Saliendo de la ciudad

[18/3/2002]

El tren se puso en marcha cerca del centro. Las personas que quedaban de pie en el andén fueron perdiendo sus rasgos: con el aumento de velocidad, la cara detallada dio paso a una cara genérica, y la cara genérica a un borrón.

Un poco más allá, los edificios altos y apretados se turnaban con calles repletas de autos. Zap, edificios. Zap, autos. Zap, el timbre de una barrera. Los ruidos se hicieron agudos, rápidos. En el vagón aumentó el volumen de las voces. La música de los rieles aceleró el compás.

De a poco, el cielo ocupó un espacio mayor. Las construcciones se hicieron bajas, los autos escasos. La gente difusa de las calles parecía caminar con otro tiempo por delante, aunque el tren les daba cada vez menos oportunidad para mostrarse. Aparecieron los primeros baldíos.

No había estaciones en el camino, de manera que, por mucho tiempo, el tren no se iba a detener. Al contrario, la velocidad seguía aumentando. El mundo, de a poco, se dividía en franjas: aquí cerca, una cinta verde y gris, de pasto y piedra rápidos y sin forma. Allá, a varios metros, una montaña rusa de casas, árboles, jardines, potreros. En el fondo, visible por momentos, un territorio bastante estable de campo y bosque y edificios aislados. Nos acompañaban las nubes, más observadoras y pacientes que el tren.

Las casas, que venían achicándose, llegaron a quedar por debajo de los árboles. La mayoría de los techos eran planos, algunos rojos e inclinados. Había caminos de tierra, nuevas franjas de pasto. Diez o quince casas por manzana, una o dos personas apenas visibles en el torrente. Y enseguida cinco casas por manzana, y luego tres.

Con mover la cabeza rápidamente de adelante hacia atrás era posible detener por un momento la carrera del paisaje. Así, se pudo ver un perro que le ladraba al tren, tal vez el último de los perros, justo antes de que las casas y la gente se terminaran. Para entonces sólo quedaba el trazado de las manzanas, algunas plantas, el sol por encima de la nube final. Los árboles también se hicieron escasos, y pronto desaparecieron.

El trazado perdió espesor y riqueza. En vez de calles de barro entre alambradas empezó a haber sólo líneas. Cada calle transversal a las vías estaba formada por dos paralelas cuya imagen barría la ventanilla como un limpiaparabrisas que andaba siempre hacia atrás.

Ya se podía entrever la trama básica, el cuadriculado a los pies de todo. Entonces, las líneas puras y limpias de arquitecto se convirtieron en garabatos de bocetador. Carbonilla, lápiz blando. Como al comienzo del viaje, nada era del todo recto, pero ahora estábamos llegando al origen.

Por último, el sol se reflejó en la superficie brillante, sin tierra que la ocultase. El tren alcanzaba su mayor velocidad, rumbo al papel vacío.

[18/3/2012]

Tenía un borrador de este cuento, escrito el año anterior. Para ponerlo en la Mágica Web lo reescribí. Y le tomé el gusto. Pronto vendrían muchos más cuentos, pero del todo nuevos.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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