El fondo del pozo
12
(Consejero, 76:41:22)
Era una catástrofe. El espíritu protector del Centro, que nos había escondido durante toda la vida de las amenazas que pueblan el universo, seguía a muchos años luz de distancia, aunque los espejismos se hicieran pasar por la Computadora Central. Como exploradores, habíamos demostrado nuestra incapacidad y nos habíamos dejado arrastrar a una trampa. Habíamos perdido el equipo, y lo que era mucho peor, a Gadma. La ausencia de un tercio de nuestro personal nos impedía conectarnos para pensar juntos. No sabíamos qué iba a ocurrir con la expedición, porque Sabrasú no podía concentrarse en su recuerdo del contrato para descubrirlo, aunque sospechábamos vagamente que con esto la expedición terminaba.
El pozo nos había tragado, había jugado con nosotros hasta cansarse, y había vuelto a soltarnos, completamente vencidos. No entendíamos ni siquiera dónde habíamos caído. Calibares y Sabrasú, los dos, estábamos echados boca arriba sobre la piedra, sin poder movernos, como si nuestros músculos hubieran olvidado su entrenamiento.
Seguíamos enfundados en los trajes de amianto y mirábamos el cielo, donde corrían unas nubes de tormenta que no llegaban a cubrir del todo algunos retazos de azul. Las nubes tenían bordes dorados, por donde resbalaban los rayos del sol de Guirnalda.
Aunque tal vez no fuera el sol de Guirnalda.
El lugar no coincidía con lo que la lógica esperaba de él. Por encima de la puerta que nos habían abierto para sacarnos del pozo, veíamos una pared de piedra de diez o doce metros de altura. Luego estaba el cielo. No había rastros de los ochocientos metros de montaña que debíamos encontrar sobre nuestras cabezas. Parecía que alguien se los había llevado en el mismo momento en que nosotros rodábamos con los ojos cerrados, sin entender lo que ocurría.
Parte de nuestro campo visual estaba ocupado por dos cabezas que nos miraban, las de los aldeanos que habían abierto la puerta. Por lo poco que alcanzábamos a ver, tenían la apariencia de los pobladores que ya conocíamos: piel oscura, peló largo, pocos dientes. Uno de ellos desvió los ojos de la cara de Sabrasú y miró al otro.
—Están un poco confundidos —dijo.
—Es que ese lugar es muy incómodo —contestó el otro—. Siempre lo dije. Habría que hacer el nicho un poco más profundo.
Hablaban con el acento de Varanira, como parecía costumbre entre los habitantes de la montaña. El solo hecho de oírlos consiguió despertarnos un poco de nuestro letargo, y movimos la cabeza hacia un costado, para ver qué más había.
El suelo formaba una especie de meseta en miniatura, rodeada casi totalmente por la pared de piedra. Pero en una dirección había un borde afilado, y más allá el vacío. Sabrasú hizo un esfuerzo para sentarse, y vio que al otro lado del precipicio, muy lejos, había una ciudad chata y oscura, que se parecía a la ciudad donde estaba nuestra nave, pero no era la misma. Las sombras de las nubes le corrían por encima, y daba la impresión de que los edificios navegaban por la llanura. En el horizonte se distinguía una cadena de montañas bajas.
—¿Dónde estamos? —preguntó Calibares, luego de sentarse como Sabrasú y de mirar a su alrededor.
Los aldeanos debieron comprender nuestras dudas, porque uno de ellos contestó:
—La geografía del pozo no es la geografía de los hombres.
—¿Eso qué significa?—dijo Sabrasú.
El otro aldeano se tomó unos segundos antes de responder.
—No hay que buscar significados superpuestos como quien retira una a una las capas de la cebolla. Lo que es, es, y trasladarlo al Idioma ya es un modo de darle un significado, quitándole la esencia del ser para transformarlo en otra cosa. Avanzar otro paso, darle un significado al significado, sería apartarse demasiado del punto de partida.
No estábamos en condiciones de discutir, sobre todo si la discusión se ponía filosófica. Dejamos que los aldeanos nos ayudaran a quitarnos los trajes de amianto, y no nos preocupamos porque se quedaran con ellos. El frío que sentimos de golpe nos obligó a pararnos y a dar saltos para desentumecer los músculos. Mientras tanto, las nubes terminaban de cerrarse bajo el cielo. Empezó a llover.
Frente a nosotros había otra aldea, igual a las anteriores: casas, depósito, mirador, y tres burros en un corral. Como siempre, los pobladores estaban escondidos. La lluvia caía sobre las paredes y los techos, y convertía la escena en algo muy parecido a una fotografía fuera de foco.
Detrás, la puerta por la que nos habían sacado del pozo estaba cerrada. Un buen explorador la habría abierto, para echar un último vistazo a lo que había del otro lado. Pero nosotros ya no contábamos con ser buenos exploradores, y lo único que hicimos fue alejarnos un par de pasos.
Los aldeanos tosieron, como para cambiar de tema, y uno de ellos adoptó la sonrisa de vendedor.
—Por lo que veo, no tienen armas —dijo.
—No compramos nada —lo atajó Sabrasú.
En realidad, nos habría gustado comprar las indicaciones necesarias para volver a la nave y partir hacia Varanira, cosa que en la situación en que nos encontrábamos parecía mas bien complicada. Pero algo nos dijo que los pobladores no querrían vendérnoslas.
—Ustedes sabrán lo que hacen —contestó el poblador que había hablado de armas. Los dos nos dieron la espalda y empezaron a caminar hacia la aldea, llevándose nuestros trajes. Andaban despacio, como si la lluvia no les importara. Mientras tanto seguían hablando, en voz lo bastante fuerte como para que los oyéramos.
—Ya se van arrepentir —dijo uno—, cuando encuentren los murciélagos.
—Y si consiguen vencerlos —dijo el otro—, tendrán que soportar el asedio de las ratas, que son parecidas, pero peores.
—No quiero ni pensar —dijo el primero— en lo que les harán los tigres, si es que llegan tan lejos.
De pronto, como si alguien se lo hubiese dictado, un fragmento del contrato apareció en el pensamiento de Sabrasú. Agarró un brazo de Calibares y lo recitó:
—”Los firmantes se comprometen a cumplir la Ordenanza General sobre Actividad de Supervivientes.”
Calibares comprendió enseguida de qué hablaba.
—¿Qué dice esa Ordenanza? —preguntó.
—”Si un equipo queda disminuido en número —siguió recitando Sabrasú—, los supervivientes deben actuar como si el equipo estuviera completo, a los fines de alcanzar sus objetivos.”
Tardamos cinco segundos más en reaccionar del todo.
—La expedición debe continuar —dijo luego Calibares.
Aunque no entendíamos por qué, la idea nos hizo sentir mejor. Una sensación de alivio nos recorrió el cuerpo desde la punta de los pies hasta los pulmones, que se nos hincharon de aire. Seguíamos siendo exploradores del Centro, elegidos en el Sorteo, con una tarea por delante, y todo lo que debía preocuparnos era conseguir el material necesario y ponernos en marcha otra vez. Luego, si teníamos tiempo, podríamos lamentar la muerte de Gadma y la pérdida de nuestro pensamiento compartido. Ahora, esas cuestiones sólo significaban un desafío mayor, que teníamos que afrontar cuanto antes.
Debimos suponer que este cambio en nuestro estado de ánimo era provocado por la mano mental que ya nos había dominado otras veces, pero el control era demasiado rígido. Empapados por la lluvia y temblando de frío, caminamos con aire triunfal detrás de los pobladores, que acababan de entrar al depósito. En cuanto llegamos a la aldea salieron con tres lanzallamas, tres revólveres y varias cajas de municiones. Habían dejado los trajes dé amianto en alguna parte, pero no se nos ocurrió reclamarlos. Tampoco pensamos que nos bastaba un par de armas de cada clase. Íbamos a pagar lo que pedían, cuando recordamos que Gadma tenía el dinero.
—Eso no es problema —dijo uno de los aldeanos, luego de escuchar nuestra explicación—. Esperemos a que venga.
Nos pareció que no habían entendido, pero dejaron las armas a nuestros pies, envueltas en sus estuches impermeables para protegerlas de la lluvia, y se fueron antes de que pudiéramos decir nada. Se acercó un viejo que tenía cara de sabio y una cicatriz en la frente.
Sabrasú se echó hacia atrás.
—Esta vez no me engañan —dijo, señalando al viejo—. Usted es el que nos dio consejos, antes de que bajáramos.
—¿Cuándo? —preguntó el viejo.
—Allá arriba —Sabrasú señaló hacia donde debía estar la cima de la montaña. Luego recordó que había desaparecido y bajó el brazo—. Bueno, junto a la boca del pozo.
El viejo se acarició la cicatriz, mientras movía la cabeza de izquierda a derecha. La cicatriz se iba enrojeciendo.
—La juventud es impetuosa —dijo—, y no sabe tanto como nosotros, los viejos.
—¿Qué tiene que ver eso? —dijo Calibares.
—El pozo confunde las mentes de quienes lo visitan —dijo—. Les hace olvidar las caras, mezclar los recuerdos, malinterpretar las intenciones. Incluso hay quienes abandonan las reglas de cortesía luego de recorrerlo —el viejo dejó de mover la cabeza—. Si no me equivoco —le dijo a Calibares—, usted siempre daba las buenas tardes.
Calibares bajó la cabeza, y el pelo mojado le. cayó sobre la cara.
—Buenas tardes —dijo.
El viejo se rió a carcajadas, mientras Calibares se sentía cada vez más avergonzado. Sabrasú miró a uno y a otro antes de decir:
—¿Cómo sabía eso de Calibares?
—Bien —dijo el viejo, dejando de reírse—, ya nos divertimos bastante. Veo que han comprado armas, pero esperan a Gadma para pagarlas.
—No —dijo Sabrasú—. En realidad…
—Ya sé lo que van a decir—interrumpió el viejo—. No tienen ni un poco de paciencia —miró hacia atrás—. Si no me equivoco, aquí viene.
—¿Quién? —preguntamos los dos al unísono, aun sin estar pensando juntos.
El viejo no contestó. En cambio, oímos un ruido como el de un alud, que venía de más allá de la pared que rodeaba la aldea. De pronto apareció un reguero de piedras, que salían de otra puerta abierta en la pared, entre el depósito y un corral, que no habíamos visto antes, y llegaban rodando a nuestros pies. Tras el reguero surgió un bulto más grande, que dio vueltas sobre sí mismo hasta llevarnos por delante. Caímos alrededor del viejo, que de alguna manera consiguió mantenerse de pie.
—¿Dónde está Gadma? —dijo el bulto, con la voz de Gadma.
Volvimos a levantarnos, resbalando en el barro y las piedras sueltas, y ayudamos a Gadma a quitarse el traje y a ponerse de pie con nosotros.
—¿Qué pasó? —le preguntamos.
Gadma no estaba en condiciones de hablar mucho: cubierta de magulladuras y asustada, apenas podía vernos. Tampoco conseguíamos conectarnos, porque todavía no estábamos entrenados para pensar juntos a pesar del miedo. Pero se las arregló para contestar:
—Gadma se cayó. Mucho tiempo. Después empezó a rodar. Y aparecieron Sabrasú y Calibares.
Lo miramos al viejo.
—La señorita lo explicó muy bien —dijo—. No es la primera vez que sucede, en este sector del pozo. Es bastante peligroso, pero hasta ahora no tuvimos que lamentar casos fatales. De cualquier manera, por un camino o por otro, las leyes del pozo se han cumplido, y los tres están aquí.
Los tres seguíamos mirándonos entre nosotros y mirando al viejo, y no se nos ocurría nada que decir, porque tampoco sabíamos qué pensar. Nos seguía dominando el espíritu triunfal, pero la presencia de Gadma modificaba los planes, y nos parecía que jamás conseguiríamos seguir adelante con nuestra misión en medio de tantas dificultades.
El viejo carraspeó.
—Espero que ahora se decidan a pagar —dijo—. Es de muy mal gusto olvidar las deudas.
El viejo se fue a su casa, y aparecieron los vendedores de armas. Gadma sacó el fajo de billetes del bolsillo, pagamos, y los vendedores también se fueron. Después vino una mujer y nos vendió dos odres del líquido gomoso que habíamos estado usando como alimento durante un mes. Cuando la mujer se encerró en su casa, nos dejaron solos.
Debía faltar poco para la noche, porque estaba oscuro. La ciudad había quedado oculta por un banco de neblina, y la lluvia formaba una cortina cada vez más espesa. A nuestro alrededor el paisaje se estrechaba, y empezamos a sentirnos aislados, fuera del espacio y del tiempo, muertos de frío, chorreando agua y pisando barro. Por más que quisiéramos avanzar en nuestra tarea, teníamos que esperar a que el universo dejara de estar en contra.
Nos abrazamos para darnos un poco de calor. Gadma respiraba rápido, y de vez en cuando se le contraía un músculo, involuntariamente. A Calibares se le habían llenado los zapatos de barro, y sacudía los pies para quitarse la molestia. Sabrasú estaba quieto, buscando alguna Ordenanza que pudiera salvarnos, pero no encontraba ninguna.
Así estuvimos un rato. Luego, y sin previo aviso, entrevimos una luz. Pero no estaba afuera, sino adentro. Prometía tranquilidad, y un refugio donde resguardarnos de las amenazas. Nos aferramos a esa luz, y poco a poco conseguimos que su intensidad aumentara. Antes de que pudiéramos darnos cuenta de lo que ocurría, estábamos plenamente conectados, y en nuestro pensamiento compartido se sumaban las experiencias que habíamos tenido por separado. El miedo de Gadma, las dudas de Sabrasú y la angustia de Calibares se hundieron hasta el fondo de nuestra conciencia común, y comprendimos que nada nos impedía seguir avanzando ya mismo por el pozo, que ninguna amenaza exterior era lo bastante fuerte para detenernos.
La mano mental nos tenía bien dominados, pero estaba fuera de nuestra percepción. Todo lo que veíamos era un futuro lleno de promesas, un karma cada vez mejor, la seguridad de ser importantes para el Centro. Y en su rincón, el Consejero esperaba el momento en que lo necesitáramos, dispuesto a ayudarnos con su infinita sabiduría.
De pronto, un ruido nos sacó del trance. Abrimos los ojos, que por algún motivo teníamos cerrados, y descubrimos que el viejo de la cicatriz estaba a un metro de nosotros, aplaudiendo.
—Muy bien —dijo—, muy bien. Dan trabajo, pero aprenden más rápido de lo que esperaba.
No tenía la misma voz de antes, sino otra, que nos resultaba conocida aunque no la pudiéramos identificar. De pie bajo la lluvia, parecía lo único real de todo lo que nos rodeaba, el medio que nos permitiría cumplir nuestra misión. Llenos de amor por esa figura, nos echamos a sus pies, chapoteando en el barro.
El viejo permitió que lo adoráramos durante varios minutos. Luego ordenó que nos pusiéramos de pie.
—Tienen que inspeccionar su equipo —dijo—, que ya viene.
La lluvia era menos intensa, y distinguimos un nuevo reguero de piedras que venía hacia nosotros, como el que había traído a Gadma. Entre las piedras había varios bultos, y cuando conseguimos reunirlos vimos que el equipo estaba completo: la ropa de verano, los anteojos de sol, la cámara de Gadma y los rollos de película. Agregamos las armas y los odres del líquido gomoso, y cargamos todo a la espalda.
Otra vez estábamos en pleno trabajo.
—Lo único que necesitamos —dijo Sabrasú.
—Es que nos indique —siguió Gadma.
—Por dónde continuar nuestro camino —terminó Calibares.
—Síganme ——dijo el viejo.
Caminamos hacia la pared. Mientras tanto, había dejado de llover. Gadma aprovechó para limpiarse las manos en una camisa seca de las que llevábamos encima, colgarse la cámara del cuello y sacarle varias fotos al viejo, de espaldas. Detrás de una de las casas había otra puerta. El viejo la abrió, y nos mostró la escalera que partía hacia las profundidades.
—Esto es mejor que las sogas —dijo.
Estuvimos de acuerdo, aunque en nuestra euforia cualquier cosa nos hubiera parecido buena.
—¿Hasta dónde tenemos que bajar? —preguntamos.
—Hasta el pie de la escalera —dijo el viejo—. Por ningún motivo deben desviarse antes.
Esperamos varios segundos, por si quería darnos alguna otra indicación, pero no agregó nada. Hicimos una reverencia profunda, dimos un paso hacia la escalera, y el viejo cerró la puerta detrás de nosotros.
En ese momento se acabó la magia.
Fue como si nos desnudaran. La mano mental desapareció dejando nuestros propios pensamientos al descubierto. Lo primero que había, y lo más fuerte, era miedo. Luego, la sensación de que nos habían engañado otra vez, controlando nuestras ideas para que cayéramos en la trampa. Y la humillación de haber adorado al viejo de la cicatriz, para que luego nos encerrara en este lugar.
Estábamos a oscuras, y por más que empujábamos la puerta no se abría. Pero queríamos salir, cruzar la aldea corriendo y escapar, ir a alguna parte donde no hubiera aldeanos, viejos con cicatrices ni manos mentales. Calibares sacó la linterna y se puso a buscar una cerradura, pero no encontró nada. Ni siquiera había señales de la puerta. No vimos ni una sola ranura que cortara la piedra lisa. Golpeamos la pared con las manos y los pies hasta que no pudimos soportar el dolor, y entonces gritamos hasta quedar afónicos. La pared no se movió. El cansancio terminó por tranquilizarnos. Descargamos los bultos y nos sentamos en el suelo, con la espalda apoyada en la piedra, sin saber qué hacer. Frente a nosotros estaba la escalera, que giraba sobre sí misma hasta perderse de vista. El hueco que quedaba en el centro bajaba hasta que la luz de la linterna no podía alcanzarlo, y despedía una brisa cálida. Alrededor, la pared estaba húmeda, pero no tanto como nosotros. Algunos de los bultos habían caído escalones abajo, y estaban a varios metros de distancia. Nos agarramos de las manos y empezamos a respirar al mismo ritmo, lo más profundamente que podíamos.
Entonces recordamos al Consejero, o algo nos lo hizo recordar. En el rincón que ocupaba en nuestra mente había movimiento: los versículos brillaban con luz propia, y se deslizaban por el foco de nuestra atención a más velocidad que la que podíamos registrar. Iban hacia un lado y hacia otro, mientras tratábamos de entender lo que ocurría. El tiempo quedó suspendido, y perdimos el contacto con las cosas materiales que nos rodeaban. Éramos un punto de vista móvil que sobrevolaba el río de palabras brillantes, que avanzaba y retrocedía fuera de nuestro control. Finalmente, el movimiento terminó, y unas pocas líneas quedaron a la vista. Correspondían a la sección 108, capítulo 90, versículo 17, y jamás las habíamos leído. Decían: “La senda es única. Toda bifurcación es una mentira. Vuelva a mirar. El rumbo verdadero aparecerá claro y solitario entre todos los rumbos.”
Cuando terminamos de leer, el versículo desapareció, y con él, todo el Consejero se retiró a su lugar, fuera de nuestra conciencia. Por un momento nos sentimos como si estuviéramos en Varanira: aunque no teníamos moneda, ni el ejemplar del Consejero que nos había acompañado toda la vida, habíamos hecho nuestra consulta, y habíamos recibido respuesta. No quedaba otra cosa que obedecer.
Como siempre, el Consejero tenía razón, y cuando volvimos a mirar el único camino posible se nos mostró claro y transparente. Nos quitamos la ropa embarrada y nos pusimos ropa limpia de la que había en los bultos. Cargamos todo otra vez, y empezamos el descenso, escalón por escalón.