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El apartheid llega al ferrocarril

A la izquierda, el baño para negros. A la derecha, el baño para blancos. (Foto tomada en un vagón pullman del tren Buenos Aires-Mar del Plata.)

Tres por tres

Dos viejas en la vereda. Una, del lado de la calle, mira de reojo cómo me acerco. La otra, del lado de la pared, gesticula ampliamente y dice:

—Mientras hablaba se inflaba, se inflaba, se inflaba.

*

Los dos están en la entrada de un edificio de departamentos. El muchacho mira a los ojos de la chica como si los suyos fueran rayos láser. O, mejor, ametralladoras. Ella mira un poco al costado, tratando de encontrar otra cosa a la que prestar atención. Él dice:

—No querés darte cuenta, eh. No querés darte cuenta, eh. No querés darte cuenta, eh.

*

Me cruzo con ellas por la vereda. La mujer más joven lleva de paseo una cosa ratonesca con una de esas correas que se alargan, a varios metros de distancia. Viene hablando, la mujer más joven. Señala en dirección al bicho con pelos:

—…y estaba atacando. Mi perro se quedó mirándolo, mirándolo, mirándolo…

Menester

[2/8/2002]

Oyendo a un amigo que hablaba por teléfono entendí finalmente de dónde viene la expresión “lo que sea menester”. En realidad lo escribimos mal, aunque pronunciándolo de corrido suene bien: no es “lo que sea menester” sino “lo que se ame en Ester”.

Novedades

[1/8/2002]

Hay novedades en el sitio de Graciela Montes, que me ocupo de mantener en la Web. Entre otras cosas:

A estas alturas, el sitio contiene toneladas de información de muy buena calidad. Hay que decir que Graciela adoptó con entusiasmo las mejores prácticas para la Web: contenidos reales, lenguaje propio, facilidad de uso, actualización periódica, y varias características más de las que suelen faltar en muchos sitios. Es un gusto ser parte de eso.

[1/8/2012]

Como ya comenté por acá, hace años que el sitio de Graciela Montes dejó de estar disponible. Una gran pena.

Estando solo

[31/7/2002]

Patricia McGill, uruguaya residente en España, encontró mi página con propuestas de cosas exóticas para hacer estando solo. Y aportó lo siguiente, que reproduzco con su permiso:

Bueno, se dejaron el clásico de las baldosas: saltar de baldosa a baldosa del mismo color (si se da el supuesto de que las baldosas de una calle sean de dos colores diferentes, y si se da la condición física mínima imprescindible).

Después está el de ir paseando por la calle, mirando las matrículas de los coches. Uno debe escoger un número de antemano (p.ej., el siete). Si se encuentra con una matrícula en la que haya más de dos sietes, tiene que formular un deseo, y ese deseo se cumplirá si logra formular una palabra que contenga las letras que contiene la matrícula. (Debe darse el supuesto de que las matrículas sean algo como acá -España-, cuatro números y tres letras, o como son las antiguas, letra de la ciudad, cuatro números y dos letras).

Ramiro

[31/7/2002]

Viene el fumigador, toca timbre. Por la mirilla veo su calva, los aparatos que le sostienen los dientes, los ojos hundidos. Tiene menos de treinta años. Arrastra el tubo donde está el veneno para las cucarachas. Como de costumbre, le agradezco su presencia pero le digo que no, gracias.

Casi no hay cucarachas en este edificio. Sólo de vez en cuando aparece una grande en el pasillo, medio desorientada, que apenas trata de escapar.

En el departamento anterior, en cambio, las cucarachas formaban parte de la vida diaria. En una época el fumigador que venía era un hombre mayor, Ramiro, que tenía algo personal contra los pobres bichos que le daban de comer. Recuerdo una vez en que me explicó algunos de sus secretos de varias décadas. En cierto momento apareció una cucaracha en el piso, frente al baño. Era pequeña. Parecía capaz de correr muy rápido. Pero Ramiro era más rápido aún. Con su pistola de veneno trazó un círculo húmedo alrededor del bicho, de unos treinta o cuarenta centímetros de diámetro.

Fíjese ahora, va a ver que no puede escapar —me dijo.

La cucaracha empezó a correr dando vueltas, pero no atravesó la muralla líquida levantada por Ramiro. Él lo disfrutaba. Me hizo esperar hasta que la cucaracha murió, o sólo quedó inmóvil, quién sabe, y entonces acabó su tarea con un pisotón.

Ramiro duró poco tiempo. En su trabajo, quiero decir. Contrataron a otra empresa, cuyo dueño apareció una sola vez, un extranjero muy seguro de sí mismo, que no se ocupaba de hurgar en los rincones sino que enviaba a sus personeros de menor nivel. Los empleados cambiaron muchas veces, pero la empresa siguió prosperando hasta que nos mudamos. Las cucarachas también.

La luna y el pelo

[30/7/2002]

—La luna está menguante —dijo el taxista—. Buen momento para cortarse el pelo.

Esa no la sabía —dije.

El taxista dio vuelta la cabeza para mirarme y le sonrió a mi ignorancia.

Si te cortás con la luna en creciente —explicó—, el pelo crece más rápido.

Ah —respondí.

Estaba hermosa la luna, esa noche de sábado, en el aire marítimo.

La idea de la muerte

[29/7/2002]

“Para el occidental contemporáneo, incluso cuando se encuentra bien, la idea de la muerte constituye una especie de ruido de fondo que invade el cerebro cuando se desdibujan los proyectos y los deseos. Con la edad, la presencia del ruido aumenta; puede compararse a un zumbido sordo, a veces acompañado de un chirrido.” (Michel Houellebecq, Las partículas elementales, Barcelona, Anagrama, 1999)

Camarera

[29/7/2002]

El domingo 28 de julio al mediodía, en el restaurante Montecatini Alpe, de la calle Belgrano entre Santa Fe y Corrientes, en Mar del Plata, nos atendió una camarera muy simpática, idéntica a este personaje de Arnold Lobel, que tira monedas a un pozo de los deseos (y el pozo responde “¡Ay!”). (El dibujo es un fragmento de la página 8 del maravilloso libro Historias de ratones, Kalandraka Editora, Pontevedra, 2000.) (En Imaginaria publicamos un cuento completo de ese libro, con la debida autorización de la editorial.)

Nuevas razones para quejarse del hotel

[26/7/2002]

  • La habitación es mucho más chica que la vez anterior, y las grandes “están todas ocupadas”.
  • El ascensor se detiene veinte centímetros por arriba o por abajo de donde debe.
  • El botiquín es un espejito enmarcado en un pedazo de plástico, con un estante también de plástico que alcanza justo para que el vaso con los cepillos de dientes parezca resistir pero acabe cayéndose. El conjunto cuelga de un tornillo clavado en la pared y se balancea como el péndulo de un reloj descompuesto.
  • Dejan hervir el paraguas demasiado tiempo cuando tratan de hacer café.
  • De las cuatro computadoras conectadas a Internet andan tres. De esas tres, dos se cuelgan. La restante es tan lenta que no se distingue si está funcionando o no.
  • En el placard hay cuatro perchas para tres personas. Rsolvemos que el nene no cuenta y usamos dos perchas cada uno.
  • Durante varias horas diarias se oye lo que parece una vieja hamaca de plaza (ñic, ñic…, ñic, ñic…). Y nadie recorre las habitaciones explicando qué cuernos es en realidad.
  • El encargado debe tener veinte años menos que yo.
  • El colchón se hunde hacia la derecha, mientras que en casa se hunde hacia la izquierda. Así, de noche no sé ni quién soy.
  • Las viejas están más viejas. Las jóvenes están más jóvenes. Ya no queda gente en este lugar.
  • El más revoltoso de los chicos es el mío.
  • Las medialunas de manteca son grasosas. Las medialunas de grasa son mantecosas.
  • El estudiante de hotelería que está haciendo una pasantía ya me habló tres veces de la gran oferta para ir al spa.
  • Los extraterrestres no se convierten en seres entrañables como en “Lilo y Stitch”.