Autor: Eduardo Abel Gimenez

La invasión de las palomas gigantes

El lunes empieza sin mayores esperanzas, como suele ocurrir con los días, y va empeorando de a poco aunque nadie se ocupe de juzgarlo. A las seis de la tarde se esta yendo sin gloria, cuando aparecen las primeras aves. Son cuatro, mezcladas con los autos y la gente en la esquina de dos avenidas muy transitadas. Algunos creen que al principio son cinco, y que una se pierde rápidamente en el interior de una obra en construcción. Es posible. Pero las seguras son cuatro, y en algo tenemos que creer aunque no sirva para nada.

—Parecen palomas, pero de un metro de altura —dice alguien por televisión. La cámara enfoca una paloma gigante, que mira con la cabeza inclinada. Cuando el entrevistado termina su frase, la paloma corre hacia el camarógrafo y le picotea la entrepierna.

Dos aves atacan a un motociclista que se les va encima y lo hacen caer. La cuarta sube a un colectivo: el conductor escapa mientras la gente se amontona en la parte de atrás, peleando por bajar.

Parecen muchas más que cuatro porque son rápidas y cambian de lugar todo el tiempo. Y porque son gigantes. Una de ellas despliega esas alas enormes que tienen y levanta vuelo. Desde el balcón de un segundo piso se convierte en la imagen que el mundo reconocerá en el futuro, el ícono de este lunes, a través de una foto tomada desde un teléfono celular.

En este momento, si uno busca en Google “paloma gigante” encuentra trece mil resultados. Dentro de unos días serán más de seis millones.

Por la radio pasan otra canción sobre el amor perdido, que nadie quiere escuchar.

* * *

Tengo sesenta años y estoy parado en la puerta de un bazar, mirando lo que ocurre. Una paloma gigante pasa corriendo junto a mí y se mete en el local. Me doy vuelta para mirarla y tropiezo con una mujer de unos cincuenta años, labios finos pintados de rojo, pelo corto teñido de rubio, vestido azul brillante que le llega un poco por arriba de las rodillas. La mujer de azul me entrega un bate de béisbol y señala hacia la paloma.

—Haga algo —grita. Como ve que me quedo quieto, aclara: —Soy la dueña del bazar.

Por culpa de la sorpresa me encuentro con el bate en las manos antes de poder decir que no. Entro al local. La paloma gigante camina entre las estanterías llenas de platos y azucareras. Dos chicas de camisa blanca y pollera gris miran desde atrás de un mostrador. Agarro el bate con más fuerza y me acerco a la paloma, que sigue avanzando sin prestarme atención. Miro atrás: la dueña del local me alienta con un gesto de las manos.

El bate apenas cabe entre los saleros de porcelana y las fruteras de cristal. La paloma se mueve con libertad porque sabe menos que yo de lo que se rompe y lo que no, o no le importa. Movimientos de paloma: vaivén de la cabeza, mirada a un lado, mirada al otro, picoteo del piso. Pero todo gigante. Un metro de altura. Apoyo el bate en el hombro derecho y avanzo otro poco.

Suena música. Me permito mirar atrás por un instante y veo que son las vendedoras, que se han puesto a cantar a dúo, en voz baja, mientras golpetean con los dedos en el mostrador. Tal vez quieran alentarme, pienso.

La paloma se arrincona a sí misma entre una pared de copas y otra de cacerolas. ¿Se puede decir que me da la espalda? ¿O que veo su cola? ¿O que mira en dirección contraria a mí? Lo que corresponda. Levanto el bate, apenas por encima de la cabeza, y lo sostengo así, inmóvil, unos segundos. La paloma se da vuelta y me mira. Retrocedo un paso y me escondo a medias detrás de la punta de la góndola. La paloma empieza a acercarse.

La música de las vendedoras se está haciendo más intensa. Cantan sin palabras, golpean con ambas manos y con los pies. La dueña está unos metros detrás de mí, con los brazos en jarra (creo que es la primera vez que uso esta expresión). Por mi lado no cambia nada: sigo escondido tras la punta de la góndola. La paloma me mira.

Transcurre un compás de la música. Transcurre otro compás y medio. La paloma está por hacer alguna otra cosa, no puede quedarse tanto tiempo quieta, no es propio de un ave, ni siquiera si es gigante.

Siento que me quitan el bate de las manos. Es la dueña, que ha venido taconeando por el pasillo al ritmo de las vendedoras, sin que yo quisiera darme cuenta. Esgrime el bate a la manera de un profesional, como he visto hacerlo unas cuantas veces por televisión. La paloma arremete contra ella. La música se hace potente, feroz. Creo que hasta yo podría descargar un golpe mortal con esa música como respaldo. Por suerte no tengo que hacerlo. Cuando la paloma llega a la intersección de las góndolas, la mujer mueve el bate con todas sus fuerzas y se lo estrella en el costado de la cabeza. La paloma cae sin hacer ruido.

Fin de la música. Las vendedoras vitorean y aplauden. Yo miro hacia otro lado, aunque me parece que no queda ningún lado al que se pueda mirar.

Ni un solo vaso ha sido herido en la ejecución de esta escena.

* * *

Hacia las ocho de la noche las palomas gigantes están muertas, en el pavimento, en la estación de subte (donde fue a parar la misma del colectivo, obviamente especializada en medios de transporte) y en el bazar. La policía trata de mostrar que está a cargo de la situación: pone vallas, dirige el tránsito, se niega a responder preguntas. La televisión sigue entrevistando gente (otro camarógrafo). La gente solo habla de esto, pero se puede decir que el barrio ha quedado en calma. Durante varias horas no pasa nada más.

De madrugada, los diarios impresos presentan la noticia en primera plana, pero en un lugar secundario. No es lo más importante que tienen para decir. “Cuatro palomas gigantes en la ciudad”, titula uno. Y otro, con espíritu sensacionalista: “Cinco palomas gigantes en la ciudad”. Al amanecer, cuando todavía los están distribuyendo, esos diarios ya son irremediablemente viejos.

Es que, para entonces, en la ciudad hay muchos cientos de palomas gigantes.

* * *

Tengo diez años y miro hacia afuera por la ventana de mi cuarto. Soy tan chico que todavía no sé lo que no sé, y si puedo decir esto es porque alguien lo escribe por mí, no soy realmente yo quien está detrás de estas palabras sino un intermediario que editorializa y cambia el sentido de las cosas.

Miro hacia afuera por la ventana de mi cuarto. Es temprano. Me acabo de levantar y viene la hora de ir a la escuela. Miércoles. El pasto está oscuro, casi como de noche, y en cambio el árbol está iluminado por el sol. Una paloma gigante viene volando y aterriza en medio del jardín. Que yo sepa es la primera del barrio, sino no habría clases. La cabeza le llega a la altura de las rosas. Oigo que mamá dice algo desde la cocina, pero no entiendo las palabras. Enseguida viene otra paloma, y después otra más, y otras dos. Son agresivas las palomas, no sé si ya me di cuenta o es el escritor quien lo dice, así que se picotean unas a otras, se marcan espacios y jerarquías. Paloma Número Uno tiene derecho a picotear la mejor tierra. Pero Paloma Número Cinco mira desde las baldosas, donde no hay nada.

Me siento en la cama y me pongo las zapatillas apurado. Ahora mamá habla más fuerte que antes, pero no creo que me esté llamando, más bien parece que le dice algo a papá. Tendría que ir a la cocina, pero en cambio vuelvo a mirar por la ventana.

Entonces vienen las palomas número seis a número cien. O algo semejante, no las puedo contar. Cien palomas gigantes en el jardín ya no caben, ya no pueden determinar jerarquías ni numerarse con prolijidad. ¿A quién le toca ser Paloma Número Setenta Y Tres? Se enciman, se aletean, se patalean. Las más fuertes quedan en una capa superior, haciendo equilibrio en los lomos y cabezas de las más débiles.

Hasta que llegan las palomas número ciento uno a número ochocientos. No sé cuántas, en realidad. Lo que sé, y esto apenas lo pienso pero me sorprende, es que puedo oír a mamá a través del ruido de las palomas. Así que está gritando.

Claro, hasta ahora no dije nada del ruido. Tendría que haber dicho, porque además de agresivas, las palomas gigantes son ruidosas, y más cuando hay mil quinientas, tres mil, peleando por el espacio. Los aleteos, los golpes, las caídas son nada: el rugido es lo peor. Como el mar. Cada paloma gigante ruge a la manera de una gota, pero la suma de gotas forma esas olas que destruyen murallas.

Ya no es solo que están unas sobre otras, ni unas sobre otras sobre otras sobre otras. Ocupan todo el espacio en tres dimensiones, se convierten en un líquido, un líquido viscoso que de a poco va llenando el recipiente del jardín hasta derramarse por encima de las paredes a los otros jardines. Cómo van a protestar los vecinos cuando se enteren.

Ahora no oigo a mamá. Tendría que haber ido a la cocina mientras su voz me abría paso. Pienso: ya voy, enseguida. Pero tengo que mirar la ola de palomas gigantes que ruedan sobre sí mismas, que a fuerza de derrame y rugido llega a mi ventana, golpea el vidrio…

Mamá, la ola está de mi lado.

Doy un paso atrás, y para que vean que me muevo rápido les cuento que sigo dando pasos atrás hasta golpearme contra el placard. Apuesto que ustedes no hubieran podido hacerlo. Igual no alcanza. La ola, líquida y profunda como es, me encuentra y me lleva consigo.

* * *

No vienen de ningún lado. Nadie ve de dónde vienen. No se sabe ni se sabrá. Lo lamento.

* * *

La cámara, montada en un helicóptero, muestra el océano de palomas gigantes que está cubriendo la ciudad. Algunos edificios sobresalen como islas puntiagudas. El color es gris, y es también rojo. El reportero grita por sobre el ruido del helicóptero, tratando de aportar algo a lo que se ve, sin lograrlo: “asombroso”, “terrorífico”, “inexplicable”, todo así.

El piloto del helicóptero tarda demasiado en comprender que lo que hay delante no es una nube. Quedan palomas gigantes por llegar, por descubrir, por mostrar.

La transmisión interrumpida, emitida en directo, se convierte en el video más visto del día en YouTube.

* * *

Tengo treinta años y estoy soñando con lo que haré de mi vida, como siempre. La paloma gigante me acompaña en el cuarto. La dejé entrar por capricho, por ir en contra de esa urgencia terrible que mostraba la televisión, la urgencia de patearlas, dispararles, cortarles la cabeza, matarlas o morir.

Todavía digo “mi cuarto”, pero no, es mi casa. Mi departamento de un ambiente. Vivo solo desde hace poco. Aquí mi cuarto lo es todo. Tengo kitchenette y baño. Y ahora, una paloma gigante.

Le hablo a mi paloma.

—Me gustaría tanto arreglar las cosas —le digo—. ¿Podemos cooperar?

La paloma camina como todas las palomas, con ese movimiento de cabeza ridículo que el tamaño excesivo convierte casi en monumental. Aunque también puede decirse que lo monumental siempre acaba convertido en ridículo. No contesta, claro, porque las palomas no hablan, ni siquiera esta.

—Es evidente que ustedes tampoco controlan la situación —le digo—, porque se mueren tanto como nos matan a nosotros. Pero la televisión las trata como el enemigo, los tweets también, mis amigos en Facebook solo piensan en destrozarlas, en vez de entender que ustedes y nosotros estamos juntos en el mismo problema.

La paloma gira la cabeza y me mira, con el cuello torcido, sin mover el cuerpo. Tal vez me entienda.

Este es el momento clave, estoy seguro. Ahora es cuando encuentro el sentido de todo, el objeto de mis búsquedas, la razón para el estudio y la reflexión. Sé que nadie en la ciudad piensa en las palomas como pienso yo. Nadie en esta ciudad imbécil, suicida, ciega. Solo yo, sin nadie que me oiga salvo el ave de ojos redondos que comparte mi espacio.

—Dame una señal, paloma —le digo—. Un gesto. ¿Te das cuenta de que estamos en el mismo lado del problema? ¿Te das cuenta de que debemos encontrar una solución?

Si hay una señal no la distingo. La paloma vuelve a caminar en torno al cuarto. De pie sobre una silla, le dejo todo el espacio posible.

Tengo la ventana cerrada, así que no puedo ver lo que ocurre afuera. No hace falta, lo vi hace un rato y no puede haber cambiado tanto. Mi paloma y yo estamos a salvo aquí, lo sepa ella o no lo sepa, y tengo que aprovechar el rato que nos queda para salvar el mundo.

—Paloma —le digo—, tenemos que pensar juntos. Ahí afuera no hay lugar para la razón. A esta altura nadie, paloma o persona, puede hacer otra cosa que morir del modo en que estpa muriendo. Tenemos la oportunidad, vos y yo, juntos, de lograr algo distinto. ¿Me estás escuchando?

La paloma despliega las alas y vuelca la taza de té que había sobre la mesa.

* * *

El viernes, a cuatro días de la llegada de las palomas, no se reciben señales de la ciudad. Nadie contesta teléfonos ni aparece en Internet. Desde la distancia (por ejemplo, desde un satélite en órbita baja o desde un avión en vuelo alto) se ve que algunas palomas todavía están en movimiento. Pero no personas. Ya no llegan palomas nuevas, parece que se acabaron.

Todas las palomas gigantes se han concentrado aquí. Las únicas que hay en el resto del mundo son las que se han llevado militares extranjeros para estudiarlas. La población de la Tierra respira con cierto alivio, pensando que la invasión ya no se va a extender, aunque nadie puede estar seguro de que no se reinicie en otro lado.

Al amanecer del día siguiente, el sol que nos queda se sigue alejando, como si nada.

La calle angosta

La calle se hace cada vez más angosta. Es de noche. El empedrado se va convirtiendo en escalera. Las ventanas de un lado se van asomando a las ventanas del otro. Los techos se inclinan, los balcones se tocan. Unos pasos más atrás, si extendía los brazos, tocaba las paredes enfrentadas con la punta de los dedos. Ahora las toco con los codos. Sobre mí, la luna menguante apenas encuentra lugar para asomarse. No puedo volver atrás, porque atrás estoy yo esperándome a mí mismo.

Enseguida rozo las paredes con los hombros. Me pongo de costado y avanzo otro metro hasta chocar con el límite. No puedo ir más allá, aunque la calle continúa angostándose hasta alcanzar la abstracción geométrica. Paso la mano por la pared. El dedo índice toca un hueco blando, escarba, lo convierte en agujero. Meto el puño entero, empujo hacia arriba para hacer un surco en los ladrillos. Agrego la otra mano, y entre las dos hago que la pared se abra. Entro.

Al otro lado está oscuro. Huele a pasto recién cortado. El piso es pegajoso, parece barro. Camino con las manos delante de mí, arrastrando los pies. Las botas hacen un ruido mitad raspado y mitad succión. De vez en cuando tropiezo con una roca y tengo que dar un rodeo. Los ojos se me acostumbran a la oscuridad, y veo una claridad tenue en el barro del suelo, como el reflejo de luces que vinieran de arriba. Pero arriba está negro, no hay nada. La luna quedó atrapada en la calle angosta. Sigo andando.

Se oye una música lejana, un tambor y notas largas como de violín. Las notas van cambiando siempre, sin repeticiones. Los pies se me acomodan solos al ritmo del tambor, y mi andar en la oscuridad se va convirtiendo en una danza. La dirección de la que proviene la música va cambiando. A veces parece estar adelante, a veces a un lado, a veces arriba.

Ahora hace calor. Antes, en la calle, estaba fresco. Ahora no, el aire está inmóvil y me cae el sudor por la cara. El calor proviene de la derecha, pero sin luz no puedo ver qué lo provoca. Pienso en alejarme de él, dejarlo a mi espalda, pero no quiero cambiar de dirección.

Entonces toco el techo con la cabeza. Va en bajada, así que si sigo caminando tendré que inclinarme. Tanteo alrededor con las manos: el techo baja en todas las direcciones. También hacia atrás. De manera que sigo en la misma dirección que antes, pero ahora, en vez de llevar las manos extendidas ante mí las arrastro por el techo.

La fuente de calor empieza a quedar atrás. O tal vez estoy girando y no me doy cuenta.

Se me ocurre, por primera vez, que no vale la pena seguir andando. No me detengo, pero pienso que en lugar de arrastrar los pies e inclinarme cada vez más según la pendiente del techo podría sentarme a descansar. Tal vez seguiría la música con la punta de un pie, pero por lo demás relajaría los músculos. Apoyaría las manos en el suelo, detrás de mí, hundiría la cabeza entre los hombros y cerraría los ojos. Es tentador, y sin embargo no me atrevo.

El olor a pasto cortado se ha ido convirtiendo en flores viejas, o algo dulce y moribundo. Ahora ando tan inclinado que la cabeza me queda a la altura del ombligo. Me pongo de rodillas y sigo avanzando, sin perder el ritmo. Siento el barro que se me pega en las manos, formando una capa cada vez más gruesa. Rodeo otra roca. Aunque el barro es blando y tengo pantalones, las rodillas me duelen.

El techo me vuelve a rozar la cabeza. La bajo, avanzo un poco más. El techo me roza la espalda.

Hay un cambio en la temperatura y en los ecos de la música. Algo ha cambiado por encima de mí. Me detengo y tanteo en busca del techo. Ya no está. Me pongo de pie y muevo las manos a mi alrededor. Estoy dentro de un tubo vertical apenas más ancho que mis hombros. Frente a mí, en la pared del tubo, hay peldaños.

Me limpio las manos en la pared y en la ropa. Empiezo a subir. La música se queda abajo, cada vez más tenue, de manera que ya no puedo seguir el ritmo. Los peldaños son rugosos, ásperos, y están muy poco separados entre sí. Tengo que saltear la mayoría.

El olor dulce va en aumento.

Ahora sí me gustaría sentarme. Acostarme incluso. Pero para eso tengo que salir del tubo, y no puedo volver a bajar porque allá bajo estoy yo mismo, esperándome. Sigo subiendo.

Mi cabeza choca contra algo que cede, como una membrana. Empujo con la mano y cede más. Apoyo la espalda en la pared del tubo, afirmo los pies en un peldaño y empujo con ambas manos. La membrana estalla.

La luz me enceguece. El ruido me asalta hasta casi hacerme caer. Tengo que cerrar los ojos con fuerza. Los aflojo muy de a poco, encandilado por el rojo de los párpados, hasta que consigo entreabrirlos. Cada tanto hay una sombra momentánea, como un parpadeo que no fuera mío, acompañada por un crecimiento feroz del ruido. Apenas capaz de ver, subo unos centímetros más y asomo la cabeza a la claridad.

El tubo desemboca en medio de una avenida. Los autos van a mucha velocidad. La mayoría me esquiva, pero de vez en cuando uno pasa justo sobre mí. A unos metros, a la izquierda, está la vereda. Un perro suelto se detiene a mi altura y me mira.

Es primavera. Los árboles están cubiertos de flores azules.

Estudio el ritmo de los autos, y no le encuentro razón. Espero mucho tiempo, mientras el miedo a los autos empieza a ceder. No tengo otro camino, porque allá abajo me sigo esperando. Hay un hueco en el tránsito. Apoyo las manos en el pavimento, salgo del tubo rodando, me pongo de pie y corro a dejarme caer en la vereda. El perro me lame la cara.

Ahora tengo que empezar todo de vuelta.

Intermitente

Cuando una persona bebe de la Fuente de la Juventud y deja ahí sus años, la convierte en la Fuente de la Vejez. La persona siguiente, que no ha notado el cambio, envejece en vez de rejuvenecer. Pero ahora la Fuente ha vuelto a su estado inicial, y espera al próximo afortunado.

Four-letter words

Desde hace años, una de las cosas en que ocupo la cabeza durante las horas de insomnio es armar conjuntos de palabras de cuatro letras, en inglés, en los que solo cambia la inicial. Por ejemplo, dour four hour pour sour. En este caso, sólo encontré cinco palabras. ¿Cuál es el conjunto más grande? No lo sé, aunque armé algunos bastante poblados que ahora no recuerdo.

Dos cosas quedan claras. Una es que hay palabras que desconozco, palabras que me hacen dudar pero no puedo comprobar cuando estoy acostado, a las tres de la madrugada, tratando de dormir. La otra es que el inglés es un idioma raro.

Complemento del conjunto de más arriba: bore core fore gore lore more pore sore tore wore (10 palabras). (Valen participios pasados, como se ve.)

Otros en los que el idioma se destruye progresivamente:

  • Bull cull dull full hull lull mull null pull (9 palabras).
  • Bite cite kite mite rite site (6 palabras).
  • Bane cane Dane lane mane pane sane vane wane (9 palabras).
  • Cast East fast hast (hmmm) last mast past vast (8 palabras).
  • Bake cake fake lake make rake sake take wake (9 palabras).
  • Cost host lost most post (5 palabras).
  • Bold cold fold hold mold sold told (7 palabras).
  • Dive five give hive live (5 palabras)
  • Bale cale dale gale hale kale male pale sale tale vale (¡11 palabras!)
  • Bail fail hail jail mail nail pail rail sail tail wail (¡11 palabras!)

Me encanta el último par de conjuntos. Son los más grandes que pude encontrar en este rato, tienen la misma cantidad de palabras (que conozco y encuentro) ¡y se pronuncian igual! Entre ambos, además de las vocales, las únicas consonantes que faltan como iniciales son la l, la q (obvio), y como casi siempre el trío x, y, z.

Muchas veces, este es un buen ejercicio para dormir.

Lo mismo en castellano:

  • Bala, cala, gala, hala, jala, mala, pala, rala, sala, tala (10 palabras).

¿Valen realmente los verbos conjugados?

  • Bono, cono, mono, nono, sonó (hmmm), tono (6 palabras).
  • Cara, dará, mara, para, rara, tara, vara (7 palabras).
  • Caro, faro, paro, raro, taro (5 palabras).

Qué feo en general, ¿no?

  • Boca, coca, foca, loca, poca, roca, toca (7 palabras).

Coloquial es mejor: caso, faso, laso, maso, naso, paso, raso, vaso (8 palabras). Pero mucho mejor. Faso, maso, naso, ese es el idioma de verdad.

Cinco letras: basta, casta, gasta, hasta, pasta, vasta (6 palabras, y no quise contar “rasta”).

  • Bien, cien, sien (3 palabras, pero lindo).
  • Hiel, miel, piel, riel (4 palabras).

Colecciones

Las colecciones de cosas acomodadas en hileras en adoquinados en discursos en estantes en ciudades en espantos en concursos en la calle en contextos en pretextos en pitextos en putextos el sonido el sonado el sonajero el sostenido el condenado el pesado el pasado el pasajero el prestigio el postigio el paratigio el comandante en jefe de comensales comentando el consejero el consabido el contenido el contendiente el conósforo conífero coprífero el prestidigitador prestidigitado presto pesto pasto posto pústula prístina cróstata próstata promedio el calor de la calesa el color del carnaval en invierno el anaranjado porque sí porque no sé porque radios pero es la cabeza la cabeza por adentro el ruido de la cabeza por adentro las cosas que aparecen en el ruido de la cabeza por adentro las cosas que llenan la cabeza antes de levantarse levantarme antes de terminar de decidirme a hacer de la madrugada un día antes de todo cuando las cosas no quieren empezar cuando todas las ganas son de haber terminado porque el miedo el medio el miedo el meo el más miedo el menos miedo el poco de miedo el todo miedo el miedo olvidado de ayer por el miedo nuevo de hoy que es el mismo miedo el ruido el mismo ruido miedo ruido miedo ruido miedo dolor doler dolido el trazo el trozo el fragmento el facultativo por fácil por faquir el semblante semblanza balanza baluarte baldomero baldosa baldazo bald blind bold boldo bodoque peluca luzca brusca condición constelación constipación poción porción presión persión prisión proción corporación cuerpo cuervo el colector el calefactor el conector el caloventor el coordinador el pasado el pasado el pasado el pasado el pasado el pasado el pasado el pasado el entrecejo el entreviejo el entrevisto el visto bueno pleno heleno el heno hiena truena pero el cielo está azul y la luz del día me recuerda algo abrir imagen en una pestaña nueva

Tarea para otra vida

Escribir una novela entera sin usar la expresión “de pronto”.

Diálogo

—Un asco de tipo.
—Horrible.
—Y para colmo va y le pega una patada al perro. Podía haber escupido al piso. Podía haber dado un portazo. Podía haber tirado una maceta del balcón a la planta baja. Podía haber dado un puñetazo en la pared, y de paso que a él también le doliera. Pero no, el tipo le tiene que dar una patada al perro.
—¿Lo lastimó?
—Y claro que lo lastimó. Lo mandó contra la pared. No, contra el sofá, y el bicho no sabía si ladrar o llorar así que no hizo nada.
—Lo podía haber mordido.
—Pero no, si es bueno como una rata muerta.
—Me gustan tus comparaciones.
—Más le gustan a Jacinta, no sabés cómo se ríe.
—¿Cómo se ríe?
—Como un jabalí embalsamado. No, como una cigüeña que lleva un bebé, y cuando se ríe el bebé se le cae, y ahí la cigüeña deja de reírse y vuela en picada, pero como estaba justo sobre una chimenea se estampa de cabeza y queda ahí atrapada. Mientras, el bebé cayó en el fuego, así que esta noche hay barbacoa.
—No digas esas cosas.
—Vos me pediste.
—Yo te pedí que me dijeras cómo se ríe Jacinta, no que me hablaras de cosas así. ¿Te imaginás barbacoa de bebé? Bueno, está bien, yo también me río, y qué. La cigüeña a las carcajadas también me parece graciosa. Pero igual, lo del bebé está mal.
—Y le ponen chimichurri, ¿te imaginás?
—Y hacen una ensalada con pelo y plástico de pañal.
—No, porque está todo medio quemado. ¿Por qué no pueden traer tomates de la huerta?
—Ah, no sabía que tenían huerta.
—Tienen, claro. Y además de tomates hay rúcula, que queda tan bien con el bebé a la parrilla. Porque de paso, no sé si te dije que en la chimenea tenían puesta una parrilla, justo por si caía un bebé.
—O una cigüeña.
—No, las cigueñas no pasan por las chimeneas. La pobre está ahí entrampada, chamuscándose el pico. El humo de bebé le entra en los ojos. Está tosiendo.
—¿Las cigüeñas tosen?
—Me extrañan las cosas que no sabés.
—Bueno, tampoco sabía que un perro puede dudar entre el ladrido y el llanto.
—Este sí. Los otros no me dijeron.

Encuestas

El mundo ya no es como lo conocíamos. Así lo demuestran algunas encuestas recientes, cuyos resultados son, por lo menos, inesperados.

La consultora Ring-o-mancer, en su periódica encuesta telefónica, entrevistó a 37.600 personas de todas las edades, niveles educacionales y económicos, repartidas entre las 24 provincias del país. De los varios resultados que ofrece la empresa, destaca el hecho de que el 98,5% de los encuestados tiene teléfono. (El 1,5% restante no sabe/no contesta.) Por otro lado, el 95,8% estaba en su domicilio al momento de recibir la llamada (4,2% no sabe/no contesta).

Aún más amplia y abarcadora fue la encuesta realizada por CTVTodo. En diversos programas de televisión, repartidos entre todos los canales de aire de Buenos Aires, se emitió una convocatoria a que los televidentes respondieran dos preguntas, mediante mensajes de texto enviados a cierto número. Se obtuvieron 35.781 respuestas a la primera pregunta, y 33.932 a la segunda. El detalle:

  • Primera pregunta: ¿Tiene televisor? Afirmativo: 99,4%. No sabe: 0,5%.
  • Segunda pregunta: ¿Tiene celular? Afirmativo: 99,9%. No sabe: 0,1%.

(Por razones obvias, la opción “no contesta” no se tomó en cuenta.)

Lo que se desprende de ambas encuestas, sorprendiendo a la mayoría de los expertos en comunicaciones, es que ya bien entrado el siglo XXI la televisión supera al teléfono entre los medios de comunicación (99,4% a 98,5%), pero el celular (comparativamente un recién llegado) supera a la televisión con el 99,9%. Esto era impensable durante la mayor parte del siglo XX.

Por último, la consultora Y Pensar Que Fue Un Árbol intentó realizar una encuesta desde los diarios impresos. Lamentablemente, la cantidad de respuestas (por correo tradicional) no fue suficiente para que se consideraran representativas de la población en su conjunto.

(Consideramos poco serio el aporte del blog PickAPix/BitAByte, que sostiene sin fundamento científico que todos sus lectores usan Internet.)

Tranquillo

La expresión “coger el tranquillo”, que desde chico encontré en tantísimos libros, fue una de esas que debí interpretar como podía mientras avanzaba en la lectura. Las traducciones que solía leer, hechas mayormente en España, funcionaban como un segundo idioma, que tenía que aprender solo. Como es lógico, no todo lo interpreté bien, ni todo me resultaba comprensible.

Pero “coger el tranquillo” fue una cosa especial. Esa palabra, “tranquillo”, me dejaba en blanco. No me acuerdo cuándo fue que la entendí como derivada de “tranquilo”, tal vez en español antiguo, tal vez salida del latín, o quién sabe qué. Pero sé que era chico, podía tener diez años. “Coger el tranquillo”, entonces, era algo así como “hacer algo con tranquilidad”, o simplemente “calmarse”. Con el tiempo ajusté la interpretación y entendí por fin que se trataba de “agarrarle el ritmo” a algo. El ritmo tranquilo, claro. El ritmo no acelerado. O algo así.

Ya sé que suena ridículo, pero es verdad. Y lo más ridículo todavía (e igualmente verdadero) es que esto me duró hasta hace poco, un par de años. Un par de años atrás, leyendo alguna otra cosa, me encontré con la palabra “tranquillo” como diminutivo de “tranco” (cosa que jamás en mi vida se me hubiera ocurrido, para empezar porque “tranco” no es palabra usual en mi idioma diario, y después porque su diminutivo, obviamente, es “tranquito”). Tranquillo = tranco cortito.

Sobrevino la iluminación. “Coger el tranquillo” era “acompasarse al tranquito”. Es decir, “agarrar el ritmo”, como ya sabía, pero derivado de “tranco”, y no de “tranquilo”.

Aún sabiendo que esta era la interpretación correcta, me llevó tiempo adoptarla de corazón. Todavía hoy, si encuentro a alguien “cogiendo el tranquillo”, mi vocecita interior se imagina la palabra “tranquillo” pronunciada como “tranquilo” pero con una l larga, tipo italiana.

Petisas

Hollywood comete muchas imbecilidades a los ojos de los mortales, especialmente para los que vivimos fuera de ese espacio moralmente tan extraño que se llama Estados Unidos.

Mi favorita es la de retratar a las hijas adolescentes como petisas.

Me imagino que el fenómeno viene de tiempo atrás, y que habrá muchos ejemplos. El primero que encontré fue en la temporada inicial de la serie 24. Está Jack Bauer, un tipo de estatura normal. Está su esposa, una actriz más bien alta (como suele contratar Hollywood cuando se trata de mujeres de cerca de 40 años). Y de pronto está la hija de ambos, supuestamente de 16 años, una petisa a quien la madre le lleva algo así como una cabeza.

Ok, entiendo que quieran que se vea que es menor, que es chiquita, que es la hija. Que nadie, con la cámara a una cuadra, se la confunda con otra.

Pero al año siguiente, en los comienzos de la segunda temporada, la hija de Jack Bauer (aunque la madre ya hubiera muerto y no la tuviéramos a mano para compararla) seguía siendo petisa. Y ya no tenía esos supuestos 16 años.

Es más: la actriz que hizo de la hija de Jack Bauer sigue siendo petisa al día de hoy, porque no creció más. Tal vez a causa de que ya no tenía 16 años por ese entonces, debido a que Hollywood no contrata actrices de 16 para hacer de chicas de 16. Como las chicas de 16 pueden ser sexys y eso está mal, entonces ponen a chicas de 18, o de 20, o de 23. (Y las hacen actuar del modo lo más sexy posible sin que los anunciantes, a su pesar, se vean obligados a retirarse.)

No seguí viendo 24. Pero pronto apareció Heroes. La primera temporada nos presenta a la bonita Claire, cheerleader de 16 años. Hija de un hombre alto y de una mujer alta, la pobre Claire también quedaba al menos una cabeza por debajo.

Ahí fue que me di cuenta y que me molestó.

Claire (también representada por una actriz sexy, con curvas, mayor de 18) era petisa porque una chica de 16 no puede ser tan alta como su madre.

¿Dónde vive esta gente, la de Hollywood? ¿Qué toman para el desayuno?

Al año siguiente, otra vez, la buena de Claire seguía petisa, porque la actriz no creció más, ni crecería en los años siguientes (aunque, otra vez, dejé de ver la serie).

Ahora estoy enganchado viendo Modern Family, una comedia que empezó en 2009. Va por la segunda mitad de la segunda temporada. En la serie aparecen tres familias emparentadas, de las que una consiste en padre, madre y tres hijos.

El hijo más chico empezó con unos nueve años, y ahora debe tener diez. El actor, como corresponde, es un chico de unos diez años.

La hija del medio empezó con unos doce años, y ahora debe tener trece. La actriz, como corresponde, es una chica de unos trece años.

La hija mayor…

Bueno, la hija mayor se supone que empezó con 16, pero está representada por una actriz de 20. Sexy y, claro está, petisa. Muy petisa.

Los padres son altos, más que la media. Los hijos menores son normales. La hija mayor no, es una actriz bajita, que eligieron porque daba bien como piba de 16 y porque no tenía 16 y porque era bajita.

Ahora, un año y medio después del primer episodio, es evidente que algo no funciona. La hija mayor sigue siendo petisa, aunque me imagino que pronto cumplirá 18. La serie es exitosa, así que seguramente habrá tercera temporada. ¿Cómo van a explicar que la pobra chica no crece? Seguramente no lo van a explicar, no va a salir un ejecutivo del estudio a decir: “Miren, metimos la pata, como siempre, y lo reconocemos. Ahora les pedimos que nos disculpen y acepten que esta gente tenga una hija petisa porque sí.”

La hija del medio aparece cada vez menos en la serie. Claro: esa actriz, que tiene la edad de su personaje, está creciendo. Mi impresión es que a esta altura mide lo mismo o más que su “hermana mayor”, y que están tratando de ocultarlo.

Hace unos días, en el último programa que vi, aparecieron por primera vez en bastante tiempo los tres hermanos juntos. Fue evidente la serie de trucos que emplearon para que la hija mayor se viera más alta que la del medio. Estas son las escenas que recuerdo:

  • Las dos sentadas en un sofá, frente a la cámara. La mayor bien erguida. La menor ostensiblemente encorvada. La cabeza de la menor quedaba bastante por debajo de la cabeza de la mayor. Pero las rodillas de la menor parecían quedar más altas que las rodillas de la mayor.
  • Los tres hermanos subiendo una escalera. La cámara arriba, apuntando hacia abajo. La hermana mayor viene adelante. Los otros dos hermanos vienen uno o dos escalones detrás, obviamente “más bajos” que la mayor.
  • En un momento fugaz, ambas hermanas pasan por delante de los padres, caminando. La mayor le lleva fácil media cabeza a la menor. Pero (dos peros): no se les ven los pies (¿tacos muy altos para una de ellas?); y la mayor se ve más o menos de la misma altura que la madre, cuando sabemos que la actriz-madre le lleva una cabeza a la actriz-hija (lo que se comprueba en otras tomas del mismo episodio).

Lo más molesto de todo esto es que le habla a un público que supuestamente no se permite fantasear con la sexualidad de una chica de 16. A ese público le presenta una actriz adulta, disfrazada de nena, con un nivel de erotismo variable pero siempre notorio. Para eso están esas “chicas de 16”, para despertar las fantasías del público estadounidense sin recibir acusaciones de pedofilia.

No todas las series caen en este recurso bajo (pun not intended) y perverso. Pero la excepción tiene que aparecer en un caso raro como True Blood, una serie muy erótica y muy violenta, de las que “estiran los límites” para la mirada de Hollywood. Allí aparece una chica adolescente (creo que de 17 años) a la que el vampiro protagonista tiene que matar y convertir. Esa chica (aunque, como siempre, esté representada por una actriz de más de veinte) es altísima.