El afiche de la foto es una partitura que imita el aspecto de la catedral de Colonia (Alemania), obra de Geoffry Wharton. Lo tengo colgado de la pared, detrás de mí. El monitor reflejado muestra un aspecto de GMail, que tal vez sea el dios al que todo esto hace referencia.
Categoría: Y etcétera
Ahora es cuando empiezo a escribir esa novela de mil páginas que tantas veces soñé, ahora que no tengo la menor idea del contenido, que no se me ocurre nada, que estoy cansado de los intentos que hice sin resultado. Ahora es cuando el primer capítulo toma forma, y usando técnicas que nunca me dieron resultado avanzo diez páginas diarias, veinte, y sin distraerme con nada soy como un rompehielos y antes de decir basta me encuentro poniendo el punto final, dejando que otros revisen los errores, las frases torpes, las repeticiones. Ahora es cuando de esa forma me quito un enorme peso de encima, un deber de la vida, y me dedico por fin a pensar en otra cosa.
Aquí abajo está la segunda dosis de cuentos muy cortos. Pertenecen al primer año del weblog, a partir de febrero de 2002, y fueron apareciendo aquí a medida que los escribía. Como con el primer grupo, armé un solo post para que estén juntos y poder poner un link en la columna de la derecha.
Sale el sol una vez cada veinticinco años. Brilla un minuto y se va. Medio enceguecidos, se quedan todos discutiendo sobre lo que vieron o lo que les quemó los ojos. La discusión declina (o crece en profundidad, según el punto de vista) durante los siguientes doce años y medio. Luego empieza la cuesta ascendente de otros doce años y medio, hacia el próximo destello: que las leyendas, que las teorías, que antes era distinto, que ahora será distinto, que alguien lo va a fotografiar, que alguien ya lo ha fotografiado, que todo es falso, que no me va a volver a pasar lo mismo.
2
El primer aviso decía: “Con calma que hay tiempo.”
El segundo aviso decía: “Ahora a paso normal.”
El último aviso decía: “Por tu culpa llegamos tarde.”
3
Camina sin pisar las rayas. Cruza las calles en línea recta. Se sienta con las manos en las rodillas. Se guarda la basura en los bolsillos. Pide perdón. Pide permiso. Da todos los vueltos. Habla en voz baja. Se acuesta temprano. Tiene documentos. Cierra la puerta cuando va al baño. Cae con gripe una vez por año. Usa edulcorante. Mira las chicas de reojo. Mira libros usados, pero compra nuevos. Usa zapatos. Usa medias. Se afeita. Dejó de fumar. Conoce los nombres de muchos vicios. Puede leer en inglés. Mira televisión. Viajó una vez. Se casó dos veces. Olvida los sueños. Olvidó los sueños. Cierra las cortinas antes de desnudarse. Lleva monedas para el colectivo. Guarda los boletos capicúas. Se ducha. Se corta las uñas. Usa desodorante en aerosol. Silba cuando nadie oye. Habla por teléfono con voz gruesa. Se ríe con todos los chistes. Lee el diario. Llora cuando va al cine. Le gusta el rock. Le gustan las milanesas a la napolitana. Le gusta la primavera. Tiene vergüenza. Va al gimnasio tres veces por semana, dos semanas por año. Le gusta que se acuerden de él. Tiene dos hijos. Los quiere. Tiene cinco dedos en cada mano. Tiene un ombligo que nadie más ve. Tiene poco pelo. Tiene dos peines, uno de ellos en el bolsillo. Tiene un manojo de llaves. Se muere.
4
Cada día acomoda las macetas del balcón en distinto orden. Desde la ventana de enfrente, sin ser visto, hago un croquis con cada nueva distribución.
Un día, furioso, la llamo por teléfono (ella no sabe que tengo su número, no me conoce).
—Te repetiste —digo con voz tensa.
Al otro lado hay un silencio largo. Finalmente, suspira.
—Idiota —responde—. Ahora tengo que cambiar el código.
5
Si tuviera que abrir esa puerta empezaría golpeando para saber si alguien responde, y ante el silencio seguiría apoyando la mano en el picaporte, girándolo con suavidad y empujando hasta que el barniz, que debe estar pegado luego de tanto tiempo, se desprenda y permita que el panel de madera barata, un poco arqueado por la humedad, empiece a revelar el aire estancado del interior, muy lentamente porque puede haber cosas que se despierten o, peor aún, que no se despierten, y cuando las bisagras hayan chirriando lo suficiente trataría de distinguir algo al otro lado, en la oscuridad, antes de que algo me distinga a mí en la luz. Pero nada de esto es necesario, porque me permiten seguir de largo.
6
Cada día hay montañas nuevas. Uno se levanta, abre la ventana y ahí están, relucientes, con un copo de nieve recién caída en la cima, siempre distintas de las montañas del día anterior.
Muy bonito.
El problema es de noche, cuando caen las montañas viejas, cuando se mueven las rocas y la construcción avanza a gran velocidad, justo a la hora en que uno trata de dormir, con todo ese ruido.
7
Como le dio frío, prendió la estufa. Como le dio calor, prendió el aire acondicionado. Como le dio frío, se puso un pulóver. Como le dio calor, abrió la ventana. Como le dio frío, se tomó un cognac. Como le dio calor, se mudó al otro hemisferio. Como le dio frío, corrió un rato. Como le dio calor, se dio una ducha helada. Como le dio frío, hibernó.
8
En ese país el gobierno anuncia cada madrugada qué día de la semana será. Uno se levanta si saber si empezará un lunes o un sábado, un viernes o un domingo. Están quienes piden semanas normales, y están quienes prefieren la espontaneidad. Están quienes apoyan la función del gobierno, y están quienes quieren que el pueblo tome las decisiones. Está quien pone siempre el despertador, por las dudas, y está quien no lo pone nunca.
9
La luna llena gira con rapidez y muestra su lado oculto a quienes tienen la suerte de estar observando. A mí me entra una basurita en el ojo: tengo que bajar la cabeza para frotármelo. Cuando vuelvo a mirar el fenómeno ha terminado, la luna es la que siempre fue y la que siempre seguirá siendo.
10
Había una sola luz, allá lejos, más o menos en la dirección de la que venía el viento. Lo demás era negro. Se oía el mar y también el golpeteo arrítmico de una puerta entreabierta. En el cielo, una capa espesa de nubes ocultaba las estrellas. Todo perfecto, salvo aquella luz neblinosa, aquella lamparita terca rodeada de halos, aquel punto blanco que quería ser el centro del universo, que obligaba a desviar la vista para mirarla, que impedía pensar, que era origen y final de todas las cosas.
11
La bruja vestida de negro, con sombrero en punta, nariz ganchuda y verruga llena de pelos, lechuza al hombro, espalda encorvada y diente solitario entre los labios de color violeta, echó algunas porquerías más en el caldero que ya olía a podrido, le pegó una patada al gato, miró el último huesito humano que quedaba en un rincón, se aseguró de que fuera bien de noche, agarró la escoba y pateando cucarachas salió a buscar algún otro chico para comerse en la cena.
Afuera la esperaba una comisión de la Asociación Pro Relatos Infantiles Políticamente Correctos, que con una orden del juez la llevó a un centro de rehabilitación.
12
—Zanahoria.
—Zapallo.
—Zanahoria, digo.
—Zapallo.
La humedad y el calor atraviesan las paredes. Una gota cae por el exterior del vaso de agua y otra por cada frente.
—No me escuchás.
—Sí te escucho.
—¿Qué dije?
—Sí te escucho.
La luz parpadea pero sobrevive. Afuera no hay luna, o si la hay quedó al otro lado de las nubes. Puede ser que llueva, pero hoy todavía queda techo. Mañana veremos. Todo el mundo está cansado, y más cuando las voces suben y se abren paso por el aire espeso.
—Es a las diez.
—Es a las once.
—No, es a las diez.
—No, es a las once.
Cambia un semáforo en la esquina: de rojo a verde, de verde a amarillo, de amarillo a rojo. No hay nadie en la calle para aplaudirlo. Tampoco se ve a nadie al otro lado de las ventanas encendidas, como si todos fueran fantasmas en el edificio de enfrente.
—Con azúcar.
—Sin azúcar.
—Te digo que con.
—Sin.
Tal vez no haya más que fantasmas, con la energía necesaria para encender una lamparita y mantener una discusión. Las lamparitas son difíciles, vienen de mala calidad. Las discusiones no.
—Después.
—Antes.
—Después.
—Antes.
13
Sacudía las manos como alas. Sacudía los ojos como garras. Sacudía los pies como granizo. Corría hacia arriba, hasta el último piso, y bajaba silbando entre las ramas de los árboles. Movía la cabeza de izquierda a derecha, de derecha a izquierda. Hacía ruido de caballo con los labios. Enrollaba las sábanas en un brazo y atacaba las paredes evitando que lo mordieran. Encendía la luz, la apagaba, sacaba las lamparitas para romperlas en el baño. Abría las ventanas de par en par, de dos en dos, para cerrarlas con tres golpes. Fruncía la nariz, fruncía el frunce, se achicaba la cara hasta que dejaran de vérsela. Se agachaba poco a poco, grado a grado, para levantarse de un salto y morder el aire. Quería volar y no podía. Tenía pesadillas.
14
Los instrumentos muestran que estamos llegando a un planeta desconocido. El capitán tabletea con los dedos en el apoyabrazos de la silla. Estamos en tensión. Ni siquiera parpadeamos. Aquellos entre nosotros con menos experiencia empiezan a sudar. Nos acompaña una música en crescendo, violines espásticos que impedirían oír nuestras voces si se nos ocurriera hablar. Pero lo que nos pone de veras nerviosos es ese ruido, como de granizo y lluvia, al otro lado de la gran pantalla, donde aumenta descontroladamente la velocidad de consumo de pochoclo.
15
Se levanta el telón. El escenario está a oscuras, mientras la platea sigue iluminada. Todos esperan. No pasa nada. A los pocos minutos arrancan las protestas. A la media hora la gente se empieza a ir. Hay gritos, insultos, silbidos. Piden que les devuelvan la plata de la entrada, pero nadie responde: desaparecieron los acomodadores, los boleteros, los de seguridad. Llaman a la policía y viene un par de patrulleros para sumar algo de ruido. Intervienen un juez, que termina clausurando la sala, y varios periodistas, que hacen preguntas y toman fotos. Más tarde quedan algunos curiosos, pero ya no hay nada que hacer en el lugar. Cuando los últimos se van, los verdaderos espectadores aplauden sin entusiasmo.
16
Clara separó los dedos y dejó caer la arena en tres cascadas áridas.
—No iré —dijo María, paseando los ojos más allá del horizonte.
Adela se tapó la nariz y la boca con la mano, sin poder ahogar la risa que le hacía cosquillas desde adentro.
Clara pisó con rabia la arena caída y deseó volver a tenerla en su poder.
Marta decidió cooperar, pero nadie se fijó en ella.
—Pueden dejar de insistir —dijo María, cruzando los brazos bien apretados contra el pecho.
Adela se sentó en una piedra, todavía sacudida por fenómenos internos.
Marta decidió no cooperar, pero nadie se fijó en ella.
Mientras tanto, Nora caminaba por el borde, con los puños apretados, a un centímetro de caer para siempre.
17
El Gran Houdini se hundía rápidamente en un mar con mil metros de profundidad. Llevaba las manos atadas a los pies, los pies atados a la cintura, el cuello atado a las rodillas. Las sogas, a su vez, iban rodeadas por gruesas cadenas de las que tiraba una bola de acero, maciza, con un peso de dos toneladas. Todo, Houdini y las sogas y las cadenas y la bola de acero, bajaba rodeado por una jaula estrecha, un cubo de un metro de lado, hecha con barrotes gruesos y soldados entre sí por expertos insobornables.
—Por fin —pensó el Gran Houdini— una situación de la que no puedo salir.
Y se relajó para disfrutar de la nueva sensación.
18
Tres de los músicos estaban sentados en hilera, en sillas iguales a las nuestras y a la misma altura, muy cerca de nosotros, los espectadores. Tocaban instrumentos de viento. Detrás de ellos estaba el contrabajista. Unos metros a la izquierda, el pianista. No era la sala principal de un teatro, sino más bien el hall.
Detrás de lo que debía ser la entrada a la sala había otros dos músicos, un poco escondidos para disimular la estridencia de sus instrumentos. Uno de ellos tocaba una especie de trombón combinado con una tuba, pero negro. El otro, curiosamente, tocaba el cello, del que por supuesto no se oía nada.
Cuando la música terminó y los tres músicos de adelante se quitaron los instrumentos de la cara pude ver que eran muy viejos. Los aplausos entusiastas los tomaron por sorpresa y se pusieron a llorar, el de la izquierda con la cabeza apoyada en el del medio, el del medio con la cabeza apoyada en el de la derecha, el de la derecha mirando hacia un horizonte imaginario donde esos aplausos duraban para siempre.
“Qué raro que puedo recordar este sueño”, me decía yo todavía dormido. No suelo recordar los sueños, pero este parecía destinado a permanecer. Y seguramente ese pensamiento, esa idea de estar recordando el sueño cuando todavía no había terminado es lo que me permite recordarlo ahora que saltó hacia mí como uno de esos muñecos con resorte que acechan en las cajas de las películas de terror.
19
Tengo una idea para una película. El personaje principal, Jack, está obsesionado con un actor famoso, que podría ser Johnny Depp. El tema es que el propio Johnny Depp personifica a Jack, aunque al principio de la película está caracterizado de forma que es imposible reconocerlo.
Jack colecciona películas y fotos de Johnny Depp, y estudia cada pieza una y otra vez hasta saberla de memoria. Con esa documentación aprende a imitarlo: copia los gestos, la forma de caminar, la sonrisa. Ejercita la voz hasta conseguir que sea igual a la de Johnny Depp, en timbre y acento. También busca el parecido físico, que va logrando a medida que la película avanza: compra la misma ropa que el actor, se tiñe el pelo, se cambia los dientes, se opera la nariz. Así, Johnny Depp, el actor que hace de Jack, es cada vez más parecido a Johnny Depp.
Al final, cuando la copia alcanza la perfección, Jack asesina a Johnny Depp y ocupa su lugar.
Aquí termina la película, pero no es todo. El contrato de Johnny Depp debe estipular que durante el resto de su vida actuará de manera sutil y constante como si no fuera el verdadero Johnny Depp, sino Jack el impostor.
20
La niña corre alegre por el prado, tras una bella mariposa de colores brillantes. Salta la niña hacia aquí, salta hacia allá, atraviesa los altos pastos siguiendo las cabriolas de esa maravillosa criatura que la hipnotiza con su aleteo impredecible. De tan distraída, la niña no advierte que tras unos arbustos hay un profundo barranco. Antes de poder gritar “mamá”, la niña siente que se le resbalan los pies y allá va de cabeza hacia las piedras del fondo, diez metros más abajo.
Sin tomarse un descanso, la mariposa vuelve en busca de la siguiente víctima.
Lo que sigue, “20 cuentos muy cortos”, es una selección de cosas que escribí en enero de este año, y que fui publicando sueltas en el weblog. Los junté en un solo post para poder agregar un único link allá a la derecha, en el rubro “Cuentos” (y espero repetir el truco con más textos por el estilo). Se suponía que iban a empezar un libro cuyo título provisorio era “Te veo el martes”.
El casino huele a billetes viejos. Los billetes estaban aquí antes que el edificio, y lo único que hicieron los constructores fue juntarlos para levantar las paredes. Luego los cubrieron con una capa delgada de yeso, pintura amarilla, luces, mesas y charla casual.
Suena paradójico, pero los billetes viejos valen menos que cualquier cosa que se pueda comprar con ellos.
Qué buena canción: Clem Snide, “Your favorite music”.
Your favorite music, well, it just makes you sad.
But you like it ‘cause you feel special that way.
Las risas del final, bueno, te ponen los pelos de punta.