[20/3/2003]
De tanto esquivar a los otros se rompió la nariz contra una pared.
[20/3/2003]
De tanto esquivar a los otros se rompió la nariz contra una pared.
[19/3/2003]
Los chistes de rubias tontas dejan asomar el machismo más cavernario de una forma que, por algún motivo, es socialmente aceptable.
Aquí van traducciones (de memoria) de los últimos dos que recibí por email:
1. Hay dos rubias en la parada del colectivo. Llega uno. La primera rubia pregunta: “¿Me deja en Corrientes y Talcahuano?” El colectivero responde: “No.” Entonces salta la segunda rubia: “¿Y a mí?”
2. Un hombre quiere encargarle a una pintora rubia que le haga un retrato al desnudo. “No”, responde la talentosa artista, “no me dedico a ese tipo de cosas.” “Le pagaré el doble que un trabajo común”, dice el hombre. “No, ni hablar.” “Entonces le pagaré cinco veces lo que cobra normalmente.” La artista lo piensa. “De acuerdo”, dice al fin, “pero me voy a dejar las medias puestas. ¡Necesito un lugar donde poner los pinceles!”
¿Soy yo o en estos los diez años que pasaron estos chistes dejaron, de una vez, de ser “socialmente aceptables”?
[18/3/2003]
Tengo frente a mí una moneda de cinco centavos de 1994. Cuanto más la miro más difícil me resulta entender qué significa. Es como repetir una palabra hasta desnudarla, sobre todo una palabra de las que tienen forma rara como por ejemplo “croquis”: croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis croquis y uno empieza a dejar de asignarle un significado al conjunto de letras y a fijarse en las letras mismas, o en las contorsiones de la lengua que las pronuncia, o en la reverberación de los sonidos en el cuarto en que uno se encuentra.
La moneda pierde su poco valor con rapidez y a cambio muestra ese cinco tan extraño: la panza que de pronto parece una “c” invertida, pero más la ceja superior asociada a la nariz que es la línea de la izquierda y todo eso encerrando un ojo, y casi hay una cara en el número, una cara en contraluz de la que sólo se ve la mitad, con la muela hinchada.
Alrededor del cinco hay una circunferencia de puntitos. La presbicia me impide verlos uno por uno, así que no los puedo contar, pero ya estoy imaginando métodos para descubrir cuántos son, por ejemplo detectando que ese segmento mínimo que logro distinguir contiene sin duda tres puntitos (dos son pocos, cuatro demasiados), y calculando cuántas veces aparece ese segmento en un cuarto de circunferencia. Así pronto me encuentro suponiendo que en total hay ochenta puntitos, y sé que uno de estos días tendré que contarlos con ayuda de una lupa o algo así.
Media vuelta en el aire, y la cara de la moneda no es una cara sino un sol con largos rayos. Vuelta a contar, o mejor dicho a apostar sobre una cuenta a la que sólo me puedo aproximar cerrando un ojo por completo y el otro a medias. Cuarenta rayos, digo, y ya veré si lo confirmo.
Alrededor del sol dice (aunque me cuesta descifrarlo) REPÚBLICA ARGENTINA y EN UNION Y LIBERTAD. Unión no tiene acento. Buena palabra para repetir al aire hasta matarla: unión unión unión unión unión.
Tengo que dejar la moneda por aquí arriba, entre las cosas del escritorio, hasta que me decida a estudiarla con un criterio más científico. Ahora, de noche, la superan las ganas de irme a dormir.
[17/3/2003]
Hoy no voy a oír el despertador.
Hoy no voy a salir de la cama.
Hoy no me voy a duchar, ni a afeitar.
Hoy no voy a abrir las cortinas.
Hoy no voy a saludar a mi mujer.
Hoy no voy a tomar café.
Hoy no voy a llevar a mi hijo a la escuela.
Hoy no voy a encender la computadora.
Hoy no voy a escribir nada en este weblog.
[16/3/2003]
Descubrí qué son estos dibujos que viene haciendo Gabriel: niveles de videojuegos, pero en papel. Cuando termina uno, viene a mostrarme cómo lo juega. Empieza por una punta y recorre los sucesivos obstáculos simulando peleas, disparos, adquisición de habilidades especiales, todo moviendo el dedo índice y haciendo ruidos con la boca. Quién dijo que necesitamos computadoras.
(Bueno, las necesitamos para que yo pueda escanear estos dibujos y subirlos a la Web. Pero es frustrante, porque no hay manera de que el scanner capture los tonos pastel que rellenan algunas partes de los dibujos.)
[15/3/2003]
Gabriel a su mamá:
—Apagá la luz, que sos más linda en la oscuridad.
[14/3/2003]
Un techo ideal, sin paredes o columnas que lo sostengan. Un techo que flote en el aire, donde podamos ir a guarecernos sin tener que buscar la entrada, esquivar el poste, sacar la llave, pedir permiso.
[13/3/2003]
¿Cómo es posible que a pesar de nuestra propia experiencia y de la ajena, a pesar de lo que se ve en la historia, de nuestros propios recuerdos de infancia, de lo que dicen los diarios, los noticieros, de lo que muestra el arte y la literatura, de lo que vemos e intuimos del mundo, cómo es posible, decía, que tengamos en la vida diaria como en los planes para el futuro, en los miedos como en los sueños, en los estados de ánimo, en la distribución de nuestras energías, en el tiempo dedicado a cada cosa, en los detalles así como en los grandes rasgos de la existencia, que tengamos, decía, las prioridades tan confundidas?
[13/3/2003]
Hace mucho que Gabriel dibuja monstruos, tal vez desde los tres años. Hubo influencia de los libros, pero más de la tele: las Chicas Superpoderosas, el Laboratorio de Dexter, y sobre todo el animé, empezando por Pokémon, Dragon Ball Z, Digimon y otras series. Les pone nombres, inventa luchas, les asigna fuerza, velocidad, formas de ataque. Actúa sus reacciones, sobre todo dando vueltas carnero en el sofá o saltando sobre la cama. Después va a tomar la leche y se dedica a alguna otra cosa.
A lo largo del tiempo pasó por muchos estilos. Tengo la colección completa, en un par de cajas (no sólo de los monstruos, claro, también de otros dibujos que hizo en casa).
Este monstruo, el de arriba, es de ayer. Lo pongo aquí porque me parece una síntesis de muchos otros: culminando un largo proceso evolutivo, ya está casi todo hecho de dientes y garras. No hay elementos que no sirvan para la lucha. Y tiene ese ojo único en el centro, que es lo que realmente asusta.
[13/3/2003]
Estoy en Castelar, esperando el 136 para volver a casa, hace treinta años. Acabo de salir de lo de mi novia, a las diez o las once de esta noche de invierno. La calle está vacía: ni autos, ni peatones. Hace frío en la parada del colectivo, así que tengo que moverme, patear el piso, apretar las manos en los bolsillos.
Hay pocas luces, tan débiles que no generan sombras. Sé por experiencia que cuando el colectivo aparezca se verá como un fuego artificial, una calesita, un OVNI apurado a tres o cuatro cuadras de distancia. De todas formas mantengo la mirada fija en ese rincón de la calle, apenas visible, de donde saldrá la bestia.
Pero no es el 136 lo que aparece. Viene un auto a toda velocidad. Sólo veo los faros, y eso durante un segundo, menos de un segundo, porque el auto pierde la dirección, da una vuelta sobre sí mismo y se estrella contra un árbol. Es un movimiento rápido, de izquierda a derecha, un rayo fulminante que se acaba mucho antes de que el ruido llegue a mí.
Estiro la cabeza hacia adelante, como para ver mejor. Ya no hay movimiento. Los faros del auto se apagaron. Tampoco hay ruido. En realidad ya no veo nada en ese lugar que queda tal vez a doscientos metros de mí. Parpadeo una vez. La calle sigue vacía. Parpadeo de nuevo. No se abre ninguna puerta, nadie sale a la calle, nadie se asoma por las ventanas ni grita ni llega corriendo ni enciende una luz para que todos podamos ver. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir. La noche de invierno sigue su curso como todas las noches.
No estoy seguro de nada. Doy un paso o dos sobre el pavimento, pero tampoco desde ahí se ve lo que pasó. No viene nadie, no va nadie, no existe nadie más que yo en ese lugar, echando vapor por la boca, tal vez con un cigarrillo encendido en la mano, forzando los ojos para que miren donde no hay qué mirar.
Abandono la parada en dirección contraria al accidente. Camino hasta la esquina, y antes de doblar miro hacia atrás por encima del hombro. Sin novedad. Sigo caminando por el mundo vacío. Llego a la otra esquina, cruzo la calle y vuelvo a mirar hacia atrás. Media cuadra después hay otra parada. Me quedo allí, con la respiración agitada, esperando que el simple transcurso del tiempo cambie la historia. Hasta yo mismo llego a creer que vengo de otro lado, que si había algo para ver allá en la parada anterior yo no lo vi porque venía de otra dirección, o estaba todo el tiempo aquí.
Un minuto después aparece el circo sobre ruedas, el 136, como siempre, doblando por esa misma esquina que ahora niego haber doblado. Le hago señas. Para, subo, saco boleto. El colectivero está tranquilo, aburrido. No dice nada. Recorro el pasillo hacia al fondo. Nadie me mira. Los pocos pasajeros están sumergidos en sí mismos, pegados a las ventanillas, arropados en sus abrigos. No les ha ocurrido nada especial en los últimos minutos, ni tal vez en los últimos días, o meses, o en toda la vida.
Me siento atrás de todo. El ritmo de mis latidos se empieza a normalizar. Lentamente, con los años, me convenzo de que fue un sueño.
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