[5/5/2002]
—Las mujeres no tienen ombligo —dice mi hijo, de seis años.
—Sí, Gabriel, claro que tienen ombligo —le contesto.
—No —insiste—. Las mujeres no tienen ombligo.
A veces me siento tan pero tan lejos de entender una mente infantil.
[5/5/2002]
—Las mujeres no tienen ombligo —dice mi hijo, de seis años.
—Sí, Gabriel, claro que tienen ombligo —le contesto.
—No —insiste—. Las mujeres no tienen ombligo.
A veces me siento tan pero tan lejos de entender una mente infantil.
[5/5/2002]
Se juntaban diez o doce palomas en el borde de la ventana. El borde estaba formado por unas cinco baldosas rojas, así que la ventana no tenía más de un metro de ancho. Las palomas aterrizaban ahí, se miraban de reojo, forcejeaban, se hacían caer unas a otras. En algún momento, una vieja abría la ventana y desparramaba unas pocas migas entre ellas. Ahí sí, la pelea se hacía feroz: picotazos, golpes de ala, empujones. Llegaba a haber una paloma encima de otra que estaba encima de otra. Y todo al borde de un precipicio de quince metros.
Supongo que la vieja miraba desde adentro. Sádica.
Esto era hace muchos años, cuando yo trabajaba en una oficina de la calle Uruguay, en el cuarto piso de un edificio muy viejo. Las palomas y su lucha, pero sobre todo las caídas al vacío, me fascinaban. Se desbarrancaban como piedras por uno o dos metros, y entonces el despliegue de alas y el aleteo violento conseguían elevarlas otra vez. Se quedaban dando un par de vueltas, hasta que un hueco en la ventana les permitía volver.
Las palomas tienen el poder de darme vértigo. Se desplazan de costado, con pasos torpes, por una cornisa imposible, mirándose unas a otras, ocupadas solamente en sus mezquinos asuntos de bichos estúpidos y violentos. Se caen, sí, se caen muchas veces, pero tienen el control del espacio, eso que tanto les envidio. Hasta deben ser capaces de volar dormidas.
Otra cosa que me da vértigo es la terraza del edificio donde vivo. Ahora que pienso en eso se me tensan los músculos de las piernas: isquiotibiales y gemelos, en particular, al borde del calambre. La terraza, justo arriba del piso dieciocho, tiene dos partes. Una está abierta a todos, rodeada por una pared de dos metros con aberturas por las que se puede ver la serie de torres que hay hasta el río. La otra parte está al otro lado de una puertita de reja con candado, y no tiene ninguna protección contra el vacío.
Fui una sola vez a la segunda parte, la prohibida. Me quedé junto a la puertita. Había hecho pasar al técnico de mis proveedores de Internet, que tenía que cambiar el módem inalámbrico instalado allá arriba. El módem está justo en el borde, y ahí se agachó el técnico, como una paloma. Abrió el gabinete, destornillador que va, destornillador que viene, sacó el aparato descompuesto y puso el nuevo. Mientras tanto, yo trataba de no mirarlo. Pero sí miré el desierto urbano, la ciudad infinita en dirección contraria al río, casi sin torres. Me alejé dos pasos de la puertita, giré un paso a la izquierda, uno a la derecha. Volví. El técnico seguía trabajando. Me imaginé una hilera de técnicos-paloma, cada uno con su módem descompuesto, mirándose con inquina; y cuando uno sobrepasaba apenas el espacio vital de otro venía el empujón, la resbalada, la mano crispada aferrándose al borde. Cerré los ojos, los volví a abrir, me concentré en las nubes que al menos ponían un techo al delirio. Cuando el técnico terminó y cerré la puerta detrás de nosotros, yo tenía demasiado aire en los pulmones.
Cómo me gustaría poder saltar, si no fuera por ese patético desplomarse de bolsa de papas, ese grito, el terror, y la cosa horrible allá en el piso entre los autos.
Más tarde recibí un mail de Andrea Zablotsky, donde continúa el tema.
[4/5/2002]
Millones, billones, trillones, cuatrillones, quintillones, sextillones, septillones, octillones, nonillones, decillones, oncillones, docillones, trecillones, catorcillones, Quincy Jones.
Este chiste recibió, a lo largo de los años, 215 (doscientos quince) comentarios. La gran mayoría, de gente que debía pasar cifras inmensas de números a letras o de letras a números, y no sabía como. El resto, de personas que sí sabían y respondían a los demás. ¿Tendremos aquí la indicación de que en nuestra sociedad hay una necesidad no cubierta? ¿O será que los chicos reciben tarea para el hogar que no tienen la menor idea de cómo hacer?
[4/5/2002]
“Inmadurez debe al ego [me escribe Jorge Varlotta] es el anagrama más interesante que conseguí, con un programa que tengo desde hace años pero al que recién pude ponerle un extenso vocabulario español, para Eduardo Abel Gimenez.
“mareo debe languidez -no es tan apropiado.
“lenguaraz debe miedo -tampoco.
“de mediana lobreguez -no está tan mal, eh.
“debe agudizar en mole -es un tanto críptico.
“dedo nazi me albergue -es terrible!
“rezo de balde aún gime -tiene lo suyo.
“era nube o mi delgadez -demasiado poético.
“embrague diez del ano -no suena muy bien.
“al manguero debe diez -tiene su sentido.
“a donde merluza beige -es hermoso.
“dedo en la embriaguez -es tal vez el más hermoso.
“Mejor me voy a dormir.
“PS: No me fui a dormir. Encontré, en cambio, una linda frase como anagrama de mis dos nombres y dos apellidos [Jorge Mario Varlotta Levrero]:
“ver largometraje; otrora lo vi.”
[Las aclaraciones entre corchetes son mías, dice la merluza beige.]
Algo tan propio de Jorge. Era fan de los programitas para la PC y fan de los juegos de palabras. Pasaba muchas horas ocupado en estas cosas. Los resultados, a veces, eran macros para tareas cotidianas, y a veces cosas desopilantes como esta.
“Inmadurez debe al ego” es una buena frase. Resuena. No me sorprende que Jorge la haya elegido para mí. “A donde merluza beige” da para título de libro.
[4/5/2002]
Claro, hubo una época en que yo inventaba acertijos. Y también los editaba, publicaba, administraba. Me dedicaba a eso.
Con el tiempo se va confirmando que nunca llegaré a inventar acertijos para estas respuestas.
[4/5/2002]
“Me hubiera gustado [me escribe Andrea Zablotsky] llegar al final de tu narración sobre los gritos de la mujer y enterarme de qué fue lo que le pasó (¿no eran, acaso, gritos de placer?). De todas formas, muchas veces me encontré, después de varios meses (o años), con explicaciones de cosas que me habían hecho quedar con curiosidades parecidas. ¿No te pasó nunca?
“Sin ir más lejos, hace unos tres años, murió el diariero del puesto donde compraba el diario. El puesto estuvo cerrado por duelo un par de días y después volvió a abrir, con otro dueño. Obviamente me dio bastante curiosidad saber qué fue lo que había pasado con este buen hombre, que no era nada viejo. Hace un par de meses nuestro encargado se jubiló y vino otro, que trabajaba en el edificio que daba al puesto de diarios mencionado. Y charlando con él me vengo a enterar que una madrugada el diariero discutió con uno de los propietarios de aquel edificio, éste lo empujó, el diariero resbaló, cayó, se golpeó la cabeza con un extremo del puesto y murió. El propietario en cuestión era familiar de un diputado y estuvo detenido sólo un par de días. La pelea había sido por una deuda impaga.
“Lo que tendrías que hacer es ir por tu barrio charlando sobre los gritos de la otra noche. Una de dos: o te terminan internando en un loquero o terminás encontrando a alguien que te aclare las cosas (quien te dice, a la tipa en cuestión…).
“A mi también me dio gracia el cartel de ‘bienvenidos’ en el negocio de celulares del subte, que está vacío. Me hizo recordar al cartel que una vez vi en una funeraria en una esquina de la calle Gaona, que antes había sido un banco. Decía: DEPOSITOS FUERA DE HORARIO. Tétrico…”
[Yo agregué los links. Y no, todavía no sé por qué gritaba la mujer. Lamentablemente, estoy seguro de que no eran gritos de placer.]
La narración sobre los gritos apareció en el blog el 1° de mayo. También está en MW+X.
Lo del cartel salió en un largo post del 27 de abril. Aquí está en MW+X.
Taché los links originales porque esas viejas páginas cambiaron (no sé bien por qué, ya que traté de conservarlas), y lo que aparece ahora es el archivo completo del mes correspondiente.
[3/5/2002]
Esta imagen, que ahora cuesta entender, muestra un pedazo de ómnibus español. Es una captura del video que grabé en 1991, la primera y penúltima vez que fui a España.
[3/5/2002]
En el edificio donde vivo hay dos ascensores automáticos. No es fácil describir cómo funcionan. Para empezar, sólo se puede llamar a uno por vez. Se enciende una lucecita roja, y a esperar: el otro ascensor me ignorará por completo hasta que el primero haya venido. Pero en caso de que la puerta del ascensor llamado esté abierta mucho tiempo en otro piso, la lucecita roja se apagará y entonces sí, estará permitido llamar al otro ascensor.
Ahora supongamos que acabo de llamar al ascensor de la izquierda. Estoy en el sexto piso. El ascensor, que está en la planta baja, empieza a subir. Pero si en el trayecto alguien lo llama desde más arriba, por ejemplo del piso 18, el ascensor seguirá su ruta sin parar en el sexto. La luz roja seguirá encendida, y el ascensor de la derecha me estará todavía vedado. En cambio, cuando el ascensor de la izquierda esté bajando (seguramente con cuatro personas, que es el máximo, a bordo), ahí sí se detendrá en mi piso. Y luego de que haya seguido felizmente su camino sin mí podré llamar al ascensor de la derecha.
También es posible que el ascensor de la izquierda se detenga en mi piso durante su camino ascendente, si nadie lo llamó de más arriba. En ese caso, tras entrar en él y pulsar el botón de la planta baja, quizás me lleve. Pero también sucede que mientras entro alguien lo llama de más arriba, y en ese caso no importa que yo pulse el botón de la planta baja antes de cerrar las puertas: el ascensor me llevará nomás al piso 18. Luego sí, va a bajar (no estoy seguro de si lo hará parando otra vez en el sexto: ocurrió, peró no recuerdo bien en qué contexto de botones, vecinos e impaciencias).
Cuando veo que el ascensor que he llamado (en este ejemplo, el la izquierda) está en uno de sus malos días, suelo bajar al quinto piso para llamar al otro (en este ejemplo, el de la derecha). Es normal entonces que, mientras bajo la escalera, el ascensor de la derecha abandone su descanso en la planta baja y empiece a subir quién sabe a dónde. Igual lo llamo, pero de acuerdo con las reglas que ya describí no corresponde que pare en el quinto: seguirá su rumbo hasta las nubes. En tanto, el ascensor de la izquierda irá bajando suavemente hasta depositarse en el sexto, donde sus ocupantes abrirán y cerrarán puertas y hablarán pestes de esos vecinos molestos que llaman a los ascensores y luego se arrepienten.
Cuando el ascensor de la derecha llega al quinto es invariable que venga totalmente ocupado, de manera que debo dejarlo pasar. Y ahí se me plantea un dilema (mejor dicho, un trilema, aunque creo que la palabra no existe): 1) ¿Llamo al ascensor de la izquierda? 2) ¿Insisto con el ascensor de la derecha? 3) ¿Termino de bajar por las escaleras?
Robar ascensores, es decir, abrir la puerta de uno cuando está pasando sin intenciones de detenerse, es inútil y bastante riesgoso. Son ascensores rápidos, que se detienen en dos pasos. Abrir la puerta también detendrá un ascensor, pero seguramente a medio metro del lugar correcto, de manera que la puerta interior será imposible de abrir. Y aún con el timing perfecto que se necesita para detenerlo en el sitio preciso, el ascensor luego seguirá su ruta implacablemente, de manera que es muy difícil ganar tiempo.
Es de notar que no hay nada en la programación de los ascensores que disuada al chistoso del piso 10, que antes de salir del ascensor pulsa todos los botones. Quién sabe si tendrá la paciencia suficiente para ver y oír los resultados de su brillante acción.
A mí, haga lo que haga, se me arruina el día.
[3/5/2002]
Primero debo lograr hacerlo diez veces seguidas. Luego debo repetir diez veces ese logro. Hecho eso, hay que hacer todo eso nueve veces más, todas idénticas. Así es la vida.
Todavía no terminé.
[3/5/2002]
Cada día acomoda las macetas del balcón en un orden diferente. Desde la ventana de enfrente, sin que me vea, hago un croquis con cada nueva distribución.
Un día, furioso, la llamo por teléfono (ella no sabe que tengo su número, no me conoce).
—Te repetiste —le digo con voz tensa.
Al otro lado hay un silencio largo. Finalmente, suspira.
—Idiota —responde—. Ahora tengo que cambiar el código.
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