Etiqueta: MW+X

Músicos

[24/1/2003]

Tres de los músicos estaban sentados en hilera, en sillas iguales a las nuestras y a la misma altura, muy cerca de nosotros, los espectadores. Tocaban instrumentos de viento. Detrás de ellos estaba el contrabajista. Unos metros a la izquierda, el pianista. No era la sala principal de un teatro, sino más bien el hall.

Detrás de lo que debía ser la entrada a la sala había otros dos músicos, un poco escondidos para disimular la estridencia de sus instrumentos. Uno de ellos tocaba una especie de trombón combinado con una tuba, pero negro. El otro, curiosamente, tocaba el cello, y por supuesto no se oía nada.

Cuando la música terminó y los tres músicos de adelante se quitaron los instrumentos de la cara pude ver que eran muy viejos. Los aplausos entusiastas los tomaron por sorpresa y se pusieron a llorar, el de la izquierda con la cabeza apoyada en el del medio, el del medio con la cabeza apoyada en el de la derecha, el de la derecha mirando hacia un horizonte imaginario donde esos aplausos duraban para siempre.

“Qué raro que puedo recordar este sueño”, me decía yo todavía dormido. No suelo recordar los sueños, pero este parecía destinado a permanecer. Y seguramente ese pensamiento, esa idea de estar recordando el sueño cuando todavía no había terminado es lo que me permite recordarlo ahora que saltó hacia mí como uno de esos muñecos con resorte que acechan en las cajas de las películas de terror.

Spam Zoo

[24/1/2003]

Spam Zoo es un “weblog que exhibe lo más monstruoso, sorprendente y ridículo del spam recibido”. Muy bueno.

Aporto algo que me llegó ayer. Como en SpamZoo, “todo absolutamente textual”:

Ahora que es tiempo es el mejor momento para asegurarse de cultivar la formación de su hijo…
Además:
sin el más mínimo esfuerzo,
véalos aprender mientras se divierten!!!

[24/1/2013]

Gracias a Blogger, Spam Zoo sigue ahí. El último post es de 2006.

A las 23:59

[23/1/2003]

A las 23:59 se dijo que no podía seguir desperdiciando el día de esa forma.

Todos los caminos conducen a Roma

[23/1/2003]

Sigo esperando

[22/1/2003]

Sigo esperando. Los planes cambian sin que yo haga nada al respecto. La puerta está cada día más lejos. Viviendo en la superficie, las respuestas que uno tiene para cuestiones vitales parecen sacadas de un test de revista femenina.

Sueño

[22/1/2003]

Me escribe Jorge Varlotta:

Soñé que mi vecino se había mudado. “Con razón”, pensé en el sueño, “hace días que ya no oigo maullar al gato”. Me despertó el insistente maullido del gato del vecino.

Mirando mapas

[22/1/2003]

Hacía un tiempo que no miraba mapas. Y el otro día, siguiendo links medio dormido, me encontré inesperadamente con un planisferio. Es hipnótico: algo me obliga a mirarlo y mirarlo, recordando detalles o encontrando otros nuevos. Y esto último es lo que pasó.

Había una gran mancha en Asia, mayor que Mongolia pero más al oeste, donde los impresores de mapas solían gastar barriles de tinta verde para pintar sectores de la Unión Soviética. Lo que primero me llamó la atención fue que hubiera un país ahí: me falta entrenamiento para tomar los nuevos dibujos del mundo con naturalidad. Y enseguida, cuando recordé los varios Algo-stán que han tomado existencia oficial en los últimos años y me di cuenta de que tenía que ser uno de ellos, lo que me sorprendió fue el tamaño. ¿Tan grande? ¿Pero tan asombrosamente grande?

Claro, los planisferios engañan. Tal vez por eso la civilización occidental del hemisferio norte los puso de moda hace tanto tiempo. Europa se ve gigante, Estados Unidos también, y la sucesión Groenlandia-Canadá-Alaska-Rusia parecen ocupar más de la mitad del mundo. Eso contribuía a que Kazajstán se viera más grande de lo que es. Pero igual es el noveno país de mayor superficie de la Tierra (el octavo, por muy poca diferencia, es la Argentina).

¿Y ahora qué? Ahora tenía que saber más sobre ese nuevo universo, esos dos millones setecientos mil kilómetros cuadrados de planeta desconocido para mí. Busqué en Google (Kazakhstan, en inglés) y llegué al sitio oficial del presidente, donde todo reluce y es civilizado y turístico a la manera llena de tramas de Front Page. También al World Factbook de la CIA, sitio que no se puede esquivar si uno busca datos precisos; ahí supe, por ejemplo, de terribles problemas ambientales (“radioactive or toxic chemical sites associated with its former defense industries and test ranges throughout the country pose health risks for humans and animals; industrial pollution is severe in some cities; because the two main rivers which flowed into the Aral Sea have been diverted for irrigation, it is drying up and leaving behind a harmful layer of chemical pesticides and natural salts; these substances are then picked up by the wind and blown into noxious dust storms; pollution in the Caspian Sea; soil pollution from overuse of agricultural chemicals and salination from poor infrastructure and wasteful irrigation practices”); material de pesadillas. Y luego el asombroso sitio www.kz, donde es imposible ir a ninguna parte y sin embargo tiene un contador que, al día de hoy, marca 991.663 visitas. Y la Lonely Planet, que por algún motivo ignora la H y escribe Kazakstan, donde apareció un párrafo magistral, de esos que hacen que la literatura y el turismo evolucionen en paralelo: “If you’re not a fan of endless semi-arid steppe and decaying industrial cities, Kazakstan may seem bleak as a month-old biscuit. And if it sometimes looks like the landscape has suffered from hundreds of nuclear explosions, well, parts of it have – ever since Russian rocket scientists started using Kazakstan as a sandpit in the late 1940s. But any country which uses a headless goat’s carcass as a polo puck obviously has lots to offer.”

Más tarde busqué fotos y otras formas de entrar aunque fuera de muy lejos a lo que debe ser vivir como una piedra en medio de tantas piedras, con la historia infinita de que habla el presidente en su página para respaldarlo todo. Y dos días después, en la casa de un amigo con mi mujer y mi hijo, se me ocurrió hablar de la nueva obsesión. Un poco se rieron. Pero Stefan sabe mucho de geografía y política, y tenía bastante presente que en Kazajstán hay un presidente autoritario, que el país llega hasta las montañas de Altai, que hay muchos alemanes que los rusos enviaron en épocas nazis por el temor de que se unieran al horrible Führer (luego comprobaría que más del cinco por ciento de la población de Kazajstán es de origen alemán).

¿Qué más aprendí?

  • El idioma oficial es el kazaco (o kazako), pero todos hablan ruso.
  • Rusia alquila unos cuantos kilómetros cuadrados, donde tiene el cosmódromo de Baikonur. Paga 115 millones de dólares por año.
  • La montaña más alta tiene casi siete mil metros, un metro por cada kilómetro de frontera entre Kazajstán y Rusia.
  • La capital ya no se llama Alma Atá, sino Astana.
  • La mitad del lago Aral pertenece a Kazajstán. Mejor dicho, la mitad de cada mitad en que el lago está separado ahora que se va secando.
  • Kazajstán no tiene costa marítima. Lo más parecido son sus casi mil novecientos kilómetros de costa sobre el Caspio, que es un lago salado a menos que los intereses de quien lo mencione requieran que se trate de un mar.
  • La región del Caspio es la segunda más rica en petróleo del mundo entero.

El fuego se apagó lentamente, hasta que terminé de aceptar que la lista de sitios por conocer no sólo es infinita sino también muy mala para la salud.

Y eso es todo. Un trozo de mi omnipresente ignorancia desapareció para siempre, con la típica paradoja de aumentar en proporciones desmesuradas lo que me queda sin saber. Lamento tantas palabras: nada más quería contar.

[22/1/2013]

Imposible actualizar todo. Mejor dicho: imposible tener ganas de actualizar todo.

Para empezar, ahora está la Wikipedia (en inglés, en castellano). El nombre en castellano no es Kazajstán, sino Kazajistán. El “kazaco (o kazako)” parece más bien ser “kazajo”.

La película Borat, de Sacha Baron Cohen, apareció en 2006, tres años después de mi post.

En cuanto a los links: el “sitio oficial del presidente” no responde, pero tampoco aparece que no exista más. Dejo la duda. Me dejo la duda. El sitio www.kz sigue estando, pero sin contador. Todo se deteriora con el tiempo.

Camino

[21/1/2003]

Hay nubes en franjas allá arriba, como si indicaran el camino para cosas importantes.

Adolescencia

[20/1/2003]

A veces tengo ganas de contar por escrito mi adolescencia. No sé si podré, o cuándo: todavía me da vergüenza. Eso sí, debería hacerlo antes de olvidarla por completo, o de recordarla demasiado bien.

[20/1/2013]

Sigo igual.

El inspector

[20/1/2003]

El inspector recorrió con la mirada los rostros de los presentes, deteniéndose en cada uno el tiempo suficiente para provocar un escalofrío. Estábamos en la inmensa biblioteca de la familia Bookends, donde se decía que la mitad de los libros del mundo habían encontrado su lugar. Quizás esto último era una exageración, porque por allá arriba, cerca del techo inalcanzable, se podía ver una serie de estantes casi vacíos. Dos policías hacían guardia junto a la única puerta, también ellos ansiosos por oír el veredicto del más grande investigador de homicidios de la región, que nos había reunido allí para dar a conocer el resultado de la pesquisa.

De pie frente a la chimenea apagada, el inspector terminó de aterrarnos a todos y alzó el brazo izquierdo para echar una mirada al reloj pulsera. Tosió aclarándose la garganta y se volvió hacia un rincón.

—Es la hora, mi estimado… —empezó a decir, pero no pudo terminar la frase.

Allí en el rincón, el coronel Downright saltó de la silla y, antes de que pudiéramos impedírselo, extrajo un arma de su voluminoso abrigo y disparó, con tan buena puntería que destruyó por completo un jarrón chino que estaba justo a la derecha y atrás de la cabeza del inspector. Nos echamos sobre el coronel de inmediato, así que el segundo disparo, desviado, dio en la araña gigantesca que pendía de las alturas, desprendiendo más fragmentos de cristal que monedas hay en un reino.

Dominamos al coronel con facilidad, porque a pesar de su tamaño ya no tenía la fuerza de la juventud. Alguien le quitó el arma. Logramos que se sentara. Y allí quedó, sacudiéndose con violencia en un llanto silencioso. Nos giramos para no tener que verlo.

—Qué pena —dijo el inspector, que no se había movido—. Abrigaba la esperanza de que mi querido coronel Downright nos señalara al verdadero culpable.

Y mientras lo decía, trazaba un arco con la mano derecha y el índice extendido, tal vez ilustrando con el gesto sus palabras, tal vez buscando señalar él mismo al asesino que todos esperábamos conocer. Al final del arco, el dedo acabó apuntando directamente hacia la ventana, y bajo la ventana…

—¡Canalla! —exclamó el doctor Hardonall, poniéndose de pie y avanzando hacia el inspector mientras, él también, extraía un arma y disparaba. La bala se sumergió casi sin ruido en las páginas mansas de una antigua enciclopedia, a centímetros de la oreja izquierda del inspector.

Nos echamos sobre el doctor Hardonall, cuyas manos temblaban tan violentamente que no fue necesario quitarle el arma: cayó sola a nuestros pies, mientras su dueño se deshacía en improperios hacia el inspector.

—Llamen a la policía —gritó alguien junto a mí. Y entonces las risas aliviaron la situación: la policía ya estaba allí, sólo que no le dábamos tiempo para actuar. El que había gritado se ruborizó hasta las plantas de los pies.

Puesto bajo control el doctor Hardonall, de quien nadie habría creído posible tal arranque, el inspector volvió a aclararse la garganta.

—Veo que esto ha de ser más difícil de lo que creía -comentó, mientras se volvía hacia el dueño de casa, el señor Bookends en persona—. Mi querido señor Bookends, debo pedirle…

Otra vez la frase quedó inconclusa. El señor Bookends, que tenía fama de odiar las armas de fuego, saltó hacia adelante como disparado por un cañón, mientras extraía un cuchillo de entre las ropas. Pero algo salió mal en su cálculo, porque acabó tropezando con la silla de la señora Skinnychin y rodando por sobre el elaborado sombrero que la dama había creído oportuno traer a la reunión. El cuchillo resbaló de sus manos y fue a parar a un zapato del inspector, donde produjo un quiebre casi imperceptible de la perfecta superficie de cuero lustrado. El inspector no se molestó en recogerlo. Tampoco los policías de la puerta, que debían tener instrucciones de no actuar. Devolvimos al señor Bookends a su silla casi sin que ofreciera resistencia, porque se había golpeado el vientre de tal manera que apenas podía respirar.

—Iré al grano, entonces —dijo el inspector, frotándose la nariz—. Como todos saben, he estado investigando la muerte de la señora Frigidale, quien en su testamento había dejado todos sus bienes a su único…

—¡Miserable! —exclamó el señor Frigidale Jr., único hijo y heredero de la señora Frigidale, y mientras lo exclamaba lanzó su silla hacia atrás y se echó hacia adelante levantándose las mangas para disparar su mejor cross de derecha a la mandíbula del inspector.

Esta vez, agotados por tanta acción, nos quedamos inmóviles. Pero no hizo falta ayudar al inspector. El señor Frigidale Jr. no se había dado cuenta de que su único hijo, antes de abandonar la biblioteca por órdenes de su padre, le había atado entre sí los cordones de los zapatos. Por lo que su inmenso salto de tigre furioso acabó en una rodada por el piso, que incluyó un golpe certero a mi silla y terminó con el señor Frigidale Jr. y yo enredados entre las piernas de los demás.

Nos levantamos poco a poco, el señor Frigidale Jr. aún resoplando con furia pero tratando de aplacar los nervios y desatar sus cordones. Los policías de la puerta, como vi de reojo, hacían un esfuerzo para contenerse y no reír.

—Bien —dijo el inspector—. O no tan bien, pero digamos que estamos llegando al final del asunto. Como comprenderán —e hizo una pausa para sacar la pipa—, el caso es tan complejo que la búsqueda de un culpable nos ha llevado por caminos… inesperados.

Los puntos suspensivos sirvieron para que el inspector tuviera tiempo de posar sus ojos sobre el rostro angelical de la única joven presente en la biblioteca, la señorita Parkinson, quien no dejó de percibir el detalle.

—¡Cochino! —gritó la señorita Parkinson, perdiendo de pronto la compostura, mientras con un gesto aparentemente espontáneo tomaba en sus manos una de las más preciadas reliquias de los dueños de casa: un arco y una flecha traídas de lo más profundo del África desconocida, que ocupaban un sitio de honor en una pared de la biblioteca.

Cohibidos por tratarse de tan joven y delicada dama, estuvimos paralizados mientras la señorita Parkinson, con velocidad que indicaba una larga práctica, aprontaba la flecha, tensaba el arco y disparaba. La flecha atravesó la hombrera derecha del inspector, sin afectar la integridad física del hombre. Y allí quedó, como un adorno de jefe tribal.

La señorita Parkinson, agobiada por la situación, optó por desmayarse. Y entonces sí, nos apresuramos a contenerla, a hacerle aire, a depositarla suavemente en su silla, donde lentamente fue recuperando los colores habituales.

—Como decía —continuó el inspector, imperturbable—, la investigación nos ha llevado en direcciones no compatibles con las que inicialmente consideré al menos verosímiles. —Algunos de nosotros asentíamos, más para indicar que tratábamos de comprender la retórica del inspector que sabiendo hacia dónde iba—. Se trata de un caso complejo, con aristas que aún debemos pulir, pero en el que sin duda alguna ha habido una persona, y sólo una, culpable de asesinato.

Mientras hablaba, el inspector paseaba los ojos por la sala. Y justo cuando pronunció la palabra “culpable” su mirada coinicidió con la mía. No pude contenerme ante tamaña injuria. Poseído por una furia más allá de mi control, me puse de pie, aferré la silla con ambas manos y la lancé en dirección al inspector. Esta vez sí, la suerte estuvo en su contra. La silla le dio de lleno en la cara, extrayéndole un grito de dolor. Aprovechando el momento, el coronel Downright, que de alguna manera había recuperado su arma, volvió a dispararla, ahora acertando entre los botones prolijamente abrochados de la chaqueta del inspector. El doctor Hardonall, aún desarmado, arrancó la pistola humeante de las manos del coronel y también disparó, convirtiendo en fragmentos dispersos la rodilla izquierda del inspector, que ya venía desplomándose lentamente al suelo. El señor Bookends, que en el tumulto había logrado hacerse de nuevo con su cuchillo, lo clavó hasta el mango en el cuello del inspector, mientras el señor Frigidale Jr., que había entrelazado las manos para formar una maza temible, las descargaba sobre la cabeza del hombre que caía y caía interminablemente y dejaba salir de sí ríos de sangre que iban a parar a la gruesa alfombra que los Bookends habían importado de Persia. En tanto, la señorita Parkinson, que había recuperado sus fuerzas, descubrió una segunda flecha en el mismo rincón donde había encontrado la primera, y volviendo a tensar el arco la lanzó en la dirección general de la lucha, con tan buena fortuna que atravesó el ojo izquierdo del inspector, quien lanzó un último estertor y cayó definitivamente muerto sobre la alfombra ya inútil y sobre nuestras igualmente inútiles conciencias.

El problema, ahora, era que ni los policías de la puerta, que habían aprovechado la confusión para escapar de una buena vez, ni nosotros, sabríamos jamás quién era el asesino.