Autor: Eduardo Abel Gimenez

El viejo ciego

[20/8/2012]

Todos los días, a eso de las nueve de la mañana, el viejo ciego caminaba lentamente hasta el final de la pared, en la esquina, donde el bastón llegaba a asomarse al vacío. Nunca iba más allá. Se quedaba unos minutos parado, negando con la cabeza, y entonces daba media vuelta y desandaba sus pasos.

Yo miraba todo desde el kiosco de enfrente, esperando que otras personas, con mejores ojos que el viejo ciego, se dejaran tentar por los colores de las golosinas.

Una vez, mientras el viejo le decía que no al agujero sin forma que tenía delante, salté de mi silla sin pensarlo y me acerqué a él.

—Buenos días —le dije—. ¿Quiere cruzar la calle?

La cara se le iluminó. Giró la cabeza hasta mirar en una dirección que quedaba a treinta grados de mí, como suelen hacer los ciegos, y dijo:

—Si, hijo, sí.

Tanteando un poco logró tomarme el brazo, y ahí fuimos, primero a bajar el cordón, luego a recorrer el asfalto, por último a subir el otro cordón.

—Muchas gracias —dijo el viejo.

No respondí. Me soltó el brazo y se fue en busca de la otra pared, en ese nuevo mundo que empezó a explorar de inmediato.

Volví al kiosco, justo a tiempo para recibir el llamado telefónico. Las noticias me obligaron a cerrar el kiosco lo más rápido posible y, en pocos minutos, salir corriendo en dirección contraria a la que había seguido el viejo ciego. Unas horas más tarde estaba en un avión, viajando a otro continente.

Yo, después de varios años, sigo sin haber regresado. El viejo, no lo sé.

Sigue caminando

[19/8/2002]

La semana pasada escribí una lista de frases que empezaban “Camina como“. Jorge Varlotta la continúa con una serie de hallazgos:

Camina como cruzando un arroyo por las piedras.
Camina como publicitando un shampú.
Camina como si fuera cuesta abajo.
Camina como si fuera cuesta arriba.
Camina como si fuera contra el viento.
Camina como por un piso recién lavado.
Camina como una mujer embarazada.
Camina como tratando de no mojarse el pelo en la ducha.
Camina como si tratara de limpiarse la suela de los zapatos.
Camina como en un desfile militar.
Camina como si llevara una valija en cada mano.
Camina como si buscara un taxi libre.
Camina como si usara un traje de buzo.
Camina como si tuviera que atajar un penal.
Camina como si tuviera una piedrita en los zapatos.
Camina como por un camino embarrado.
Camina como si no recordara bien adónde va.
Camina como por entre unos rieles de ferrocarril.
Este es un poco anticuado: Camina como si llevara un diploma de la Pitman.

Tristeza y misterio

[14/8/2002]

La tristeza por la muerte de alguien que uno ha conocido se hace peor con el misterio de tantas otras personas sobre las que uno no tiene más noticias.

El libro que ríe

[14/8/2002]

[14/8/2012]

Unos años después usé esta imagen y su título para una colección de textos que armé en PDF y puse para bajar en la Mágica Web. Lo presenté así:

A veces, cuando me pongo a escribir, se interpone una especie de veta humorística que no siempre entiendo, y que (admito) los demás entienden todavía menos. El resultado va del chiste tonto al acertijo, de la noticia falsa al relato absurdo, pasando por los dichos memorables de un chico (mi hijo) y ciertos momentos de la vida que de otro modo más valdría olvidar. Esta colección de textos apunta en esa dirección, aunque no siempre dé en el blanco.

Árbol

[14/8/2002]

Leyendo las noticias

Camina

[13/8/2002]

Camina como si no quisiese llegar a ningún lado.
Camina como si quisiese llegar por otro camino.
Camina como si fuese cuesta arriba.
Camina como si no supiera caminar.
Camina como si estuviera solo.
Camina como si estuviera sola.
Camina como si fuese en dirección contraria.
Camina como si fuese domingo.
Camina como si fuese de noche.
Camina como si fuese viejo.
Camina como si fuese de otra ciudad.
Camina como si fuese ciego.
Camina como si las vidrieras fueran espejos.
Camina como si todos los hombres se diesen vuelta para mirarla.
Camina como si estuviera en el valle perdido de los dinosaurios.
Camina como si estuviera lloviendo.
Camina como si estuviera triste.
Camina como si estuviera nadando.
Camina como si estuviera desnudo.
Camina como si estuviera riendo.
Camina como si tuviese el viento a favor.
Camina como si los sapos supieran volar.
Camina como si quemase las naves.
Camina como si llevara puesta una armadura.
Camina como si viniese de ninguna parte.
Camina como si no caminara.

Girls!

[13/8/2002]

Me escribe Andrea Zablotsky:

Mirá qué dulce el cartelito que pusieron en un negocio que están restaurando, acá a la vuelta:

En letras grandes (sic):

SOLO PERSONAL AUTORISADO
Y más abajo, en chiquito:
(AND GIRLS)

Un cuento de elefantes

Interrumpimos nuestra programación habitual para dar espacio a un cuento de Silvia Parisi, que la autora me envió por email con autorización explícita para publicarlo aquí.

Un cuento de elefantes
por Silvia Parisi

No hay lugar a dudas: la tierra es redonda, plana, y gira sostenida por la trompa de tres elefantes. Es tan plana y redonda como esos discos de pasta que escucha el abuelo, mientras se mece y se adormece pensando en aquel mar y aquella costa del otro lado del océano. Los elefantes se dedican al mal, al bien y a los sueños, mientras hacen girar la tierra muy rápido, tan rápido que apenas lo percibimos. A eso se debe ese mareo, esa sensación de vértigo que le da a Clara, cada vez que sube un escalón, o entra en un lugar desconocido o cuando el viento cambia de dirección. De pronto, porque sí, accidentalmente, el suelo pierde su estabilidad por un momento y el mundo se vuelve un lugar desconocido. No son las pastillas, ni las hierbas, ni lo que fuma, ni el olor de las flores, ni los recuerdos, es la tierra y su velocidad. Hay dos elefantes que miran hacia el norte y uno que mira hacia el sur. De los que miran al norte, uno es el bueno y el otro es el malo, el que está orientado hacia el sur no hace más que soñar.

Hay una vieja historia sobre los elefantes; dicen que el que sueña perdió su facultad hace mucho tiempo, se le acabaron los sueños. Primero gimió y lloró, después se perdió en la locura. Intentó dejar caer su trompa, movido por el cansancio. Esto alertó a los magos que custodian a los elefantes, quienes decidieron sacrificar a los hombres, para mantener el equilibrio. Es por eso que de noche nos cuesta recordar lo que soñamos. Nuestros sueños son robados para alimentar al elefante. Es por eso que Pablo escribe en signos indescifrables historias que no terminan nunca. Por las mañanas se recuesta sobre su escritorio y tapa con el brazo los bordes de las hojas, no permite que nadie se acerque a sus papeles. Él sabe que alguien acecha sus sueños más preciados. Ni siquiera permite que Clara los lea, él ha inventado códigos y estratagemas, pero igual le cuesta recordar cada día más sus propias claves. Entonces se enfurece y el mundo se vuelve un lugar hostil, no son los medicamentos, ni la tristeza; como dicen algunos, es el elefante y el lugar vacío de sus sueños.

Mientras tanto, en otro rincón de la casa, Nicolás vive su infancia, tirado en el piso, al pie de la antigua máquina de coser. Ve cómo van y vienen las patas de la mecedora, donde el abuelo sueña con el mar y el brillo del sol sobre la playa. Ve los pies de su padre cruzados bajo la silla y los pies de Clara inseguros por el eterno mareo y la cadencia con que se arrastra la púa sobre el disco de pasta y desde el fondo de la madera oye una música, que le hace inventar cuentos de elefantes.

Una casa igual a la torre Eiffel sobre el monte Everest

[9/8/2002]

Una familia quiere hacerse la casa más rara del mundo y ponerla en el lugar más raro del mundo. Como tienen más plata que Bill Gates, pueden permitirse casi cualquier cosa.

Primero piensan en cómo va a ser la casa.

—Podríamos construirla en forma de globo —dice el padre.

—O de nave espacial —dice la madre.

—O de hormiguero —dice el hijo.

Al final, se deciden por hacer una casa idéntica a la torre Eiffel.

Llaman a un arquitecto especialista en ese tipo de construcciones.

—No hay problema —dice el especialista, conociendo la fama de las cuentas bancarias de esta familia-. ¿Dónde la quieren?

Esa es la siguiente decisión a tomar. Primero descartan algunos sitios donde nadie en su sano juicio querría vivir (el fondo del mar, el centro de Buenos Aires). Y finalmente llegan a una idea los tres al mismo tiempo:

—¡La cima del Monte Everest!

El arquitecto abre la boca bien grande, la cierra, lo piensa dos veces y responde:

—Muy bien. Pero construir una casa en la cima del Monte Everest es muy difícil, así que propongo que la hagamos de un modo original.

—¡Eso, eso, original! —dicen al unísono el padre, la madre y el nene.

—Podemos armar la casa en el espacio —dice el arquitecto—, y luego bajarla suavemente, con la ayuda de cohetes, a la cima del Monte Everest.

Y así se hace. Primero construyen una estación espacial. Luego, en la estación espacial, construyen la casa con forma de torre Eiffel. Y por último bajan la torre, con mucho cuidado, a la cima del Monte Everest.

Completamente encantados, los tres integrantes de la familia entran por primera vez a la casa.

—¡Qué frío que hace! —dicen.

—¡Caramba! —responde el arquitecto—. ¡Me olvidé de la calefacción!

No hay más remedio que volver a elevar la torre al espacio, instalarle la calefacción y volver a depositarla, siempre usando varios cohetes, en su lugar sobre la montaña.

La madre, el padre y el hijo entran en la casa. Está bien calentita, y se ve fantástica. El padre decide ir a la heladera a buscar algo rico y…

—¡Está todo tibio!

—¡Caramba! —dice el arquitecto—. Me olvidé de la electricidad.

Encargan nuevos cohetes, suben la casa al espacio, le agregan las instalaciones eléctricas, bajan la casa a su sitio. Entran.

—¡Qué bien! —dice el padre mientras se hace un sandwich maravilloso con las cosas que encuentra en la heladera.

—Me voy a dar una ducha —anuncia la madre.

Abre la canilla y…

—¡No hay agua!

—¡Caramba! —dice el arquitecto, y no necesita continuar.

Suben la casa, le agregan lo necesario, bajan la casa. El padre se hace otro sandwich, la madre se ducha. El nene…

—Voy a ver la tele —dice.

Prende el aparato y…

—¡Oh! —dice el arquitecto, francamente preocupado—. Creo que…

Ahora están todos un poco enojados.

—Es que resulta muy difícil instalar estas cosas en la cima del Monte Everest —dice el arquitecto—. Y además, caro.

—Eso es verdad —dice el padre.

—Las cuentas bancarias ya no son lo que eran —dice la madre.

—Pero yo quiero la tele —dice el nene.

—Tengo una solución —dice el arquitecto—. Con la experiencia que hemos logrado construyendo la casa en el espacio, sugiero que se queden a vivir allá arriba. Todo será más fácil y más barato, y si falta algo no tendremos que subir la casa, arreglarla, bajar la casa y todo eso.

—De acuerdo —dicen el padre, la madre y el nene.

Y así lo hacen. Con su propia torre Eiffel en órbita baja, viven felices y el arquitecto va y les instala todo lo que se les ocurre cada vez que lo llaman. Al nene lo llevan cada día, en un cohete pequeño, a la escuela.

Agrega Gabriel: Y como vive tan lejos llega siempre tarde. ¡Después de la hora de plástica!