Categoría: Otras épocas

Josefa

[15/1/2003]

El 15 de enero era el cumpleaños de mi abuela materna. Nació en 1900: siempre fue fácil saber su edad. Murió en 1993. La recuerdo muy bien de cuando yo era chico: me iba midiendo en los botones de su blusa, cuesta arriba, a medida que crecía. Luego ella se iba midiendo en los botones de mi camisa, cuesta abajo. Vivimos varios años en su casa, también con mi abuelo materno que era un año más joven. Algún día tendré que escribir su historia, con la ayuda por supuesto tendenciosa de mi madre y alguna intervención de mi padre, y ya que estamos la historia de todos ellos, los que vinieron de España por parte de padre y por parte de madre. Será un buen emprendimiento. Habrá que voltear algunos tabúes. Habrá que escarbar mucho y encontrar un estilo. Ya veremos. Por ahora sólo quería recordar un poco a mi abuela, antes de seguir caminando en el desierto.

“Sean-Nós Nua”

[24/10/2002]

Hay un disco nuevo de Sinéad O’Connor, “Sean-Nós Nua”, con canciones tradicionales irlandesas. Recuerdo como si fuera hoy lo conmovedores que eran “The lion and the cobra” y “I do not want what I haven’t got” cuando salieron, hace ya 14 y 12 años, respectivamente. (El segundo link, que supuestamente lleva al sitio oficial, hoy no anda.)

[24/10/2012]

Actualizando: hace ya 24 y 22 años, respectivamente…

Link para sustituir el que no anda.

Elevador de tensión

[2/7/2012]

En la última hora ocurrió dos veces que bajó la intensidad de la luz. Me acordé de la época en que era lo usual, allá por la década del sesenta, cuando estábamos acostumbrados a que las lamparitas más poderosas languidecieran con un brillo apenas perceptible debido al mal servicio.

Más todavía, me acordé del elevador de tensión. Era una caja gris, de unos treinta centímetros de ancho, veinte de alto y veinte de profundidad, con una perilla que tenía doce posiciones numeradas, y un vúmetro. Cuando las lamparitas empezaban a dar señales de depresión, uno de mis padres decía:

—Hay que poner el elevador.

Y allá iba yo, el niño de la casa, encargado de la tarea importante, corriendo a pasar la perilla del uno al dos. A veces incluso al tres.

Cuando llegamos a tener tele el síntoma disparador cambió: la imagen de la pantalla perdía altura, se convertía en una banda horizontal, más delgada cuanto más baja estuviera la tensión. Había que ir bien rápido entonces a regular la perilla.

El fenómeno inverso, cuando la tensión subía, era terrible. El elevador tenía una alarma, una chicharra fuertísima que ponía los pelos de punta y obligaba al emisario (o sea, yo) a redoblar la velocidad.

Me acuerdo de haber pasado ratos mirando el elevador, fantaseando con esa situación límite en que hubiera que poner la perilla en el doce.

No sé qué fue de ese aparato, tendré que preguntar. Me parece que cayó en desuso durante los setenta, cuando los problemas a resolver se hicieron más graves y no sólo para mí. Otras clases de problemas, en que la perilla llegó al doce con frecuencia.

Lettera 22

[1/7/2002]

El teclado de mi primera máquina de escribir, una Lettera 22, tal como se ve hoy:

La tengo desde los 13 años. Creo que fue mi primer acto consciente de escritor: la pedí como regalo para poder escribir más. Mi viejo me enseño a tipear, más o menos. Me acuerdo que me pasaba horas y horas inventando cuentos.

Uno de los más grandes descubrimientos fue que para tachar había que usar la x. No lo hice por mi cuenta, me lo tuvo que decir mi padre; hasta entonces yo tachaba eligiendo letras lo más diferentes que fuera posible de aquellas que quería convertir en ilegibles; por ejemplo, podía tachar la palabra “Hoy” con la palabra “Sin”. Daba más trabajo eso que quitar la hoja y empezar de nuevo.

[1/7/2012]

Encontré la foto grande (click para ampliarla más):

Ritmo de escritura

[24/6/2002]

Cuando escribía a máquina podía empezar una página de una novela cuatro, ocho, dieciséis veces. Ponía el papel en la Olivetti (una Lexicon 80 pesada, llena de metal, admirable), empezaba a tipear, y unas líneas más tarde me daba cuenta de que algo andaba mal. Sacaba el papel, ponía otro y arrancaba de nuevo. Así llegaba al agotamiento o a un éxito relativo. A veces copiaba media página de la versión anterior, para alcanzar el sitio conflictivo con un poco de velocidad y ahí avanzar otras pocas líneas. Era como moverme en un pantano, buscando un camino que tal vez no existiera metido en el barro hasta el ombligo.

Ese sistema horrible me había dado sin embargo un tempo, un ritmo de escritura que extrañé mucho cuando empecé a usar computadora. Porque mientras tipeaba por vigésima vez un párrafo, por adentro pensaba en lo que venía después, las ideas se iban acomodando, tenía tiempo para juntar aire. Con la computadora, de pronto, me encontré con que ese tiempo no existía. Para corregir algo bastaban segundos, no largos minutos. Todo el tiempo usado en escribir era útil, por decirlo de algún modo, y mi cerebro no tenía esos largos intermedios para recargarse.

Por una época lo resolví imprimiendo. Ponía la impresora de matriz de puntos a hacer su siembra ruidosa y mientras tanto pensaba. Después cortaba las hojas del formulario continuo, les sacaba los bordes agujereados, las emparejaba… Para más tarde hacer algunas correcciones que las dejaban completamente inútiles.

No sé cómo se resolvió el conflicto. Pasaron muchos años, en los que no siempre escribí (más bien lo contrario), y ahora todos los ritmos cambiaron. Escribo mucho más rápido que antes. Estoy acostumbrado a subir y bajar por el texto como una araña, tejiendo aquí y allá, modificando palabras, giros, ritmos, acomodando lo anterior a lo nuevo. Ni pienso en imprimir. Y si tengo que retipear algo, por ejemplo debido a un error del sistema, me desespero.

El mayor cambio que noto está en el nivel de sufrimiento. Ahora es nulo, o casi nulo. Escribir resulta profundamente placentero. Antes, lo placentero era haber escrito, más que el acto en sí. Pero no quiero adjudicarle todo a la computadora: creo que otra razón importante para este cambio es que no pretendo, por ahora, escribir una novela. Aunque la tentación empieza a agitarse allá en lo profundo.

Cuando salió Sgt. Pepper

[3/6/2002]

Cuando salió Sgt. Pepper yo tenía trece años. Lo esperaba a mi viejo en la puerta de casa, en Ramos Mejía, todas las noches. Él llegaba a eso de las ocho y media. Y de todas las noches, hubo una en especial en que traía el disco bajo el brazo. Yo lo venía oyendo en “Modart en la noche” cada sábado: conocía por ejemplo los tres golpes de bombo antes del estribillo de Lucy in the sky with diamonds; la parte instrumental con sitar y orquesta de Within you, without you; las gallinas y otros bichos de Good morning, good morning. Pero otra cosa era abrir el paquete, ver esa tapa maravillosa que, además, se abría en una lámina doble, y para colmo traía adentro cosas como un bigote para disfrazarse de miembro de la banda. Música, juguetes, todo. Oh, Dios. Y las letras. Y muy otra cosa era sacar el disco y ponerlo en el Winco para escuchar tambor, sitar, gallinas y todo lo demás en mi propia habitación. Por supuesto, mi padre lo escuchó conmigo, al menos una parte. Le gustó When I’m sixty four, me acuerdo bien. Hubo una discusión con mi madre, me parece, porque yo no quería ir a cenar. No sé cómo terminó.

Mi padre tenía entonces cinco años menos que este “yo” que escribe ahora. Mi madre, siete años menos. Este hecho (ser de algún modo mayor que los propios padres) es uno de los más difíciles de entender en la vida.

Con el tiempo me acostumbré a poner Sgt. Pepper cada vez que me iba a duchar. Me quitaba la ropa, abría la ducha, ponía el disco a todo el volumen que permitía el tocadiscos y empezaba la carrera contra reloj. Llegué a salir antes de que terminara Getting better (“I beat her and kept her apart from the things that she loved”). Me pregunto cuán efectivas habrán sido en realidad esas duchas.

Aquel disco, el original de 1967, estaba rayado en el primer tema del lado uno. Y al final de A day in the life, el surco central no tenía las voces que nos habían mostrado en “Modart en la noche”. Lo vendí siete u ocho años después, en Parque Rivadavia, para cambiarlo por otro más nuevo, sin rayaduras y con esas voces en el final. Ese lo tengo, todavía. Nunca compré el CD de Sgt. Pepper, lo cual quiere decir (caramba) que hace más de diez años que no lo escucho.

Qué sé yo por qué cuento esto ahora. Me acordé anoche, saltando de piedra en piedra a través del río de la memoria, mientras trataba de dormirme. Sobre todo estaba sorprendido del carácter “fotográfico aficionado” de mis recuerdos: tengo imágenes fuertes de ciertas situaciones, nítidas aunque muy parciales y dañadas por el tiempo, torpemente procesadas por un laboratorista sin experiencia; alrededor solamente hay niebla, como la que hoy me esconde los edificios de allá enfrente. Vale la pena explorar esas malas fotos, incluso retocarlas con algún Photoshop interno. Es un ejercicio que tendré que hacer.

Mi primo y yo

[13/5/2002]

Creo que el chiste del cura miope me lo contaba mi primo José Luis, allá en la casa de mi abuela, cuando era su casa y ya no la mía. Yo tenía doce o trece años, él catorce o quince. Oíamos Revolver, de los Beatles, que acababa de salir. Mi primo puso el disco un día y me explicó qué buena era la canción esa de George, la que decía “Let me tell you how it will be, it’s one for you, nineteen for me”.

—Hacen el riff de tres formas distintas —me dijo mi primo, entre otras cosas sorprendentes. Sólo que entonces no se decía riff. No recuerdo cómo lo dijo él.

También me hizo ver de qué manera “I’m only sleeping” parecía que terminaba pero no, no, nada de eso, era como un chiste, seguía soñolientamente hasta que otra vez hacían el mismo truco y uno caía de nuevo como un gil.

Y estaba esa línea de violín, esa escala ascendente en Eleanor Rigby, que para mi primo era “un sueño”, y para mí también.

Lo cuento con la sensación curiosa de que estábamos haciendo historia. No sólo ellos, los cuatro dioses, nosotros también hacíamos historia al oírlos tan frescos, tan nuevitos, tan ignorantes del futuro.

Me llevó muchos años reconocer en ese disco lo mejor de los Beatles. Siempre preferí Sgt. Pepper, del que tuve un ejemplar antes que mi primo.

La humanidad

[18/4/2002]

Me acuerdo de esos relatos de ciencia ficción que leía de chico, donde, por ejemplo, la humanidad decidía finalmente irse a vivir a esas bonitas estaciones espaciales y dejar la Tierra como parque natural para las generaciones futuras.

“La humanidad” venía a ser algo así como yo, mi familia, mis amigos, y tal vez algunos vecinos molestos. Ah, y aquellos tipos raros, en el rincón del fondo, los que hablaban en otro idioma. Que de todos modos siempre estaban de acuerdo con nosotros.

Así todo era tan fácil, y yo lo creía.

[18/4/2012]

A veces, la humanidad decidía emigrar a las estrellas en grandes naves-arca, y en la Tierra solo quedaban unos revoltosos desconformes que de todos modos acababan matándose entre ellos. O si no, la humanidad se autodestruía en una guerra atómica, y solo quedaban los pocos que se habían ido en las naves-arca. O si no, la humandiad decidía abandonar el culto a lo material y urbano para dedicarse a una vida espiritual y bucólica, aunque siempre quedaba una semilla de maldad que más tarde…

El maletín de cuando yo iba a la escuela

[17/4/2002]

En cuanto vi la foto, el olor de aquel maletín me vino descontrolado a la memoria. Era tan intenso que casi dejó de ser virtual: pasé a sentir el maletín en la mano, a punto de poder abrirlo para poner adentro la cartuchera de madera y el cuaderno. Colecciones enteras de recuerdos (como fotos en tres dimensiones y para varios sentidos a la vez) volvieron a llenar espacios que estaban vacíos. Es una punta de ovillo, no sé qué vendrá detrás. Como diría Douglas Wright, me agarró un nostalgiazo bárbaro.

(Gracias a Andrea Zablotsky por mandarme la foto. Ella la recibió por email. Ignoro la fuente, así que no puedo dar el crédito correspondiente. Pero me gustaría mucho conocer su origen. Desde ya, si tengo que sacarla de aquí por cuestiones de copyright, lo voy a hacer.)

[17/4/2012]

Con el tiempo hubo dos comentarios a este post, de personas que reconocieron el maletín. Unos días después me escribió Jorge Varlotta (y lo puse en otro post, el 21 de abril): “¡Yo tuve uno igual! Era una porquería.”

1966

[4/4/2002]

Hace unos días mi hijo de seis años me regaló esta moneda. Desde entonces la llevo en el bolsillo.

A él se la dieron mis viejos. Veinticinco pesos de 1966.

Ese año cumplí los doce. Mientras el frío empañaba las ventanas, mi madre hacía alfajores de maicena para festejar. También terminé la escuela primaria. Era el abanderado y solía desmayarme en los actos, sobre todo la vez que fue Borges a mi escuela, a dar una conferencia interminable sobre no sé qué. Al final de las clases desfilamos por el centro de Ramos Mejía (el link lleva al libro de mi padre sobre la historia de la ciudad).

Onganía empezó su dictadura. Ariel Delgado nos daba las noticias desde Radio Colonia, a bajo volumen.

Los Beatles grabaron Rubber Soul y Revolver. Estábamos acostumbrados a que cada pocas semanas una nueva canción de ellos nos volara la cabeza. A mi viejo le gustaba “Michelle”, por esas palabras en francés que él podía entender. A mí, “Madera noruega”, que no entendía en absoluto pero era tan linda y tenía sitar. Tardé bastante en llegar a Revolver: varios años en que se fue iluminando de a poco lo que los Beatles habían logrado hacer.

Mi perra, a raíz de un agujero en la cerca que la separaba del perro vecino, tuvo seis cachorritos. En una foto aparezco con cuatro de ellos en brazos. Los vi nacer, no me olvido más, metido en la cucha con la madre y su cría. Dos de los cachorritos murieron pronto, y la madre no mucho después. Una hembra se convirtió en la Negrita, mi nueva y duradera perra hasta 1980.

Philip K. Dick publicó The Crack in Space, Now Wait for Last Year y The Unteleported Man; pero yo no tenía idea. Leía los libros de la Colección Nebulae, los que vinieran, y casi no sabía inglés. Por su lado, Cortázar sacó Todos los fuegos el fuego, que al año siguiente me prestaría mi profesora de castellano.

Estaban haciendo Viaje a las estrellas, la serie original, pero todavía no la daban en la Argentina. En tanto, había naves espaciales que orbitaban la Luna, sin televisión en directo. Lo que sí veía en la pantalla en blanco y negro era El capitán Piluso, cada tarde. Me divertía mucho.

Empezaron a fabricar el Torino, que no se podía creer cuando pasaba por la calle. Y también se fabricó el Chevrolet 400 blanco que mi padre compraría unos años después, y con el que iba a aprender a manejar.

Etcétera, etcétera, etcétera.

Y todo esto fue hace tan poco tiempo.

[4/4/2012]

Ah, qué cosa los links…

Pasaron otros diez años, pero es más que ese transcurso. No entiendo bien por qué, pero ahora no me parece que 1966 fue hace poco tiempo. Todo lo contrario. Me parece que pasaron siglos.

No encuentro la foto con los cuatro cachorritos, aunque sé que existía. Acá estoy con dos: