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Noche en el centro

[17/6/2002]

Estaban en el sector infantil de Burger King, pero no habían llevado niños para justificarse. Él entraba en los cincuenta y en la calvicie. Ella tal vez en los cuarenta, pero quién sabe bajo ese pelo negro planchado sobre la cara, la figura delgada y la voz gruesa. Se habían sentado en una de las pocas mesas que pusieron frente al pelotero y el laberinto, dentro de la gran pecera vidriada que hay al fondo, en el primer piso del Burger King que está frente al obelisco.

Cuando entramos a la pecera, mi familia y yo, ellos eran los únicos ocupantes. Pusimos en una mesa nuestros paquetes de proteínas, grasa y almidón, hicimos ruido de papel, de pajitas que perforan plástico, de servilletas. Ellos hablaban de cosas importantes.

—Mi padre todavía no puso su parte —decía ella.

—Pero entonces no llegás —él.

—Cien o ciento cincuenta me tiene que dar, para el alquiler.

Hablaban con voces de urgencia, densas. A él le resbalaban un poco algunas letras. Gabriel tomaba un traguito de su Fanta. Yo comía papas fritas. Mi mujer inclinaba la cabeza para medir la situación.

Él debe haber ofrecido ayuda, porque ella contestó:

—Pero no, vos tenés tus propios problemas económicos.

—Ya sabés quién soy yo —respondió él, categórico.

Estaban ubicados en un ángulo de noventa grados uno con respecto al otro, y nosotros en diagonal con ellos, a unos cuatro metros. Vino otro chico, tal vez de tres años, a mostrarnos dos pedazos de algo anaranjado en las manos: caramelo, partes de un juguete de Cajita Mágica, quién sabe. Finalmente se los metió en la boca y se fue.

—A mi vieja se le ocurrió que vivamos los tres juntos —dijo ella.

—Pero tu padre y tu madre se odian —hizo él su parte de teleteatro.

—Ella dice que a mi padre lo arregla con cinco o diez pesos por día.

Él se iba acercando a ella.

Mi mujer, que los tenía a su espalda, se sentía incómoda. Después de todo estábamos en el lugar destinado a las familias con chicos, el sitio protegido, privado, rodeado especialmente con vidrios para cuidarlo del salvaje mundo exterior.

Decidimos mudarnos. Haciendo ostentación de movimiento, levantamos nuestra bandeja, nuestros vasos y paquetitos, nuestras servilletas, y nos fuimos a una mesa libre justo afuera del recinto infantil.

Gabriel comió, jugó, se fue al pelotero. Unos minutos después lo siguió mi mujer, para verificar su bienestar. Volvió indignada:

—Además están fumando —dijo.

Me di vuelta para mirar (ahora era yo quien los tenía a la espalda) y sí, había una nube de humo a su alrededor. Ya se estaban tocando las manos, también.

*

En la nueva zona que ocupábamos había más fauna de fin de semana céntrico. Para empezar, estábamos en el camino a los baños, de modo que veíamos un ir y venir de personajes. Pasó por ejemplo una chica dark, zapatos negros, medias negras, pollera larga negra, tapado negro, mochila negra con la leyenda The Cure. A la ida la vi de espaldas, pero a la vuelta le descubrí la cara muy blanca con el pelo negro a ambos lados y en el centro exacto una boca más roja que la sangre arterial.

Pasó un hombre de bigotes, con el pelo atado de tal forma en la nuca que parecía el mango de una sartén pequeña.

Pasó un grupo de chicas, la mayor tal vez de doce años, con jeans ajustados, haciendo los mayores esfuerzos que la edad les permitía para llenar el aire de seducción femenina. El hombre de seguridad, uno bajito que llevaba una bandera argentina en el hombro derecho y un palo negro en el lado izquierdo, se dio vuelta para observarlas de la cintura hacia abajo.

Una empleada del lugar iba seguido a verificar los baños. Entraba en el de mujeres, a la izquierda, y luego empujaba un poco la puerta del de hombres, a la derecha, mientras al parecer miraba en otra dirección. No entendí lo que hacía hasta que llegó mi propio turno de ir al baño. Es difícil de explicar. Cuando abrí la puerta me di cuenta de que era posible ver en el espejo si había gente en mingitorios o inodoros. Luego, al salir, me tomé el trabajo de mirar en la misma dirección que la empleada, donde había otra puerta con un cartel que decía “Privado”. Resulta que ese cartel, hecho sobre metal plateado, era otro espejo perfecto: al empujar la puerta, mirando fijamente ese cartel, la empleada tenía una imagen instantánea del interior del baño, a través de dos espejos enfrentados.

*

Pasamos un rato largo allí, mientras Gabriel jugaba en el pelotero con los otros chicos que fueron llegando. Tomamos café con torta de chocolate. El espacio vidriado se llenó de gente. Había más ruido. Pero los dos del comienzo seguían en su sitio, sin ojos ni oídos más que para sí mismos. La última vez que miré, antes de irnos, se estaban besando. De una buena vez.

Outdoors

[16/6/2002]

—Salí a deprimirme outdoors —dijo paseando junto al zoológico, del lado de Sarmiento, el domingo a eso de las cinco y media, hora invernal del atardecer.

[16/6/2012]

Me parece que a esta altura mi amigo Douglas no se va a ofender si digo que fue él. (Y que, igual que muchas otras cosas de la Mágica Web, el post decía literalmente la verdad.)

Nola y late

[15/6/2002]

Mi hijo clasifica cada figu que saca de un sobre en una de dos categorías, nola y late. Si cae en la primera, “no la tengo”, la pega en el álbum. Si cae en la segunda, “la tengo”, va al mazo creciente de repetidas.

Después pone las repes en la mochi y las lleva al cole, como los compas, aunque la seño no quiere. De paso, descubro que estos chicos ya no hablan castellano, hablan caste.

[Modificado el martes 18. La versión anterior sólo tenía algo similar al segundo párrafo.]

[15/6/2012]

Tarde, pero vamos aprendiendo de los chicos. Prestame la compu el finde, porfa…

(Me da la impresión de que este post suena a que abreviar las palabras me parece mal. Para nada. A veces me resulta gracioso nomás.)

Números

[14/6/2002]

Tener que hacer cola no está bien visto en estos tiempos. Es mucho mejor sacar número, acomodarse en algún sitio preferiblemente mullido y esperar que el indicador electrónico imite campanitas hasta que sea nuestro turno. Así, acabo de verlo, presentan las cosas el correo, el BankBoston, hasta la farmacia. Y es verdad.

La cuestión es que lleva tiempo acostumbrarse. Por eso cada cliente mira cada cinco segundos su número, como si pudiera cambiar sin aviso. Por eso la cola se forma igual, un poco desprolija, eso sí, sin apuntar claramente en ninguna dirección, pero cola al fin. Por eso la cajera tiene que gritar cada nuevo número y esperar con expresión de reproche que alguien se dé por aludido, mientras los felices numerados ya no saben qué hora es, quiénes son o para qué están ahí.

Havanna

[14/6/2002]

En algún momento, durante los últimos meses, los alfajores Havanna aumentaron de setenta (¿setenta y cinco?) centavos a noventa. Nada, en comparación con el resto de las cosas. Menos mal que no invertí, como pensé en los comienzos de la crisis, en mil quinientas cajas de alfajores para el futuro de mi hijo.

[14/6/2012]

Ahora los Havanna están a seis pesos. Compré dos el otro día (sigo sin hacer grandes inversiones).

Correo Argentino

[14/6/2002]

La verdad es que cambió el Correo Argentino. No sólo por el bonito negocio de útiles escolares, postales y variedades que hay frente a las cajas, en esa sucursal de Cabildo al 2300. Ni por el indicador luminoso de turnos, que va cambiando con un sonido electrónico de campanita cada vez que una caja queda libre. Ni tampoco por las computadoras que finalmente sustituyeron aquellas máquinas llenas de palancas (de las que espero que haya varias en distintos museos: sería una pena haberlas perdido para siempre). Ni por los precios, que se fueron a las nubes como casi todo lo demás excepto nosotros mismos.

No, nada de eso. El verdadero cambio se me hizo evidente luego de llegar a la caja, entregar mi carta y pagarla, cuando en un giro imprevisto y con una expresión diferente, sonrisa, voz fuerte, el empleado de barba me preguntó algo así como “¿Quiere participar en el sorteo de cinco mil pesos, un auto, bla bla bla?”. Me quedé cosa de un segundo sin respuesta, y luego balbuceé algo torpe como “No tengo mucha fe en esas cosas, gracias”, antes de escabullirme hacia la salida.

[14/6/2012]

Era el correo privatizado, claro. Ahora no hay negocio de variedades ni sorteos. Los números avanzan con lentitud. Pero la cantidad de gente que espera parece menor. ¿Será que es más eficiente, o que el correo se usa menos?

Ritmos

[14/6/2002]

A eso de la una el gentío en Burger King era impresionante. Tal vez por los precios, aunque aumentaron un diez por ciento desde la última vez que fui. O por la calefacción, aunque afuera la temperatura ya subía hasta unos cinco o seis grados al sol. O por las hamburguesas, aunque antes de probarlas no me sentía demasiado inclinado a creerlo.

La cuestión es que había colas de siete u ocho personas. Me puse en la más prometedora y decidí esperar. Allá adelante, los cajeros-despachantes-vendedores seguían su rutina preestablecida. Saludo, sonrisa, oídos atentos, “¿Desea agregarle queso por setenta centavos más?”, “¿Desea un postre?”, repetición detallada del pedido antes de abrir la caja, recepción del importe, entrega del vuelto, corrida veloz al pasillo a buscar una cosa, al otro pasillo a buscar la otra, a un rincón a sacar las papas, a otro rincón para armar la Coca, segunda repetición detallada del pedido durante la entrega, dos o tres agradecimientos en el camino. Impacientes, las cabezas de cada cola se balanceaban a izquierda y a derecha, mientras allá los ritmos se mantenían iguales a sí mismos, calcados del manual, mientras las cortesías y los reaseguros ocupaban su tiempo sin que importara la vida real.

¿Ellos tampoco, en Burger King, tienen plan B?

Estaciones

[14/6/2002]

A principios de abril mi hijo protestaba porque el otoño tenía poco que ver con el modelo escolar que acababan de enseñarle. Los árboles conservaban todas sus hojas. Hacía calor, como en primavera. Había mucha luz, mucho verano en ropas, caras y costumbres. Le expliqué que en realidad el otoño viene de a poco, las hojas caen una por una, los días se acortan lentamente. Mucho no me creyó.

Ahora nos distrajimos por un rato y adiós, el otoño ya pasó. No queda una sola hoja de todas las que debían caerse. Hace frío como en las mejores épocas, y la gente usa campera sobre campera, bufanda sobre bufanda. Es casi siempre de noche. Y a Gabriel, en la escuela, todavía no le enseñaron el invierno.

Todo bien, gracias

[14/6/2002]

Clarín: El Fondo llegó con exigencias aún más duras.

La Nación: No se levantó el paro nocturno de colectivos.

Página/12: Un estudiante secundario (…) fue tajeado por dos hombres con anteojos negros.

BBC News: Karachi car bomb kills eight.

El País (Montevideo): CRISIS REGIONAL. Brasil usa fondo y Argentina negocia.

[14/6/2012]

No sé qué me agarró para poner esos links. Visto a la distancia no parece un día peor que los demás. Para colmo, casi todos van a la página de inicio de los respectivos sitios. ¿Qué quise conseguir?

La excepción a todo esto es el link a Clarín, que ahora lleva a un artículo de 2010 con este título: “Tras el escándalo, en Santa Cruz niegan ahora que los fondos extraordinarios se hayan gastado en su totalidad”

Hacia dónde van los ojos

[13/6/2002]

El momento de parálisis de ese gato, mientras trata de descubrir si recibirá comida o un palazo en la cabeza.

Cuatro baldosas nuevas, de color gris amarillento, superpuestas a un grupo de baldosas viejas, de color gris verdoso, superpuestas a una vereda de baldosas más viejas, de color amarillo grisáceo.

El 113 que viene por Juramento y dobla en Crámer, empujando las leyes de la física para alcanzar la parada que está justo después.

El gorro negro del portero de la escuela, mientras mi hijo entra y sube la escalera.

Los conos anaranjados que impiden estacionar frente al Banco Río.

Las bufandas hasta la nariz de los vendedores de diarios de las esquinas, mientras ofrecen su mercancía en una calle o en la otra al ritmo de los semáforos.

Los carteles que todavía ofrecen departamentos en venta.

El hombre que maneja la barrera de Echeverría y Freire, allá subido en su cabina, de incógnito.

La plaza con un tacho de basura por cada banco, y una bolsa de plástico blanca en cada tacho.

Las evidencias indirectas de un sol que va saliendo de a poco.

El pelo que se agita, arriba, abajo, arriba, abajo, de esa mujer que camina apurada dentro de su tapado negro.

El taxi libre y lento que se arrastra frente a cada peatón como un animal mimoso.

La primera sombra del día, imprevista, a mis propios pies.