Categoría: Diario

Ah, no

[6/1/2003]

Estoy bajando en un ascensor, parado en las puntas de los pies y apoyándome precariamente en una pared para evitar un charco de pis que hay en el piso. Voy con Jorge Varlotta y con una chica rellenita, vestida de verde, que dice llamarse Moisés pero no se cambia el nombre porque es artista. El lugar, una especie de hotel donde se aloja alguien que ahora quedó fuera de cuadro y ya no sé quién es. Llegamos a una planta baja de shopping. Quiero tomar una cerveza pero nadie me querrá acompañar. Y entonces… Ah, no, era un sueño.

Aire libre

[5/1/2003]

Esta tarde vamos a ir al aire libre, a una pileta, y es algo tan inusual que por eso el clima no sabe cómo tratarnos: se nubla pero el sol asoma a investigar la situación; hace un calor de locos pero el viento sacude las ventanas. ¿Y ahora qué hacemos?, se preguntan los elementos, allá donde sea que juntan sus cabezas desorientadas para llegar a alguna conclusión.

Mañana de domingo

[5/1/2003]

Mañana de domingo, las nueve menos cuarto. Soy el único despierto en mi casa. Es que empiezo temprano a dar vueltas en la cama, a sentirme incómodo, y muchas veces termino levantándome cuando todavía no hace falta. El resultado es que las cosas tardan en acomodarse, todo funciona a medias: la cortina de mi ventana está a medio correr, la puerta de mi habitación a medio abrir, el fragmento de ciudad que queda ahí afuera a media máquina. Hay un cielo medio despejado. Y estoy a medias convencido de que esto que pongo aquí no significa nada.

Entonces (nueve menos siete minutos) aparece mi hijo. Abre un poco más la puerta, tapándose los ojos por la luz. Me dice:

—Voy al baño y después te saludo.

Se va. Escribo estas tres o cuatro últimas líneas, y ahora, en este instante, Gabriel vuelve, se mete entre mis brazos, se rasca la cabeza entre mis ojos y el teclado, y me abraza. Dos minutos después, ahora, iré a prepararle la leche, con lo cual el día se pondrá finalmente a andar.

Eucaliptos

[2/1/2003]

Acabo de comprar una resma de papel marca Report. En medio de la lista de ventajas que trae usar ese papel (que aparecen al dorso del envoltorio), me encuentro que está hecho de “bosque renovable de eucaliptos”. Con lo que me gustan los eucaliptos, el olor, la sombra, los troncos de varios colores, el aspecto que tienen en torno al lago de Palermo donde estuvimos ayer dando una vuelta. Imprimir en ese papel va a ser como llenarle la cara de sellos a un amigo.

Mi máquina del tiempo

[31/12/2002]

Mi máquina del tiempo sólo funciona cuando no me doy cuenta. Me distraigo, llevo algo así como una vida normal, con lo que haya de vida y lo que haya de normal, parpadeo unas veces con los ojos llenos de polvo y pantalla, y cuando levanto la vista para ver el calendario descubro que lo hizo otra vez, que se puso en marcha sin avisarme y sin mi consentimiento. Pero es tarde para quejas. Como tantas veces, sólo me queda decir:

—Caramba, ya pasó otro año.

Outlet de libros

[29/12/2002]

La nueva terminología del mercado: en la Rural hay un “outlet de libros”. Al margen de lo que uno piense del rótulo, se consiguen algunas cosas que valen la pena. Por ejemplo, una edición en tapa dura, lujosa, de “Canciones ilustradas de los Beatles”, a doce pesos. Nunca tuve ese libro, aunque siempre lo quise. Por fin me compré un ejemplar. (Gracias a Roberto Sotelo por el dato.)

Porteros con sentido del humor

[28/12/2002]

Víctor, el portero del edificio donde vivíamos antes, tenía sentido del humor. Una vez bajé con unas pantuflas que exhibían tres o cuatro colores chillones de combinación imposible.

—Me las compró mi mujer —le dije a Víctor—, y ahora las tengo que usar.

Él me miró a los pies, luego a la cara, y sonrió:

—Eso es amor.

*

Luis, el portero principal del edificio donde vivimos ahora, también tiene sentido del humor. Cuando nos mudamos hicimos traer un sofá gigantesco, que llegó envuelto en cartones y telas que lo hacían irreconocible. Cuatro hombres lo cargaron en sus hombros, bien horizontal y longilíneo, y así lo llevaron por la larga entrada de las cocheras. Luis me echó una mirada cómplice, inclinó la cabeza como si estuviera repentinamente triste, y dijo:

—Pensar que era un buen hombre.

A partir de ahí, y por los segundos que duró el cortejo fúnebre, no pude dejar de reírme.

Cargando las cosas

[28/12/2002]

El hombre calvo está sentado en la silla del portero, de espaldas a la puerta del edificio. El portero, de pie frente a él, conversa mientras mira hacia afuera, con la dualidad que sólo se adquiere tras muchos años de vigilar una planta baja. El hombre calvo tiene shorts azules, camisa azul, zapatillas blancas sin medias, y fuma un cigarrillo rubio que está por la mitad. Devuelve mi saludo con un hola que no interrumpe la frase ininteligible en la que está sumergido.

Los dos ascensores están en el piso quince. Llamo uno, y no viene. Llamo el otro, y tampoco.

—Están los dos en el quince —le digo al portero—, y los dos con la puerta abierta.

—Es mi familia —se adelanta a contestar el hombre calvo—. Están cargando las cosas.

Habla con voz suave, tranquila, de living. Tiene las piernas abiertas a más de ciento veinte grados. Son cortas, rechonchas. La lengua de cada zapatilla asoma unos cinco centímetros por encima de los cordones.

Vuelvo a apretar un botón, vuelvo a apretar el otro. Los acensores siguen firmes en su lugar entre las nubes.

—Están cargando las cosas —repite con el mismo tono el hombre calvo—. Yo bajé primero y.

La frase termina en esa letra exacta, mientras el portero empieza a contestar algo que proviene de la conversación que mantienen de antes.

—Deben ser muchas cosas —digo, tratando de imitar la voz de living.

No hay respuesta. Tal vez no me han oído. Segundos después el ascensor de la izquierda empieza el descenso. Pronto lo sigue el otro. Miro el indicador luminoso del primero: 14, 13, 12, 11… El cigarrillo del hombre calvo se consume de a poco. Olvido decir que estoy masticando un chicle, cosa que me viene al foco de la conciencia sin previo aviso y vuelve a irse del mismo modo.

Abro la puerta externa del primer ascensor. Su ocupante, un adolescente, abre la interna. Lo acompaña una variedad de pequeños bolsos, paquetes, bolsas de plástico que tapizan el suelo. Esto va a llevar un siglo, así que me vuelvo al otro ascensor. Cuando llega, su contenido resulta ser una niña, una mujer y dos animales. El canario está en su gran jaula con forma de cúpula, y es el primero en ser desalojado: se lo lleva la niña. La mujer, en cambio se ocupa del conejo: una cosa gorda y blanca que lleva una cinta roja en el cuello, atada con un moño por detrás de las orejas.

Saludo a todos con más voz de living y subo a mi sexto piso pensando el comienzo de este texto. Es algo completamente trivial pero por sobre todo es irresistible, y ahora además soy consciente de ese carácter de irresistibilidad, de cosa inevitable, a partir de haber leído, anoche, la frase que en su autobiografía García Márquez le atribuye a Rilke: “Si usted cree que es capaz de vivir sin escribir, no escriba.” Un golpe bajo, un decidido golpe bajo que uno no merece encontrar en la página 123, que es como decir cualquier página, de un libraco de 579 páginas que aún no sé si va a resultar todo legible.

Mi mujer está en el baño, así que vengo derecho a la computadora y empiezo a escribir. Estoy en mitad del primer párrafo cuando suena el timbre del portero eléctrico. Un brevísimo reguero de culpa me recorre la espalda: abajo, cerca del timbre, están el hombre calvo, su familia, el canario, el conejo y el portero, tal vez discutiendo mi escasa cortesía o mi poca paciencia. Quito el pensamiento de la cabeza imaginando algo que me hace gracia: “Debe ser lo de siempre: el afilador o la Biblia.” Pero es una mujer que dice traerme la póliza de seguro de mi casa. Le abro la puerta de abajo y la espero sin dejar de pensar en la continuidad de ese párrafo inicial, el que describe al hombre calvo allá en la silla, con su cigarrillo que huele a mi pasado. Abro la puerta del departamento en el mismo momento en que la mujer abre la puerta del ascensor. Me da la carpeta, se la agradezco, vuelve al ascensor. Como un afterthought propio de estos días, se vuelve para agregar:

—Felicidades.

—Igualmente —le contesto, pero la palabra se me traba un poco, como me suele ocurrir con esas palabras largas que deberían salir al estilo de un reflejo condicionado y sin embargo fracasan en el intento.

No abro la carpeta. Vengo aquí, a mi lugar en el mundo, a terminar el párrafo. Pero entonces mi mujer sale del baño, intrigada por el timbrazo, y ahí sí, miro la carpeta, le explico (a mi mujer) de qué se trata, comentamos el precio, todo sin moverme de la silla. Después vuelvo a quedar solo.

Ah, bueno, ahora sí puedo terminar de escribir estos tres minutos de vida.

*

Más tarde, se me ocurren dos cosas sobre la escena de la planta baja.

La primera es que en ese lugar no hay cenicero. El hombre calvo debía estar tirando la ceniza en el piso. Y luego habrá tirado al piso los últimos restos de filtro, tabaco y papel, para terminar de matarlos con un golpe de zapatilla blanca. Sin embargo el portero, que más tarde tendría que barrer el resultado de toda esa actividad, lo miraba con expresión amistosa.

La segunda es que no se dice portero, se dice encargado.

Hoy

[23/12/2002]

Estoy a caballo entre hoy y mañana, a las tres y media de la madrugada. Todavía pienso en “hoy domingo”, pero descubro que Clarín, La Nación y Página/12 ya tienen las nuevas ediciones en la Web, y así la balanza se desplaza hacia “hoy lunes”. Ahora el insomnio parece más grave.

Google

[22/12/2002]

Por primera vez se me ocurre buscar en Google los nombres de una pareja de amigos con quienes perdí contacto hace veinte años. Nada. Una referencia a algo que hicieron en 1982, una pista indirecta de que tal vez él viva en Alemania, un posible aviso fúnebre con el apellido mal escrito, un bar en algún lado con el nombre de ella. Es decir, nada. ¿Dónde están? ¿Están?