Categoría: 6. Mis libros

Mis amigos de otros mundos

Mi amigo Douglas Wright acaba de hacer algo maravilloso. Rescató Mis amigos de otros mundos, el primero de los once fascículos que hicimos para Página/12 en el verano de 1995, bajo el título general de El laberinto de los juegos, y lo subió entero a su blog. Además, restauró y volvió a colorear una de las páginas. Y se tomó el trabajo de contar la historia con todo cariño y toda precisión. Acá reproduzco el resultado, incluyendo lo que escribió Douglas ahora.

“En el verano de 1995,
Eduardo Abel Gimenez y yo,
Douglas Wright, hicimos
una serie de libros de juegos
—El laberinto de los juegos—
que aparecieron en forma
de suplementos semanales
del diario Página 12.
“Nos divertimos mucho haciéndolos,
y creo que los lectores se divirtieron
mucho jugándolos”.
“Eduardo y yo nos tomamos un gran trabajo
para hacer estos libros.
“Lamentablemente, tanto los de Libros del Quirquincho
como los suplementos de Página 12, salieron muy mal
impresos.
“El color que les había dado yo —a las apuradas— no era
bueno, de todos modos.
“Los originales se perdieron para siempre —“como lágrimas
en la lluvia”, diría el Roy Batty de Blade Runner.
“Hace poco encontré algunos dibujos sueltos con los que,
luego de restaurarlos y colorearlos, estoy recomponiendo
algunas de las páginas de aquellos libros.
“Como esta de “MIS AMIGOS DE OTROS MUNDOS”,
el primero de la serie.
“Supongo que así me hubiera gustado
que quedara entonces”.
¡BIENVENIDO A BORDO! 
Soy explorador de la galaxia y piloto de este libro.
Quiero guiarte por lugares que nunca visitaste, para divertirnos
juntos resolviendo los enigmas que aparezcan durante nuestra
exploración. Antes de partir, necesito tu ayuda para poner la nave
en condiciones. Mis sensores indican que hay 15 animales y
bichos diversos escondidos por aquí. Pretenden viajar con
nosotros como polizones, pero el espacio no es un buen lugar
para ellos. ¿Podés encontrarlos? Cada vez que descubras uno,
rodealo con una marca de lápiz.
[“Equipo de emergencia” era la página con ayudas y pistas para resolver los juegos. Este es el dibujo que corresponde a “¡Bienvenido a bordo!”]
[Y esta es la solución.]
Eduardo Abel Gimenez nació en 1954. Es escritor, músico
y especialista en juegos. Publicó “El fondo del pozo” (novela,
Minotauro, 1985). “Días de fuga de la prisión multiplicada”
(juego de fantasía, Filofalsía, 1989) y “El misterio del planeta
mutante” (novela, Libros del Quirquincho, 1993).

Douglas Wright nació en 1949. Es dibujante y humorista
gráfico. Publicó “Humor libre” (Galerna, 1982) y “Cosa de
locos” (Puntosur, 1986). Colabora en revistas con dibujos
humorísticos y juegos visuales.

Ambos viven en Buenos Aires. Publicaron juntos
“Bichonario. Enciclopedia ilustrada de bichos” (Libros
del Quirquincho, 1991).
“Esta era la presentación de “los autores”
en la versión de “Libros del Quirquincho”.
“Encontré el original (a pluma, hecho con
una lapicera escolar “Trabi”, que me gustaba
usar entonces) y no pude resistirme a darle
color”.
“Por supuesto, Eduardo y yo no éramos así,
exactamente, salvo que, en esa época,
Eduardo usaba anteojos (y ahora los uso yo);
Eduardo fumaba bastante y yo, por temporadas
(ahora ninguno de los dos fuma); los dos teníamos
cabelleras tupidas (ahora, sólo él…); y cosas así.
“Estamos vestidos de “exploradores de otros mundos”,
de acuerdo con el tema del libro, y explorar otros mundos, 
eso sí, es algo que siempre continuamos haciendo”.
[Ahora, el fascículo completo, escaneado de un ejemplar impreso y retocado por Douglas.

¡Click en cada imagen para verla más grande!]

¡Qué bueno, Douglas! ¡Gracias por esto y por tantas cosas más!

Vania y los planetas – Primer capítulo

Este es el primer capítulo de mi novela Vania y los planetas (Edelvives, 2014; ilustraciones de Fernando Calvi; editora, Natalia Méndez). El libro recibió el premio Destacado de ALIJA en la categoría novela infantil. Datos y reseñas: en la página de la editorialen el blog de Juan Pablo Luppien Canal Lector; en Goodreads; en Leer x leer.

 

Los padres de Vania trabajan de descubrir planetas.
Vania es mi vecina. La ventana de su cuarto queda frente a la ventana del mío, al otro lado de un precipicio. Son cinco metros de distancia, y en el medio siete pisos de caída hasta el patio de la planta baja.
Por eso, por las ventanas, nos conocemos.
*
El departamento de Vania estuvo vacío mucho tiempo, la persiana siempre cerrada: un ojo ciego. Yo miraba esa ventana y la sentía destinada a cosas importantes. Pero no sabía cuáles. Mientras, jugaba a que ahí estaba el laboratorio de un científico loco, o que crecían las larvas de una especie extraterrestre que venía a conquistar el planeta.
Jugaba solo, porque la ventana no hacía nada. Cuando el científico creaba el elixir de la inmortalidad, las tablillas despintadas me devolvían una luz triste. Aunque las larvas se convertieran en avispas gigantes y planearan usar la ventana como puerta para invadir el mundo, el marco de metal negro, angosto, no alcanzaba ni para sostener a las palomas.
Pero un un día las cosas se dieron vuelta. Alguien levantó la persiana. Mis personajes inventados escaparon a la nada, y con la mente en blanco vi que una chica de mi edad abría el vidrio y apartaba la cortina apenas lo suficiente para pasar la cabeza.
El cambio era tan grande que el piso hizo olas bajo mis pies.
Con la pera apoyada en el marco, la nueva vecina miraba hacia abajo. Tenía puesto un gorro de lana. Bajo el gorro, el pelo le caía por los lados de la cabeza y colgaba en el borde del precipicio. De la cara solo podía verle las cejas y la nariz. Mientras yo estudiaba esa aparición incompleta, ella sacó una mano con un espejito y jugó a reflejar el sol. Era por la tarde, así que el sol daba para su lado.
Yo estaba escondido detras de mi propio vidrio y mi cortina: si ella miraba hacia mí no podría verme. Confiado, armé un largavista con los puños y espié con el ojo izquierdo por el tubo redondo y estrecho. Dio resultado: al fijar la visión pude distinguir los colores del gorro, amarillo, gris, violeta, en círculos crecientes. Ella levantó un poco la cabeza, y le vi los ojos, puntos oscuros en el centro del largavista, y la boca, fruncida en un gesto de concentración.
Otro movimiento, y ahora miraba directamente hacia mí. Deshice el largavista, y en ese momento, con un gesto de la mano que maniobraba el espejito, lanzó un rayo de sol en mi dirección.
Lo esquivé justo.
Fue puro accidente, o pura maldad de la luz, no que ella me hubiera visto: el rayo siguió cambiando de rumbo. Igual salí corriendo y, por ese día, no la espié más.
*
Durante los días siguientes volví a verla muchas veces en la misma posición. Si no jugaba con el espejo, apoyaba la cara en las manos, balanceaba la cabeza y movía los labios como cantando.
En eso consistía mi vecina nueva: una cabeza, a veces una mano. El resto del cuerpo quedaba bajo el marco de la ventana.
La cortina blanca, opaca, me ocultaba el interior de su cuarto.
Quería darme a conocer de alguna forma, pero no sabía cómo. Asomarme yo también y decirle algo estaba fuera de cuestión, porque no me atrevía.
El método que se me ocurrió, de acuerdo con mi estilo, era dejar una señal de mi existencia cuando ella no mirara, y escapar. Por ejemplo, pensé en disparar una flecha con una ventosa en la punta y una nota enrollada en la parte de atrás, de manera que se pegara al vidrio de su ventana. Fabricar la flecha era fácil, con un palito de percha, una ventosa de las que vienen con un gancho y se ponen en la pared, y algún alambre. El arco, o algún otro sistema de propulsión, tampoco iba a resultar complicado. El problema era si le erraba al blanco, o si, aun acertando, la flecha se despegaba. Entonces caería por el precipicio, al territorio de los monstruos de la planta baja, y quién sabe de qué serían capaces tras leer mi nota.
Necesitaba algo más seguro, y entre eso y la ansiedad terminé optando por una solución muy por debajo de mis posibilidades. Escribí un “hola” enorme en una hoja de papel, con colores y dibujos, pensando en pegarlo a la ventana para que ella, la próxima vez que se asomara, pudiera verlo.
El momento del pegado requería que la destinataria estuviera ausente. Espié. Por desgracia, justo en ese momento la vecina nueva estaba ahí, espejito en mano. Dejé el papel sobre el escritorio, boca abajo, y me senté a esperar.
No sé cuánto es mucho tiempo, tal vez un minuto, pero eso, mucho tiempo, es lo que pasó. Todo seguía igual.
Levanté el papel para volver a mirarlo, y ahora no me gustó. Lo rompí en pedazos chiquitos, fui a la cocina y lo tiré a la basura, escarbando un poco en el tacho para que no se viera.
*
Esta situación habrá durado una semana, durante la cual no encontré el modo de hacer notar mi existencia.
Hasta que una tarde pasé junto a la ventana como siempre, sin darme cuenta de que alguien, papá seguramente, la había dejado abierta: el vidrio, pero también la cortina. La nueva vecina, la Vania de quien aún no sabía el nombre, jugaba con el espejito, y en el momento mismo en que yo pasaba lo movió de la manera que tarde o temprano tenía que ser.
La luz me dio directamente en los ojos.
Hola —dijo ella. O más bien gritó, porque el ruido de la calle era bastante fuerte.
Primero me asusté. Después sentí alivio: la paz de ya no tener que esconderme ni tomar decisiones.
Me asomé yo también. Era invierno, pero el frío no me importó. Ella guardó el espejito y con las manos formó un altavoz alrededor de la boca.
Tengo un secreto —dijo con una especie de susurro gritado.
Giré la cabeza a un lado, hice pantalla con la mano en la oreja.
¿Qué? —pregunté: el “qué” que uno usa cuando entendió pero no entendió. ¿Dijo que tiene un secreto? ¿Pero qué secreto? ¿Pero cómo un secreto?
No contestó. Con un gesto me pidió que esperara y se fue de la ventana. Quedó solo la cortina. Esperé. Se asomó otra vez para hacer otro gesto: un momento más. Cortina. Seguí esperando.
Me llené de aire helado, me vacié, volví a llenarme, y la cortina se abrió del todo, revelando la pared blanca y vacía que había detrás. La vecina apareció con dos latas como de duraznos, una en cada mano.
¡Abrí la ventana todo lo que puedas! —gritó.
Le hice caso. Ante algo así uno siempre hace caso, no es cuestión de pensar. Y después miré hacia atrás, para comprobar qué vería ella de mi cuarto: el placard, claro, las tres puertas, y una de las puertas abierta para descubrir el cajón de los calzoncillos…
El ruido, el ruido a golpe, me asustó. Me tiré sobre la cama y me tapé la cabeza con la almohada. La vecina gritaba algo, pero no entendí. Asomé un ojo.
La lata había golpeado contra el marco de la ventana, donde había dejado una marca, pero había logrado entrar. Colgaba de un hilo, a mitad de camino entre la ventana y el piso. Era de duraznos, sí. Le faltaba la tapa. Estaba vacía.
Me levanté. El hilo trazaba una curva en el aire hasta la otra ventana. Allá enfrente, la vecina (que muy pronto, en dos minutos, sería Vania) se apoyó la otra lata en la oreja y la señaló con la mano libre.
¿Flechas con ventosa? ¿Letreros pintarrajeados? Cosas sin valor. Esto, en cambio, era una maravilla de la ciencia y la técnica. Un aporte a mis conocimientos que en el futuro, seguramente, iba a aprovechar.
Extasiado por la forma que la vecina elegía para comunicarse conmigo, agarré mi lata y también me la puse en la oreja. Ella de un lado, yo del otro, tiramos hasta que el hilo quedó tenso.
Para entonces había dejado de hacer frío.
Ella se llevó la lata a la boca.
El ruido de la calle disminuyó, o dejó de ser importante. Tal vez la calle se fue más lejos. De lata a lata, a través del hilo, oí la respiración de ella, a punto de ser Vania, que llenaba los pulmones para hablar, para decir algo importante. No fue más que un susurro, ya no gritado, un aleteo del aire, porque me hablaba al oído:
Mis padres trabajan de descubrir planetas —dijo.
Traté de no dejarme impresionar. O de que no se me notara. Papá trabaja en un banco. Mamá trabaja de cuidar a la abuela. Son también trabajos importantes.
Fue mi turno de susurrarle a la lata.
¡Qué bueno! ¿Te llevan con ellos?
Claro. No me van a dejar sola.
¿Y la escuela? ¿Cómo hacés?
No voy a la escuela. Me enseñan mis padres.
Después nos dijimos nuestros nombres, y alcanzó para hacernos amigos.
*
Eso fue hace unos días. Aguanté bien. Pero ahora, esta noche, no puedo más. Aprovecho que mamá dejó sola a la abuela para esperar a papá, y le cuento el secreto. Sé que está mal, pero necesito decírselo.
Estamos en la cocina. Mamá se levanta de la mesa, lleva un vaso sucio a la pileta y, mientras me da la espalda, pregunta:
¿Te lo dijo Vania?
Ya sabe su nombre, ya la conoce. Ya nos tocó viajar con ella en el ascensor, aunque todavía no vino a visitarme.
Sí —contesto—, pero es un secreto. Prometeme que no le vas a contar a nadie.
Prometido —dice mamá.
Espero que se dé vuelta, pero no. Enjuaga el vaso, lo vuelve a enjuagar, lo sigue enjuagando.
¿Vos sabés algo de descubrir planetas? —pregunto.
Ahora sí me mira y hace un gesto de que no.
¿Y cómo voy a saber, yo?

 

En la puerta de entrada suena la llave de papá, que llega del trabajo. No hablamos más. Es hora de ponerme a cocinar.

Book trailer para Mis días con el dragón

Hace unos días fui a charlar con los chicos de cuarto grado (A, B y C) de la NEA2000, en mi barrio de Belgrano. Es el tercer año que voy, y como siempre lo pasé muy bien. Siempre tienen una buena sorpresa para darme, y esta vez no fue menor: los chicos hicieron un book trailer para Mis días con el dragón, el libro que leyeron. ¡Mi primer book trailer! Muchas gracias a todos. Aquí lo comparto. (Ningún dragón fue herido en la realización de este video.)

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=lp_vs6GTIaY]

Premio Fundación Cuatrogatos 2014 para Monstruos por el borde del mundo

La Fundación Cuatrogatos anunció los libros ganadores del Premio 2014. Son 20, entre los que aparecen obras de María Teresa Andruetto y María Wernicke, y también mi novela Monstruos por el borde del mundo (Buenos Aires, Edelvives, 2012).

La justificación del premio para Monstruos dice:

“Narrativa con muchas capas y multiplicidad de lecturas, que se aventura por caminos novedosos en la ciencia ficción iberoamericana. Sugestivo contrapunteo fantástico en el que dos universos (¿la realidad cotidiana y la virtual?) se entrelazan a través de los sueños, y que apuesta por una historia de amor entre jóvenes. El autor despliega ante sus lectores-cómplices una variedad de elementos narrativos y les permite (y reclama) organizar esas piezas de distintas maneras. Un hermoso recordatorio de la infinitud del universo y del conocimiento.”

Sobre el premio:

“El principal objetivo de esta distinción es contribuir a destacar los valores de las obras premiadas, para que lleguen, durante este año 2014, al mayor número posible de hogares, escuelas, bibliotecas y otros espacios donde se propicie el encuentro de los jóvenes lectores con obras de calidad. También es un reconocimiento a los escritores, ilustradores, diseñadores gráficos y editores dedicados a la producción de libros para la infancia y la juventud.”

¡Gracias!

Monstruos por el borde del mundo

Mi segundo libro en Edelvives (el otro es La Ciudad de las Nubes). ¡Gracias a Natalia Méndez, editora!

Con un click se puede ver más grande. Dice la contratapa:

“La gente del Cono sueña con monstruos. Al día siguiente, los monstruos soñados se hacen realidad. Entonces, todos van a cazarlos y los arrojan por el borde de su mundo. Pero hay un joven que sueña con Carmen, y Carmen no es un monstruo. ¿Cómo podrá convencer a los demás?

“Una novela de ciencia ficción sobre un pueblo que debe poner en duda lo conocido hasta el momento y, al mismo tiempo, la historia de cualquier joven que se convierte en adulto.”

Es reedición. La primera edición salió en 1996, publicada por Alfaguara (fue la editora Graciela Pérez Aguilar; la ilustración, de Fernando Molinari):

En la nueva edición el texto está revisado, con cambios menores y la corrección excelente de Cecilia Espósito.

Acá van las primeras páginas de la novela. El texto puede ser (un poco) diferente del que aparece en el libro, porque está tomado de mi original y no de la versión publicada.

1. Sueños

Cuando los demás sueñan con monstruos, yo sueño con Carmen. Ellos sudan, se agitan en la cama, mueven los ojos bajo los párpados cerrados, abren y cierran la boca, mientras yo respiro con suavidad, sonrío y apenas si aprieto las manos contra el pecho.
Mi hermano Gardi, por ejemplo, tiene sueños terribles. Casi siempre es un sampión, enorme y desaforado, que se le viene encima. Gardi salta, se protege la cara con los brazos, me despierta a los gritos. Calmarlo va contra las reglas: si Gardi no termina su sueño, mal podrá contarnos dónde está el sampión, y no conseguiremos librarnos de él.
En cambio, yo sueño con Carmen. No me da miedo mientras sueño. El miedo viene después, al despertarme, cuando pienso en el momento en que me pregunten si soñé con algún monstruo y yo conteste que no, que otra vez soñé con Carmen, y se enojen conmigo.

2. Libros

Laszlo, el bibliotecario, dice que Carmen no figura en los libros. Se cansó de buscarla, dice, por orden alfabético, por especie, por hábitos, por tamaño, y nada. Carmen no existe, al menos en letra impresa.
La biblioteca es la casa más visitada del Cono. Adentro está la explicación para casi todos los sueños, para todos menos mis sueños con Carmen. Los habitantes del Cono soñamos bastante seguido, y día tras día vamos a ver a Laszlo.
¿Qué tenemos hoy? —pregunta Laszlo.
Un milojos —contesta uno de los visitantes.
¿Otra vez?
El visitante alza los hombros.
No es mi culpa —contesta.
Laszlo se pone de pie, alzando más de dos metros de cuerpo delgado: la altura suficiente para llegar a los estantes más altos. Sin dudar, estira el brazo y saca uno de los miles de libros iguales, sin inscripciones en el lomo, que tapizan las paredes. Y sin dudar lo abre en una página que le muestra al visitante.
¿Era así?
Sí —dice el visitante—. Más o menos así.
Rutina, casi siempre. Laszlo es viejo, tiene el pelo blanco por vivir encerrado y los ojos pequeños de tanto leer: ha tenido tiempo para aprenderlo todo. Conoce de memoria la mayoría de los monstruos que sueña la gente, sobre todo porque la gente no acostumbra descubrir cosas nuevas. Se aburre nuestro bibliotecario, gastando una y otra vez la página ciento diez de su libro ciento treinta, la página veintiocho de su libro cuarenta y tres, la página setecientos de su libro quince mil.
Hasta que llego yo. En cuanto asomo la cabeza por la puerta, Laszlo se pone furioso. Los ojos se le hacen más pequeños todavía, las cejas pasan al frente como pelotones de choque.
¿Otra vez?
Su pregunta favorita. Muevo la cabeza de arriba abajo para decirle que sí, evitando mirarlo a la cara. Es su puño el que me llama la atención, mientras se eleva en el aire y lanza un dedo índice arrugado y tembloroso en dirección a la salida.
A perder el tiempo en otra parte, entonces.
Sigo las instrucciones del índice. A la calle. Y así dos o tres veces por semana.
Que Laszlo no encuentre a Carmen en los libros es malo. Pero peor sería que la encontrara: no soporto la idea de verme formando parte de la expedición destinada a perseguirla, asediarla, capturarla. No puedo imaginarme ayudando a tirar a Carmen por el borde del mundo.

3. Milojos

El milojos es uno de los monstruos más frecuentes en el Cono. Más alto que Laszlo, y mucho más ancho, se parece a una montaña de basura salpicada de ojos. Latas viejas, papel, cáscaras de naranja, botellas, huesos de pollo, y entre todo eso una colección de pupilas de colores brillantes.
Mientras el milojos avanza rodando sobre sí mismo, cada ojo parpadea dos veces, mira fijo y se sumerge en el interior de la basura, para aparecer en cualquier otra parte sin previo aviso. Redondo, inquieto, hace un rápido escrutinio del mundo y se esconde otra vez. Es imposible contar cuántos ojos hay, porque nunca es la misma cantidad, pero mil es un número razonable.
A primera vista el milojos no da la impresión de ser dañino. Apenas si despide mal olor. Sin embargo algunos de sus ojos, los más verdes, tienen la habilidad de hipnotizar a los animales. El milojos, rodando como el contenido de una gran bolsa de basura que se da vuelta, se acerca a las vacas y a los cometroncos, los mira fijo y se acabó: nos quedamos sin ganado.
Los cometroncos caen más rápido. Guardan las pinzas dentro de la boca, bajan la cabeza hasta el piso y se meten andando en el interior del milojos, que para entonces ha abierto un túnel de la medida exacta en medio de su cuerpo. Las vacas resisten lo bastante como para mugir dos veces, pero hay que ver lo felices que parecen cuando un segundo más tarde se han olvidado del pasto y van a colaborar, desde adentro, con la digestión del hipnotizador.

4. Carmen

Carmen, en cambio, tiene exactamente dos ojos. Y, que yo sepa, solo me hipnotiza a mí. Está sentada en una silla muy alta, frente a un tablero de dibujo. Inclina la cabeza hacia un lado, hasta apoyarla en la mano izquierda; el codo descansa en el tablero. El pelo le cae por un lado de la cara, balanceándose hacia adelante y hacia atrás al compás de ritmos internos. Se ha puesto un pantalón azul muy ajustado y una blusa negra muy amplia: la clase de ropa que usa siempre.
Alrededor de Carmen hay paredes cubiertas de láminas que representan laberintos. Carmen los llama “circuitos electrónicos”. Los circuitos me recuerdan algo que vi en el Cono, pero no sé qué. A veces, al otro lado de una puerta cerrada hay ruido de pasos. Carmen se pone nerviosa.
Mi jefe no sabe que estás aquí —dice en voz baja.
Carmen no me ve, solo me oye. Yo, en cambio, puedo verla desde muchos ángulos diferentes: estoy un poco en todas partes, a su alrededor, en el tablero, bajo sus pies, junto a una lámina de la pared. Es lógico, porque yo estoy soñando, y ella no. Si no estuviera soñando me sería muy difícil soportar tantas perspectivas a la vez. Pero en los sueños uno logra cosas imposibles.
El tablero es en realidad la pantalla de una computadora, donde ella dibuja con los dedos. Hay reglas horizontales, verticales, números y figuras geométricas. Con el pasar de los sueños, Carmen me ha ido explicando cómo funciona, y si yo tuviera dedos cuando sueño podría dibujar como ella.

5. Mundos

Escribo “computadora” y no me doy cuenta. No hay computadoras en el Cono: son parte de lo que aprendí gracias a Carmen.
La verdad es que no hay demasiadas cosas en el Cono. Y hasta hace unos meses, cuando empecé a soñar con Carmen, el Cono era para mí todo lo que existía. Aun lo sigue siendo para el resto de la gente que vive aquí. Ahora sé que hay otros mundos, más anchos y más llenos de cosas que el nuestro. Lo sé porque Carmen lo sabe, aunque solo he visto una habitación cerrada en el mundo de ella. Tal vez un día me los muestre.
El Cono tiene diez kilómetros de diámetro. El centro es donde vivimos todos, doscientas personas más los perros. Hay plaza, biblioteca, calles, casas, árboles. El Río corta el pueblo por el medio, en su camino de Este a Oeste, de las tierras altas al borde; lo atraviesan cinco puentes, aunque los más ágiles podemos cruzarlo de un salto.
Alrededor del pueblo están los campos para el ganado y los cultivos. Allí trabajan mis padres y mi hermano Gardi, con los cometroncos. Yo, en cambio, paso la mañana en el periódico, ayudando a registrar lo que ocurre y a publicarlo para que todos conserven el recuerdo de sus propias vidas.
Cuanto más lejos del pueblo, más árido el suelo. Las tierras altas, al Este, están tapizadas de rocas que se apoyan unas en otras formando centenares de cavernas. En las cavernas de las tierras altas aparece la mayoría de los monstruos. Al otro lado, el desierto del Oeste es una región dividida en dos por el valle verde del Río.
No hay mucho más. Llegando al borde empieza a ralear el pasto, se acaban los árboles, y es difícil vernos por allí a menos que estemos arreando algún monstruo.
El borde es el fin del mundo. La tierra cae a pique hacia el vacío de abajo, hasta donde ya no se ve nada. No nos asomamos. Oímos el último grito de los monstruos que gritan, el último rugido de los que rugen, y a otra cosa. Que sepamos, el precipicio no tiene fondo.
¿Por qué lo llaman “Cono”? —pregunta Carmen, mientras sueño con ella.
No sé —contesto—. Nunca lo pensé.
Por lo que me contaste, la superficie no tiene forma de cono.
Es llana. Casi llana. Las tierras altas están un poco más arriba, pero apenas.
Qué raro. —Carmen apoya la nariz en el segundo nudillo del dedo índice, pensando. —Algún motivo debe haber para que tenga ese nombre.
¿Y por qué tu mundo se llama “Tierra”?
Carmen sonríe.
Supongo que por extensión. —Baja la mano y arruga la boca, preparando las palabras. —Primero se habrá llamado “tierra”, con minúscula, al sitio que pisan nuestros pies. Luego se habrá visto que hay muchas tierras, pero todas forman un único planeta, y a ese planeta también se lo llamó Tierra, “la Tierra”, con mayúscula. —Vuelta a sonreir. —Estoy inventando —aclara Carmen—. No te puedo asegurar que sea así.

6. Tierra

Me gusta su imaginación. Y me desconcierta. Si a ella le cuesta creerme cuando le hablo del Cono, para mí la cosa es peor: yo llego a dudar que alguna vez hable en serio, que existan la Tierra y sus pobladores, que todo su mundo sea más que otro sueño dentro del sueño.
La Tierra, según Carmen, es una esfera. La gente vive en la superficie, a todo lo largo y a lo ancho de la esfera, arriba y abajo. Y sin caerse. Dice Carmen que la propia esfera los agarra y no los deja caer.
Al parecer, casi todos los terráqueos están convencidos de eso. Pero no pueden tener una idea tan clara de su mundo como nosotros del nuestro, porque la Tierra es mucho más grande que el Cono. Cuántas veces más grande no lo sé; Carmen me lo dijo durante un sueño, pero se habrá confundido, porque era un número inmenso.
Aquí los sueños no son verdaderos —me explica Carmen, hablando de la Tierra—. Algunos sí, a veces, pero la mayoría son inventos.
Ojalá fuera igual en el Cono.

7. Táctica

Es que los monstruos nos dan mucho trabajo. Cada uno requiere una táctica especial, armas cuidadosamente elegidas y la participación de personas que sepan.
Con el milojos usamos espejos y al oculista del pueblo. El oculista se pone a la menor distancia del monstruo que la prudencia permite, y lo observa con detenimiento.
Ese —grita de pronto, cuando un ojo adecuado a nuestros fines surge en una parte visible.
Entonces enfocamos un espejo, de manera que el ojo se vea a sí mismo. Esto lleva al milojos a avanzar unos pocos centímetros en dirección al espejo.
Ese también —grita el oculista.
El segundo espejo aparece en escena: otro pequeño avance. Así seguimos largo rato, mientras el oculista hace gala de unos conocimientos que al resto nos están negados. Para nosotros todos los ojos son iguales, incluso los verdes.
Es importante no dejarse hipnotizar. Hay que hacer que el milojos quede en el borde de la visión, ahí donde las cosas son más parecidas a sombras, y en ningún caso, por ningún motivo, mirarlo fijo. Quien mira fijo a un milojos queda atrapado: abre las manos, suelta el espejo y empieza a caminar hacia la boca sucia y abierta del monstruo. Los demás tenemos que ayudarlo, tirándolo al suelo, poniéndole una venda en los ojos y echándonos encima para que no se mueva. En tanto, el milojos aprovecha para dar media vuelta e irse en busca de un par de cometroncos, su plato favorito. El hipnotizado tardará días en recuperarse, mientras cuenta historias curiosas sobre el mundo del milojos y su alma cristalina; nos reiríamos si no fuera tan triste.
Pero quienes nos dedicamos a cazarlo tenemos experiencia, y no nos dejamos vencer tan fácilmente por la tentación de mirar al monstruo. Pronto, siguiendo las indicaciones del oculista, conseguimos que el milojos se mueva más rápido, extasiado por su propia imagen que se reparte en los espejos, sin darse cuenta de cuán cerca del borde se encuentra. Los últimos espejos son los más difíciles de enfocar, porque hay que situarse junto al precipicio y estirar la mano en el ángulo exacto.
Hay un instante tenso, cuando alguien levanta el espejo final y todo parece detenerse por varios segundos. El milojos hace aparecer un último ojo vencido: al fin comprende lo que sucede, pero nos concede la victoria porque nuestro esfuerzo la merece. Las cáscaras de naranja, los huesos de pollo, los papeles viejos ruedan un milímetro, una décima de milímetro, lo necesario para romper el equilibrio. Todos los ojos se esconden a la vez, mientras nosotros respiramos hondo. El milojos emprende la caída que no va a terminar nunca.
Se oyen los suspiros, porque el milojos no grita ni ruge y todo ha ocurrido en silencio. Nos vamos caminando lentamente rumbo al próximo monstruo soñado.

Hablando del Bichonario en Cablín, 4/1/92

En 1992 Laura Leibiker nos entrevistó a Douglas Wright y a mí en Cablín, el canal infantil de VCC. El tema era el Bichonario, que acababa de salir publicado por Libros del Quirquincho. Las entrevistas de Cablín se emitían en varios fragmentos que se insertaban entre los programas del canal (series, dibujos animados).

Acá está la entrevista completa, sin los cortes. Son 54 minutos. Los primeros dos o tres nos muestran a todos un poco nerviosos, pero luego la cosa va tomando vuelo, y poco a poco se convierte en un festival de bichos, un ping pong de chistes, en el que todos nos divertimos mucho. Se oyen las risas de los técnicos y productores fuera de cámara.

[youtube https://www.youtube.com/watch?v=pReDMA_yeNM?rel=0]

Aquel Bichonario no se reeditó. Ahora está la nueva versión publicada por Cántaro.

Premios Nacionales 2012: Mención para La Ciudad de las Nubes

Mi libro de cuentos La Ciudad de las Nubes (Edelvives, Buenos Aires, 2011) recibió una mención en los Premios Nacionales 2012, rubro Literatura Infantil. Gracias gracias gracias: a quienes reinstauraron los premios tras años de ausencia; al jurado (¡qué lista de nombres!); a Laura Giussani, editora del libro; y, claro, a los amigos.

El primer premio fue para Pablo De Santis, por su libro El juego del laberinto. ¡Felicitaciones para Pablo y todos los ganadores!

En el sitio de la Secretaría de Cultura está la información completa: la lista de ganadores en todos los rubros, los miembros de cada jurado (¡el de literatura infantil fue un lujo, hay que ver los nombres!), los detalles de la ceremonia de entrega, etc. También hay una galería de fotos en Flickr, de donde reproduzco el momento en que recibí mi diploma de la Subsecretaria de Cultura, Marcela Cardillo:

Hablando de amigos: en esta foto están, de izquierda a derecha, Natalia Méndez, Luis Pescetti (tratando de esconderse), Violeta Noetinger, Verónica Sukaczer (que recibió el Segundo Premio) y Verónica Chamorro. (Foto por Carina Sukaczer.)

Y claro, la tapa del libro:

La nueva edición del Bichonario

Acá está. Lo tengo. Se consigue en librerías. ¡Alegría!

Bichonario. Enciclopedia ilustrada de bichos. 
Textos e imágenes: Eduardo Abel Gimenez y Douglas Wright.

San Isidro, Cántaro, 2012. Colección Hora de Lectura.

Gracias a Laura Giussani, Coordinadora del Área de Literatura de Macmillan, y a Karina Echevarría, Editora de la colección, que hizo un trabajo enorme y espléndido.

El Bichonario en Cántaro

Ya está saliendo. Pronto habrá más novedades.

Maqueta de “Mis días con el dragón”

El lunes pasado estuve en el Instituto Sáenz, de Lomas de Zamora, donde más de sesenta chicos, con sus maestras, leyeron mi libro Mis días con el dragón. Me recibieron muy bien, me hicieron muchas preguntas, me dieron dos carpetas con sus dibujos del dragón, me invitaron con café y masitas. Una fiesta.

Pero hubo algo más, inesperado. Una familia, por propia iniciativa, hizo esta maqueta. Y no solo eso: me la regalaron.

Tiene unos 55 cm de ancho. Está hecha de telgopor, palitos de helado, papeles, tela…

Incluye una planta auténtica, con su maceta…

Una biblioteca…

Está el narrador (¿o el autor?) leyendo…

… mientras el dragón escucha atentamente.

Una joya. Una sorpresa. Y ni siquiera sé el nombre de quienes dedicaron tanta creatividad (y trabajo) para que yo tuviera el placer de traer este objeto único a mi casa.

Estoy muy agradecido a todos. A quienes hicieron la maqueta. A los chicos que leyeron el libro, a las maestras que los guiaron y acompañaron, a la escuela que me invitó y me trató tan bien. Y también a Daniel Lopes, de Crecer Creando, que tuvo la paciencia de llevarme, estar, traerme, y conversar en el camino.