[29/7/2003]
Mientras leía Harry Potter and the Order of the Phoenix tuve serias dificultades para imaginarme a los personajes.
En buena medida fue por culpa de las películas y de la invasión multimedia que nos viene acosando desde hace un par de años. Demandó todo un esfuerzo librarme del bueno de Daniel Radcliffe y recuperar algo del Harry que me había imaginado antes, y debo admitir que, por ejemplo, me han quitado mi Hermione para siempre y la han reemplazado por Emma Watson. No me molesta tanto haber perdido mi Severus Snape o mi señor Filch, pero sí mi Minerva McGonagall o mi Albus Dumbledore. En cuanto a Ron, es un caso particular: Rupert Grint nunca respondió a mi propia versión del personaje, y ciertos datos de este nuevo libro parecen darme la razón. Pero donde estaba mi retrato de Ron ahora hay un vacío, y en mi mente el personaje ya no tiene cara.
No todo es culpa de Hollywood, sin embargo. Desde el primer libro de la serie veo a Harry y sus amigos como niños de once o doce años. Es más, mientras leo yo también soy un niño de once o doce años, tengo los ojos a un metro cuarenta del suelo, y los adultos parecen grandes, serios y poco dignos de confianza. Pero ahora Harry tiene quince. Sin duda es tan alto como la mayoría de sus profesoras y algunos de sus profesores, o más. Y ni hablar de Ron, que según Rowling parece haber crecido algunas pulgadas desde el año anterior. Racionalmente, entonces, el punto de vista de Harry y compañía está situado mucho más arriba, y los adultos ya no parecen tan grandes ni tan serios, aunque sigan siendo poco dignos de confianza. Racionalmente, insisto: en la fiebre de la lectura, mi representación interna consistía en un grupo de adolescentes medio enanos corriendo desaforados entre gente oscura y gigantesca. En ningún momento pude creer que Dolores Umbridge, malvada nueva, terrible y petisa, amenazara a Harry mirándolo desde abajo.
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Tuve mi primer encontronazo fuerte con la traducción de Harry Potter al castellano. Fue en Mar del Plata, cuando empecé a leerle el primero de los libros a Gabriel. Es peor de lo que esperaba. Tropieza con las palabras. No tiene nada de la fluidez del original. Está plagada de “su” y “sus”, cuando se sabe que hay que sustituirlos por “el”, “la”, “los”, “las” cada vez que sea posible. Omite correctamente los pronombres personales, pero a veces un “he said” o un “she said” llevan alguna información adicional que hay que encontrar cómo presentar en castellano, y en esta traducción eso parece demasiado sutil. Y no hablemos de las metidas de pata, como cuando dice “equipo de televisión” en vez de, simplemente, “televisor”.
Reconozco que Harry Potter es bastante difícil de traducir. Hay muchos juegos de palabras, guiños al lector. Los nombres de los personajes, sin ir más lejos, son la pesadilla de cualquier traductor. Tendría que haber un trabajo como el ya clásico de El señor de los anillos, donde Bilbo Baggins es para todos nosotros Bilbo Bolsón, y Treebeard nada menos que Bárbol. Pero nadie se ocupó de eso, nadie habrá pensado que valía la pena.
Me pregunto cuánto de la crítica que se ha hecho aquí sobre el estilo de Rowling se debe a los defectos de la traducción.
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Ahopprrrtty
Parry Hotter
Happy Rotter
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Excelente reseña del libro en The New York Times: ‘Harry Potter and the Order of the Phoenix’: Nobody Expects the Inquisition, por John Leonard.