Categoría: Cuentos

La nave espacial

La nave espacial tiene el aspecto de un Fiat 600 viejo y destartalado. Pero me han avisado sobre ese detalle de la misión, así que no pierdo la confianza. Saco las llaves del bolsillo y con una de ellas abro la puerta del conductor. Adentro la similitud sigue siendo notable: asientos de algún material indefinido con colores también indefinidos, mandos que a primera vista parecen inadecuados. Polvo, papeles de caramelos, una mancha de café.

Me siento frente al volante, con las piernas plegadas en ángulo agudo, y cierro la puerta. Por debajo de estos controles antiguos y sencillos se ocultan maravillas de la tecnología más avanzada. La ilusión se mantiene incluso cuando meto la llave en su sitio y hago contacto: lo que se oye es un antiguo motor de combustión interna, seguramente grabado digitalmente, mientras los verdaderos propulsores, sin duda ocultos bajo el piso, son silenciosos. Hasta la vibración de la carrocería imita la de un auto maltrecho. No puedo imaginar la cantidad de microchips y nanocomponentes necesarios para lograr ese efecto.

De tres pedales que hay en el piso aprieto el de la izquierda, y usando lo que parece una palanca de cambios pongo primera marcha. Suelto de a poco el pedal de la izquierda, mientras con el otro pie empujo el de la derecha. La vibración aumenta. Siento un momento de temor por lo que vendrá, pero la nave espacial se pone en movimiento sin otro efecto que apretarme un poco la espalda contra el asiento.

Empiezo así el largo e incómodo viaje a Marte, mientras el mundo exterior sólo percibe una cáscara de Fiat 600 que se mueve lentamente por la calle Olazábal.

Foto por Eduardo Abel Gimenez

Estoy en la sala de espera del médico

Estoy en la sala de espera del médico, sentado frente a una mujer muy mayor. No hay nadie más. Las sillas están puestas de manera que la distancia entre mis rodillas y las de la mujer sea exactamente un centímetro menos que la necesaria para estar cómodos. No es que nos rocemos, nada de eso. Es que mis rodillas y las de ella deberían estar al menos un centímetro más separadas. Por culpa de ese centímetro de diferencia es que tengo los pies echados hacia atrás, cruzados el derecho sobre el izquierdo, a punto de dormirse los dos. También por culpa de ese maldito centímetro es que mis ojos, como los de la mujer, están desviados hacia la ventana que tenemos al lado, a mi izquierda (su derecha). Así es que apenas sé algo de su aspecto, excepto por la ropa gris, la piel de la cara llena de arrugas, las manos correosas y el pelo cubierto por una especie de gorra negra, chata.

Al otro lado de la ventana hay una calle estrecha, y más allá un edificio en el que el piso correspondiente al nuestro es el último, de manera que justo por encima se ve el borde de una azotea. Allí, casi en el límite de mi visión, asoma la cabeza de una mujer, luego los hombros. Está trepando a la pared que separa la azotea del vacío de cuatro pisos. Cuando lo logra veo que está vestida con remera y shorts, algo muy poco apropiado para el frío de este agosto. Hace equilibro en el borde, y luego se lanza hacia su derecha, es decir en la dirección en que ya no puedo verla.

Miro de reojo a mi compañera de sala y compruebo que está mirando a la mujer de enfrente. Pero su expresión no dice nada, no me cuenta ni un detalle de lo que está ocurriendo con la aparición. Ella está situada mucho mejor que yo para ver, y sin embargo parece que no le interesara.

Vuelvo la vista a la pared de la azotea. Durante los pocos segundos de mi distracción ha llegado un policía de uniforme, se ha trepado también a la pared, y ahora eleva su pistola al aire y dispara en la dirección en que se fue la mujer. Por algún motivo el disparo suena apagado, lejano. Seguramente la ventana del médico tiene vidrios dobles.

La anciana que casi me toca las rodillas sigue sin dar signos de que esté ocurriendo nada, ni siquiera cuando el policía se lanza hacia donde pronto no lo podré ver más y justo antes de desaparecer resbala y está a punto de caer. Lo único que hace la anciana, y no estoy seguro de que no lo estuviera haciendo antes, es golpetear el dorso de una mano con el dedo mayor de la otra, toc, toc, toc, pero sin ruido, toc, toc, toc, siguiendo el ritmo de algo que tal vez haya ocurrido medio siglo atrás.

Pasan dos o tres minutos, algún tabú me impide mirar el reloj para estar seguro, y la azotea de enfrente permanece tranquila. Entonces alguien que está fuera de la vista levanta por el borde de la pared un bulto negro, largo, una especie de bolsa pesada. Veo dos manos que dan un último empujón y el bulto cae, lento como una pluma, hasta perderse de vista por debajo del límite de nuestra ventana. No puedo evitar el inclinarme un poco, apenas, para ver más, pero ya no quedan rastros del bulto ni de las manos que lo empujaron. Mi vecina no se mueve.

Me aclaro la garganta con un sonido mínimo, dos sonidos mínimos en rápida sucesión. Pero no digo palabra. La mujer del toc, toc, toc tampoco. Pasa un tiempo difícil de medir, tenso. Entonces se oye el ruido de una puerta que se abre a mi derecha, su izquierda. Giramos la cabeza al mismo tiempo, en dirección contraria a la ventana. Es la secretaria del médico, que llama a la mujer.

Muevo los pies un poco más hacia atrás, aparto las rodillas como si hiciera falta. La anciana se pone en pie con cierta dificultad, levanta un par de paquetes que tenía depositados en el asiento vecino, y se aleja sin echarme una mirada, sin saludar, sin decir nada.

En cuanto ella se va, ocupo su asiento para ver mejor.

Controles remotos

Estoy aburrido frente a la tele, con el control remoto en la mano. Un presentador lee las noticias.

-El mercado de valores ha tenido un día tranquilo, en el que… -está diciendo, pero no le dejo terminar la frase. Con la rapidez que da la práctica, pulso un botón del control remoto. De inmediato, el presentador salta sobre su escritorio y se arranca la corbata-. ¡Pero esto no va a quedar así! -grita. Le crecen las cejas, se le amarillean los dientes. Bajo el saco que ya se está quitando a jirones tiene una camisa sucia de explorador.

Pulso otro botón. La decoración en tonos cálidos y apagados se disuelve en un río de llamas, o lava, algo rojo y amarillo que fluye de izquierda a derecha. Hay gritos distantes. El explorador, que ahora cuelga de una rama, hace un esfuerzo sobrehumano y salta sobre una roca. Rueda sobre sí mismo. Cae al otro lado, donde no hay llamas, y se pone en pie de inmediato.

Frente a él hay una mujer. Está atada al tronco de un árbol. Pulso un botón más, y el pecho de la mujer crece, se hace más alto, mientras la pollera se le rasga estratégicamente hasta la parte más interna y más secreta del muslo.

En este momento llega mi esposa del trabajo. El ruido de la llave en la cerradura me obliga a pulsar otro botón, de manera que el pecho de la mujer retrocede al nivel anterior y la pollera se convierte en pantalones anchos.

-No creo en ti -dice el explorador-, me estás tendiendo una trampa.

Mi esposa se acerca al sofá, nos damos un beso corto. Ella trae su propio control remoto en la mano, y mientras se sienta ya está pulsando botones. Por detrás de mis protagonistas, un joven abogado de traje negro desciende por unas escaleras de mármol y sonríe a cámara.

-Le ruego que se calme, amigo -pide al explorador, que ya está amenazándolo con un cuchillo que ha conocido sangre-. Tengo cobertura policial, así que le convendrá cambiar de actitud.

Mi hijo, que ha oído la entrada de su madre, viene corriendo por el pasillo. Él también enarbola un control remoto, y apenas saluda con dos palabras cuando pone en marcha el pulgar. Nadie es más rápido que mi hijo. La cámara se eleva, y resulta que a la distancia aparece un personaje dibujado, con los pelos largos en un extraño arabesco que le envuelve la cara, que eleva su puño derecho hacia el cielo. Grita:

-¡Invoco el poder de Krun-ka-món! -o algo así.

Todos, el explorador, el abogado y la mujer, que ya no está atada, se dan vuelta. La pantalla se pone azul. El cielo es un remolino. Hay una lluvia de rayos, y los tres personajes corren a protegerse bajo el toldo de una tienda cercana. Ahora todos están dibujados.

-¿Qué comemos? -pregunta mi mujer, mientras pulsa otro botón. El abogado saca un celular y lo abre. Los rayos siguen cayendo.

-No sé -digo, mientras muevo el pulgar sobre el teclado. Un rayo arranca el celular de las manos del abogado-. ¿Por qué me preguntás?

-Es tu turno de cocinar -dice mi mujer. El abogado, que no ha dejado de sonreír y además acaba de recuperar su composición de carne y hueso, saca un arma y apunta a la cabeza del explorador.

Mi hijo, que se cansa pronto de las cosas, tira el control remoto a un rincón del sofá y se va otra vez a su computadora, donde es dueño de todos los destinos. Los rayos se acaban de inmediato. Yo hago cálculos rápidos y me doy cuenta de que mi mujer tiene razón. También dejo el control remoto y me pongo de pie.

-Voy a ver qué hay -digo.

Mientras camino hacia la cocina, el abogado de ojos celestes y traje negro se acomoda tras un escritorio de color marfil y empieza a leer las noticias.

Lo más difícil fue conseguir el primero

Lo más difícil fue conseguir el primero. La gente pasaba de largo, pensando en otras cosas, mirando vidrieras o mirando a otras personas, porque no hay nada que les guste tanto como mirarse a sí mismos en los demás. Hasta que alguien, un hombre joven de saco y corbata, se dejó atraer por la luz plateada que salía del pozo y se detuvo junto a la valla protectora, estirando el cuello y alzando las cejas para ver mejor.

En segundo lugar cayó un hombre mayor, que venía caminando lentamente y vio la oportunidad de descansar un poco. Se paró junto al primero, lo miró a los ojos en busca de una explicación que no llegó, y luego se inclinó también hacia el pozo, que ahora mostraba una luz verdosa.

El pozo era igual a esas bocas redondas que suele haber en las calles, esas entradas a cloacas y otros mundos subterráneos. Lo habíamos rodeado con una valla de metal, porque no queríamos que nadie se cayera: podía estropear el acto. Desde un segundo piso al otro lado de la calle, medio oculto tras una cortina opaca, yo podía verlo todo con precisión y medir los tiempos de cada paso.

Una mujer delgada y bien vestida, que traía varias bolsas de plástico de las que dan en los shoppings, fue la tercera. Se acercó al hombre joven, le preguntó algo, y luego se asomó ella también al pozo. De la fuente de luz, ahora rojiza, subía una especie de antena con pelos, como una pata de araña amplificada, que asomó cosa de medio metro, se curvó en dirección contraria a los curiosos y se quedó quieta.

Para entonces era lógico que los curiosos aumentaran rápidamente en número. A la luz ahora amarilla, frente a la segunda pata de araña que ya estaba apareciendo, un chico de colegio secundario y un cartonero se pusieron codo con codo dándome la espalda. Los siguieron dos mujeres mayores, que venían juntas, y una nena que traía un perrito. Las patas de araña se trenzaron en una pelea, mientras la luz se hacía más intensa. Vinieron una mujer joven, otro hombre mayor, una pareja que se abrazaba, un empleado de McDonalds, alguien en bicicleta que tuvo que quedarse un poco más lejos.

Junto a las patas de araña surgió un globo rojo con luz propia, que palpitaba como un corazón, en la cima de una vara dorada. El globo se alzó hasta la altura de los ojos de los curiosos.

Ahí empezó el ruido, o la música, como lo quieran llamar. Ni una cosa ni la otra, en realidad. Algo que impulsó a la gente a mirar hacia abajo, y que atrajo una segunda ronda de curiosos, que trataban de abrirse paso entre los hombros de los primeros.

Era mediodía, por eso había tanta gente en la calle. Los que iban a comer, los que venían a comer, los que buscaban comida tropezaban unos con otros, y todos tropezaban con esa pequeña multitud que rodeaba el pozo y trataban de unirse a ella como hace cualquiera cuando encuentra algo novedoso.

El globo rojo subió otros dos metros, de manera que todos pudieran verlo, y empezó a expandirse. El ruido, la música, subió de volumen: rugidos con mucho eco, tambores lentos, lluvia. La gente que se quedaba a ver llenó la calle de lado a lado.

Alcé la vista hacia una ventana del edificio que estaba frente al mío, también en el segundo piso. Allí había una persona, que hizo una señal con la cabeza, a la que respondí con otra señal.

Entonces volví a mirar mi control remoto, alejé los pulgares de los botones verdes que había estado pulsando hasta ese momento, y mientras sostenía el aparato en la mano izquierda usé el índice de la derecha para apretar, con fuerza, con rabia, por fin tras tantos preparativos, el botón rojo.

Un cable eléctrico sale del techo

Un cable eléctrico sale del techo encima de la puerta del baño y baja junto al marco hasta el zócalo, asegurado prolijamente con grampas. Ahí gira en ángulo recto y sigue sobre el zócalo hasta el otro extremo del pasillo, dobla con la pared para adentrarse en el living, y desaparece en un agujero junto a la puerta de entrada.

-¿De dónde salió esto? -le pregunto a mi mujer.

-No sé -dice ella-. ¿Estás seguro de que no estaba antes?

El tema queda así hasta dos días después. Estoy escribiendo un email, y mientras trato de redondear en la mente una frase complicada, los movimientos aleatorios que mis ojos suelen hacer en esos momentos me llevan a mirar la línea que separa la pared del techo, en la habitación donde trabajo, por sobre el placard. Hay otro cable, que sale del ángulo izquierdo y se pierde en el ángulo derecho. Me levanto y voy a mirar la habitación de al lado, pero allá no hay ningún cable.

Esta vez no le digo nada a mi mujer.

Una semana más tarde me estoy duchando cuando noto un tercer cable, que aparece junto al respiradero del baño, se curva varias veces para esquivar el botiquín, y se hunde detrás del inodoro. Estiro la mano para tocarlo, la retiro asustado por el riesgo, termino de ducharme, me seco, y entonces sí, palpo el cable de un extremo al otro. Está firmemente agarrado. Buenas grampas, buen trabajo.

Nos vamos unos días de vacaciones. Me olvido del tema hasta que volvemos y encuentro el cuarto cable. Pasa junto a la cama, recorre tres paredes del dormitorio y sube hasta la ventana para partir rumbo al abismo del aire y luz.

No es posible explicar por qué algunas cosas se dicen y otras no en un matrimonio. La complejidad de una convivencia de diez años es como el flujo caótico de un líquido, que nada salvo el flujo mismo puede describir. Por motivos así de complejos el tema de los cables es tabú entre nosotros, lo siento con la precisión y a la vez la absoluta falta de comprensión con que nuestro cerebro puede percibir cosas como una cara o una relación de pareja.

Tras varios días sin palabras llega el domingo. Mi mujer y mi hijo salen a un pelotero, mientras yo me quedo durmiendo la siesta. Ahora acabo de levantarme y estoy en el baño, sentado, frotándome los ojos. Desde hace uno o dos minutos se oye un ruido rítmico, suave, como el de una almohada que golpea un colchón. Poco a poco el ruido va ganando espacio en mi consciencia, hasta que siento la necesidad de investigar.

Me pongo de pie, me acomodo la ropa, y sin tirar de la cadena salgo al pasillo en puntas de pie. El ruido suave viene del living. Abandono las zapatillas para mejorar mi silencio y recorro el pasillo lentamente. Justo antes de llegar al living me aprieto contra la pared. Asomo apenas la cabeza.

Es sólo un segundo. Vuelvo a esconderme. En el living hay un hombre. Está de espaldas a mí, agachado. Ha movido el sofá, separándolo de la pared, y trabaja allí en medio de todo, instalando otro cable. El ruido de almohada contra colchón es el que provoca el martillo con el que fija las grampas. No sé por qué suena tan amortiguado, pero tampoco me sorprende. Es como en un sueño, o como si estuviéramos bajo el agua.

Tengo que llamar a la policía, pero no sé el número. Voy en silencio hasta mi oficina y enciendo el monitor de la computadora. La computadora en sí siempre está encendida. Abro el Internet Explorer y busco “policía federal argentina”, tratando de tocar las teclas lo más suavemente posible. Google da el sitio de la policía como primer resultado. En el living, los golpes de almohada se detienen. Click. Aparece un escudo enorme y la frase “Al servicio de la comunidad”. Los golpes de almohada empiezan de nuevo, un poco más cerca. Click. Otra vez el escudo, ahora acompañado por unas veinte opciones. Yo sólo quiero un número, cuanto más corto mejor. Pero no, lo que hay es una dirección de email. Por el ruido me doy cuenta de que el hombre del living ha llegado al pasillo, y ahora empieza a poner grampas en la misma pared que lleva a mi oficina. Click, click: vuelvo a Google. Agrego a la búsqueda la palabra “emergencias”. Click. Los resultados no son alentadores. Cambio “emergencias” por “teléfono”. Click. El hombre avanza, los golpes se acercan. El primer resultado dice “LEVANTÁ EL TELEFONO, MARCA 101, TE CONTESTARA UN ADULTO, QUE ES EL OPERADOR”. Siento un nudo en el pecho y me muevo en la silla giratoria para alcanzar el teléfono. La silla hace un chirrido, y por un momento los golpes de almohada se detienen. Me paralizo. ¿Cómo haré para llamar por teléfono si el hombre de los cables me puede oír? Con la mano izquierda en el aire, a diez centímetros del teléfono, espero hasta que los golpes arrancan otra vez.

Levanto el tubo. Incluso el tono me parece demasiado fuerte. Marco un uno, luego un cero. No, no voy a poder hablar. Calculo que el hombre del cable está a dos metros de mi puerta. Cuelgo con el dedo índice.

Dejo el tubo junto al teléfono con un movimiento muy lento y me vuelvo al monitor, esta vez evitando el chirrido de la silla. Como si ese resultado de Google pudiera darme otra solución, hago click para ir a la página. Hay mucho texto, todo en mayúsculas. El sitio se llama “missingkids.com”. Es para chicos. “División Investigación de Delitos contra Menores”, dice. Sin poder evitarlo, aspiro hondo y suelto el aire en un chorro huracanado. La nariz hace un ruido espantoso.

En ese momento una cara asoma por la puerta.

Nos miramos, ojo izquierdo al ojo de la izquierda, ojo derecho al ojo de la derecha, como en un espejo. Hay un momento en que todo se detiene y a la vez gira a gran velocidad, con las contradicciones de que sólo la consciencia es capaz. El universo deja de expandirse y se achica, se achica hasta que sólo caben en él la habitación y el extremo del pasillo, una mirada y otra mirada. Con la reducción del espacio, el tiempo se estira proporcionalmente y tiende al infinito. La luz hace trucos lentos en las paredes, entre los libros, sobre la alfombra. De pronto estoy perdido, lo ignoro todo, me parece que la vida está hecha para este momento, no sólo mi vida sino toda la vida, la existencia completa. Pero lo que más ignoro es qué hace ese hombre ahí sentado, medio rostro a la luz azulada del monitor, medio rostro a la luz amarillenta del miedo. La sorpresa me hace soltar el martillo, mientras caigo de espaldas sin sentir el golpe y sin dejar de mirarle los ojos familiares. Él también me mira, y creo que gritamos al mismo tiempo.

El inspector

[20/1/2003]

El inspector recorrió con la mirada los rostros de los presentes, deteniéndose en cada uno el tiempo suficiente para provocar un escalofrío. Estábamos en la inmensa biblioteca de la familia Bookends, donde se decía que la mitad de los libros del mundo habían encontrado su lugar. Quizás esto último era una exageración, porque por allá arriba, cerca del techo inalcanzable, se podía ver una serie de estantes casi vacíos. Dos policías hacían guardia junto a la única puerta, también ellos ansiosos por oír el veredicto del más grande investigador de homicidios de la región, que nos había reunido allí para dar a conocer el resultado de la pesquisa.

De pie frente a la chimenea apagada, el inspector terminó de aterrarnos a todos y alzó el brazo izquierdo para echar una mirada al reloj pulsera. Tosió aclarándose la garganta y se volvió hacia un rincón.

—Es la hora, mi estimado… —empezó a decir, pero no pudo terminar la frase.

Allí en el rincón, el coronel Downright saltó de la silla y, antes de que pudiéramos impedírselo, extrajo un arma de su voluminoso abrigo y disparó, con tan buena puntería que destruyó por completo un jarrón chino que estaba justo a la derecha y atrás de la cabeza del inspector. Nos echamos sobre el coronel de inmediato, así que el segundo disparo, desviado, dio en la araña gigantesca que pendía de las alturas, desprendiendo más fragmentos de cristal que monedas hay en un reino.

Dominamos al coronel con facilidad, porque a pesar de su tamaño ya no tenía la fuerza de la juventud. Alguien le quitó el arma. Logramos que se sentara. Y allí quedó, sacudiéndose con violencia en un llanto silencioso. Nos giramos para no tener que verlo.

—Qué pena —dijo el inspector, que no se había movido—. Abrigaba la esperanza de que mi querido coronel Downright nos señalara al verdadero culpable.

Y mientras lo decía, trazaba un arco con la mano derecha y el índice extendido, tal vez ilustrando con el gesto sus palabras, tal vez buscando señalar él mismo al asesino que todos esperábamos conocer. Al final del arco, el dedo acabó apuntando directamente hacia la ventana, y bajo la ventana…

—¡Canalla! —exclamó el doctor Hardonall, poniéndose de pie y avanzando hacia el inspector mientras, él también, extraía un arma y disparaba. La bala se sumergió casi sin ruido en las páginas mansas de una antigua enciclopedia, a centímetros de la oreja izquierda del inspector.

Nos echamos sobre el doctor Hardonall, cuyas manos temblaban tan violentamente que no fue necesario quitarle el arma: cayó sola a nuestros pies, mientras su dueño se deshacía en improperios hacia el inspector.

—Llamen a la policía —gritó alguien junto a mí. Y entonces las risas aliviaron la situación: la policía ya estaba allí, sólo que no le dábamos tiempo para actuar. El que había gritado se ruborizó hasta las plantas de los pies.

Puesto bajo control el doctor Hardonall, de quien nadie habría creído posible tal arranque, el inspector volvió a aclararse la garganta.

—Veo que esto ha de ser más difícil de lo que creía -comentó, mientras se volvía hacia el dueño de casa, el señor Bookends en persona—. Mi querido señor Bookends, debo pedirle…

Otra vez la frase quedó inconclusa. El señor Bookends, que tenía fama de odiar las armas de fuego, saltó hacia adelante como disparado por un cañón, mientras extraía un cuchillo de entre las ropas. Pero algo salió mal en su cálculo, porque acabó tropezando con la silla de la señora Skinnychin y rodando por sobre el elaborado sombrero que la dama había creído oportuno traer a la reunión. El cuchillo resbaló de sus manos y fue a parar a un zapato del inspector, donde produjo un quiebre casi imperceptible de la perfecta superficie de cuero lustrado. El inspector no se molestó en recogerlo. Tampoco los policías de la puerta, que debían tener instrucciones de no actuar. Devolvimos al señor Bookends a su silla casi sin que ofreciera resistencia, porque se había golpeado el vientre de tal manera que apenas podía respirar.

—Iré al grano, entonces —dijo el inspector, frotándose la nariz—. Como todos saben, he estado investigando la muerte de la señora Frigidale, quien en su testamento había dejado todos sus bienes a su único…

—¡Miserable! —exclamó el señor Frigidale Jr., único hijo y heredero de la señora Frigidale, y mientras lo exclamaba lanzó su silla hacia atrás y se echó hacia adelante levantándose las mangas para disparar su mejor cross de derecha a la mandíbula del inspector.

Esta vez, agotados por tanta acción, nos quedamos inmóviles. Pero no hizo falta ayudar al inspector. El señor Frigidale Jr. no se había dado cuenta de que su único hijo, antes de abandonar la biblioteca por órdenes de su padre, le había atado entre sí los cordones de los zapatos. Por lo que su inmenso salto de tigre furioso acabó en una rodada por el piso, que incluyó un golpe certero a mi silla y terminó con el señor Frigidale Jr. y yo enredados entre las piernas de los demás.

Nos levantamos poco a poco, el señor Frigidale Jr. aún resoplando con furia pero tratando de aplacar los nervios y desatar sus cordones. Los policías de la puerta, como vi de reojo, hacían un esfuerzo para contenerse y no reír.

—Bien —dijo el inspector—. O no tan bien, pero digamos que estamos llegando al final del asunto. Como comprenderán —e hizo una pausa para sacar la pipa—, el caso es tan complejo que la búsqueda de un culpable nos ha llevado por caminos… inesperados.

Los puntos suspensivos sirvieron para que el inspector tuviera tiempo de posar sus ojos sobre el rostro angelical de la única joven presente en la biblioteca, la señorita Parkinson, quien no dejó de percibir el detalle.

—¡Cochino! —gritó la señorita Parkinson, perdiendo de pronto la compostura, mientras con un gesto aparentemente espontáneo tomaba en sus manos una de las más preciadas reliquias de los dueños de casa: un arco y una flecha traídas de lo más profundo del África desconocida, que ocupaban un sitio de honor en una pared de la biblioteca.

Cohibidos por tratarse de tan joven y delicada dama, estuvimos paralizados mientras la señorita Parkinson, con velocidad que indicaba una larga práctica, aprontaba la flecha, tensaba el arco y disparaba. La flecha atravesó la hombrera derecha del inspector, sin afectar la integridad física del hombre. Y allí quedó, como un adorno de jefe tribal.

La señorita Parkinson, agobiada por la situación, optó por desmayarse. Y entonces sí, nos apresuramos a contenerla, a hacerle aire, a depositarla suavemente en su silla, donde lentamente fue recuperando los colores habituales.

—Como decía —continuó el inspector, imperturbable—, la investigación nos ha llevado en direcciones no compatibles con las que inicialmente consideré al menos verosímiles. —Algunos de nosotros asentíamos, más para indicar que tratábamos de comprender la retórica del inspector que sabiendo hacia dónde iba—. Se trata de un caso complejo, con aristas que aún debemos pulir, pero en el que sin duda alguna ha habido una persona, y sólo una, culpable de asesinato.

Mientras hablaba, el inspector paseaba los ojos por la sala. Y justo cuando pronunció la palabra “culpable” su mirada coinicidió con la mía. No pude contenerme ante tamaña injuria. Poseído por una furia más allá de mi control, me puse de pie, aferré la silla con ambas manos y la lancé en dirección al inspector. Esta vez sí, la suerte estuvo en su contra. La silla le dio de lleno en la cara, extrayéndole un grito de dolor. Aprovechando el momento, el coronel Downright, que de alguna manera había recuperado su arma, volvió a dispararla, ahora acertando entre los botones prolijamente abrochados de la chaqueta del inspector. El doctor Hardonall, aún desarmado, arrancó la pistola humeante de las manos del coronel y también disparó, convirtiendo en fragmentos dispersos la rodilla izquierda del inspector, que ya venía desplomándose lentamente al suelo. El señor Bookends, que en el tumulto había logrado hacerse de nuevo con su cuchillo, lo clavó hasta el mango en el cuello del inspector, mientras el señor Frigidale Jr., que había entrelazado las manos para formar una maza temible, las descargaba sobre la cabeza del hombre que caía y caía interminablemente y dejaba salir de sí ríos de sangre que iban a parar a la gruesa alfombra que los Bookends habían importado de Persia. En tanto, la señorita Parkinson, que había recuperado sus fuerzas, descubrió una segunda flecha en el mismo rincón donde había encontrado la primera, y volviendo a tensar el arco la lanzó en la dirección general de la lucha, con tan buena fortuna que atravesó el ojo izquierdo del inspector, quien lanzó un último estertor y cayó definitivamente muerto sobre la alfombra ya inútil y sobre nuestras igualmente inútiles conciencias.

El problema, ahora, era que ni los policías de la puerta, que habían aprovechado la confusión para escapar de una buena vez, ni nosotros, sabríamos jamás quién era el asesino.