[1/4/2003]
Mi padre fabricó una caña de pescar a partir de una caña común: la cortó, le quitó algunas asperezas y le ató una tanza. Era un gran proyecto para mis ocho o nueve años, ir de pesca por primera vez en la vida. Lo que más me gustó fue la boya roja que mi padre compró en una casa de pesca, además de un par de anzuelos de distintos tamaños.
Me explicó todos los secretos de la pesca, que se podían resumir así: el pez, atraído por la carnada, va a comer y entonces se queda enganchado en el anzuelo; al tirar de la tanza alerta al pescador, que debe sacarlo del agua.
¿Carnada? Mi padre escarbó en el jardín y sacó varias lombrices, que movían la cola como si esperaran una oportunidad en la vida. Las metimos en una lata antes de que se dieran cuenta de nada.
Fuimos a la Costanera, que por entonces solía dar al Río de la Plata, los dos solos. Sacamos la caña, mi padre selló la suerte de una lombriz ensartándola en el anzuelo y lanzó anzuelo, lombriz y boya al agua. Yo estaba tan excitado que me puse a saltar alrededor de él y, sin querer, le di una patada a la lata de lombrices y la tiré al agua.
Hasta ahí llegamos con la pesca. Mi padre no dijo nada. Pero por algún motivo ni él ni yo volvimos a intentarlo. Así empieza la historia de mis culpas.