



Camina con el agua hasta la cintura, contra la corriente. Mira un punto en el horizonte, donde el último barco se toma un tiempo infinito hasta desaparecer. Suena música de David Byrne.
Detrás está el oeste, y en el oeste una ciudad que crece sin pobladores. Los edificios se hinchan, las calles se ensanchan, la basura se expande.
Por algún motivo, tres palabras del libro que estaba leyendo le vuelven a la cabeza: evolución, devolución, revolución. Durante la lectura le parecía una combinación inteligente.
La vida es una serie de chistes de un cuadro, sin conexión entre sí.

Hay un camino de hormigas en el patio. Va desde un agujero de la pared, a la entrada del pasillo, hasta las plantas de atrás. Son unos diez metros. El camino es grueso y transitado. Nervioso, podría decir.
Estoy sentado a la sombra del tilo, y podría ignorar por completo esa actividad si no fuera que las hormigas se la pasan tocando bocina. Son unos pitidos muy agudos y muy tenues. Cada uno sería indistinguible de los ruidos suaves que me envuelven en esta mañana de sábado. Pero la suma es un chirrido estridente, de grillos enloquecidos, que perfora los tímpanos.
Hace unos minutos vinieron los vecinos a quejarse. Tengo que hacer algo, aunque no me guste, y por eso aprieto el teléfono en la mano, mientras me aclaro la garganta en busca del tono de voz adecuado para hablar con el Ministerio.

Jugaba con las manos a la espalda, de manera que al poco rato todos pensamos que ocultaba algo. Nadie se atrevió a preguntar. Quienes dimos la vuelta con disimulo no encontramos nada. El misterio continuó durante horas, y después días. Farly me dijo, en voz baja, que el mundo llegaría a convertirlo en leyenda, si no fuera que todo lo que hacemos queda encerrado entre estas cuatro paredes.




