón, ahí no cae tanto plástico):

Por favor, andá a pasear por la isla en Google Street View. Después de leer lo que falta de este post, obvio.

Hubo otro naufragio notable en Pitcairn. En 2004, siete hombres de la isla (¡de un total de doce hombres adultos!) fueron acusados de crímenes sexuales: violación, asalto a menores, y así, a lo largo de cuarenta años. Uno era Steve Christian, alcalde de Pitcairn. Cinco fueron a la cárcel (les hicieron una cárcel en la isla, donde no había); uno recibió prisión domiciliaria; a otro lo sobreseyeron. The Independent tiene un buen relato de cómo eran las cosas.

Es difícil cambiar. En 2016, Michael Warren, otro alcalde de la isla, fue procesado por bajar montones de pornografía infantil. El alcalde ahora no es Warren, sino Shawn Christian (hijo de Steve, el alcalde de 2004). Shawn Christian es uno de los seis que estuvieron presos por violación. De menores.

Qué curioso, que dos islitas de esa zona imposible del Pacífico, cada una a su manera, deban estar tan cubiertas de basura.

7 Screenshot_2018-10-07 Pitcairn Islands
Imagen fija para Facebook que todo lo mira con el bolsillo

Isla del Coco

La Isla del Coco (Cocos Island en inglés, ya verán por qué lo digo) está en el Pacífico, a 550 kilómetros de Costa Rica, país al que pertenece. Con este dramatismo la presenta Google Maps:

6 Screenshot_2018-10-06 Google Maps
Captura de Google Maps

Es un parque nacional. El gobierno de Costa Rica ofrece una bonita galería de fotos en el sitio oficial.

Pero lo más importante de esta isla es que ahí transcurre uno de los libros que marcaron mi infancia, El tesoro de la isla de Cocos, de Ralph Hammond.

6 el-tesoro-de-la-isla-de-cocos-ralph-hammond-ed-vallardi
Foto tomada de Mercado Libre, porque no encuentro mi ejemplar por ningún lado

Mi ejemplar no aparece. No lo encuentro entre mis otros libros de la época. Lo que puedo decir es que era una especie de La isla del tesoro, que todavía no había leído, y que me dio un miedo tremendo.

Ahora que está la web para investigar desde mi silla, descubro que el título original es Cocos Gold, sin la referencia tan obvia a Stevenson que pusieron en la traducción. (Está claro que el traductor, allá por los sesenta, no tenía la web para darse cuenta de que Cocos Island en castellano es Isla del Coco.) “Ralph Hammond” es el seudónimo con el que el británico Hammond Innes publicó varias novelas juveniles a principios de los cincuenta.

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Cocos Gold, de Ralph Hammond (1950). Foto de Amazon

Pero me encontré con un problema. “Cocos Island” lleva también a un atolón que queda al oeste de Australia (aunque el nombre lleve plural: “Islands”). ¿No será ahí que transcurría esta novela, mientras yo pasaba la vida confundido? ¿No tendría que haber puesto el traductor, en todo caso, El tesoro de las islas de Cocos?

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Cocos Islands (o Keeling Islands), Australia (Google Maps)

Nunca imaginé lo difícil que se hace comprobar dónde transcurre una novela de 1950, poco conocida, cuando las pocas descripciones que aparecen hablan de una isla perdida en el mar, salvaje, inhóspita, todo así. Se complica todavía más si un resultado destacado de la búsqueda es la ficha de una edición del libro en la Biblioteca Nacional de Australia. ¿Por qué les iba a interesar tenerlo ahí, si se tratara de una islita costarricence?

Largo rato dando vueltas. Hasta que encontré lo más parecido a la salvación en un recuadro de la revista Boy’s Life de agosto de 1950 (¡gracias, Google Books!):

6 Boys' Life, agosto de 1950
Boy’s Life, agosto de 1950, fragmento de la página 29 (Google Books)

Ahí dice claramente que “Cocos Island is real, a tangled, uninhabitable mass of jungle, mountain, and surf off the coast of Ecuador”. La jungla suena poco a atolón; la montaña, nada (y también parece estar en la ilustración de tapa de la edición inglesa). Pero lo decisivo es la mención de Ecuador: todos sabemos que Ecuador es lo mismo que Costa Rica, pero no es lo mismo que Australia. ¡Problema resuelto! (A menos que uno dude de Boy’s Life, pero hay lujos en la vida que es demasiado tarde para darse.)

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Cascada en la one and only Isla del Coco. Foto por J Rawls en Wikimedia, licencia CC BY 2.0 Generic